Se cumplen hoy diez años desde que se aprobó la revocación de la Ley Glass-Steagall de 1933 y la legislación aneja. Es un aniversario que vale la pena reseñar por lo que nos enseña sobre la prevención de las crisis financieras, las consecuencias de la manía desregulatoria y el poder político sin control de las […]
Se cumplen hoy diez años desde que se aprobó la revocación de la Ley Glass-Steagall de 1933 y la legislación aneja. Es un aniversario que vale la pena reseñar por lo que nos enseña sobre la prevención de las crisis financieras, las consecuencias de la manía desregulatoria y el poder político sin control de las instituciones financieras.
La revocación de la Glass-Steagall eliminó la prohibición legal de combinación entre bancos comerciales, por una parte, y bancos de inversión y otros servicios financieros por otra. Las estrictas reglas de la Glass-Steagall tuvieron su origen en la respuesta del gobierno norteamericano a la Depresión, y reflejaban la experiencia aprendida de los graves peligros que suponía para los consumidores y el sistema financiero en su conjunto el permitir que gigantescas instituciones financieras combinasen la banca comercial con otras operaciones financieras.
La Glass-Steagall protegía a los depositantes e impedía que el sistema bancario corriera demasiados riesgos, definiendo la estructura del sector. Los bancos comerciales no podían mantener banca de inversión o filiales de seguros (ni filiales en actividades comerciales no financieras). No obstante, a medida que los bancos avizoraban los acrecentados beneficios de las actividades con mayores riesgos, comenzaron a romper en la década de 1970 los muros reguladores que se levantaban entre la banca comercial y otros servicios financieros. A partir de la década de 1980, y en respuesta al insistente martilleo de peticiones, los reguladores comenzaron a debilitar la estricta prohibición de la titularidad mixta.
Pese a los hercúleos esfuerzos de Wall Street a lo largo de los años 90, la Glass-Steagall siguió en vigor debido a las discrepancias entre los organismos intrasectoriales e intrarreguladores.
Posteriormente, en 1998, en un acto de desobediencia civil empresarial, Citicorp y Travelers Group anunciaron su fusión. Dicha combinación de empresas bancarias y de seguros era ilegal de acuerdo con la Ley de Conglomerados Bancarios (Bank Holding Company Act), pero quedó excusada debido a un vacío legal que dejaba un periodo de revisión de dos años para las propuestas de fusión. La fusión se estableció con la previsión de que se revocaría la Glass Steagall.
Los presidentes conjuntos de Citigroup, Sandy Weill dirigieron a un tropel de ejecutivos y cabilderos del sector que asolaron los pasillos del Congreso hasta llegar a un acuerdo. Pero a medida que la negociación del acuerdo sobre la ley llegaba a su fase final en otoño de 1999, había grandes temores de que toda la maniobra se viniera abajo (Reed afirma ahora que la revocación de la Glass-Steagall fue un error).
Robert Rubin se sumó a la brecha abierta. Tras haber dejado hacía poco su cargo de Secretario del Tesoro, Rubin se encontraba negociando en aquel entonces las condiciones de su siguiente empleo como ejecutivo sin cartera en el Citigroup, lo cual no era de dominio público. Haciendo alarde de la credibilidad ganada como parte de lo que los medios habían bautizado como «Comité para salvar al mundo» (formado por Rubin, el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, y el Vicesecretario del Tesoro, Lawrence Summers, y así llamado por sus intervenciones para enfrentarse a la crisis financiera asiática de 1997), Rubin ayudó a cerrar el acuerdo final.
La Ley de Modernización de Servicios Financieros (Financial Services Modernization Act), también conocida como Ley Gramm-Leach-Bliley de 1999, revocó formalmente la Ley Glass-Steagall. En una larga lista de medidas desreguladoras grandes y pequeñas, la Gramm-Leach-Bliley fue la pieza que señalizaba la desregulación financiera.
La revocación de la Glass-Steagall tuvo muchos efectos directos importantes, pero el más importante consistió en cambiar la cultura de la banca comercial para emular el método de apuestas especulativas de alto riesgo propio de Wall Street.
«Se supone que los bancos comerciales no han de ser empresas de alto riesgo; se supone que han de gestionar de forma muy conservadora el dinero de otras personas», escribe el economista y Premio Nobel Joseph Stiglitz. «Una vez bien entendido esto es cuando el gobierno puede avenirse a pagar los platos rotos en caso de que fracasen. Los bancos de inversión, por otro lado, se han dedicado tradicionalmente a la gestión del dinero de los ricos, gente que puede correr riesgos mayores a fin de conseguir mayores rendimientos. Al revocar la Glass-Steagall, uniendo bancos de inversión y comerciales, la cultura de la banca de inversión llegó a lo más alto. Se produjo una exigencia de altos rendimientos del género de aquellos que sólo podían obtenerse mediante un elevado apalancamiento y corriendo grandes riesgos».
Esto constituye una parte muy importante de la historia que provocó la crisis financiera.
¿Qué lecciones cabría sacar del desastre de una década?
En primer lugar, la intuición clave de la Glass-Steagall residía en la necesidad de tratar la regulación desde el punto de vista de la estructura del sector. Los autores de la Glass-Steagall no se proponían establecer un sistema regulador que supervisara las empresas que combinaban la banca comercial y de inversión. Sencillamente prohibieron la combinación de dichas empresas. Para hacer limpieza del estropicio, precisamos estrategias que se centren en la estructura del sector -entendiendo por ello, sobre todo, que debemos disolver los grandes bancos-, así como una regulación más tradicional.
En segundo lugar, nos hace falta volver a algo más preciso que comprendió la Glass-Steagall: las instituciones depositarias respaldadas por el seguro de la protección federal no pueden participar en las arriesgadas apuestas especulativas del mundo de la banca de inversión (en particular, el problema de la Glass-Steagall es hoy peor de lo que era antes de la crisis financiera, tras la adquisición por parte de JP Morgan de Bear Stearns y después de que el Bank of America se hiciera con Merrill Lynch). Además, no sólo necesitamos restablecer la Glass-Steagall sino inculcar sus principios subyacentes a todo el programa de regulación financiera. Los bancos comerciales no deberían dedicarse al negocio de la especulación. Tienen ya trabajo concediendo créditos a la economía real y a eso es a lo que deberían dedicarse. Su labor no consiste en apostar con derivados y otros exóticos instrumentos financieros.
En tercer lugar, las gigantescas instituciones financieras ejercen demasiado, y ya sólo por esa razón es necesario desguazarlas.
En cuarto, nos hace falta una amplia reforma en el terreno del dinero y la política. Precisamos de financiación pública para las regulaciones del Congreso, en formas aún más contundentes respecto al cabildeo, y estrictas restricciones que cierren las puertas giratorias por las que se mueven quienes pasan de puestos de la administración a otros del sector.
Un año atrás, conforme se desarrollaba la crisis, parecía muy verosímil que se debatieran estas reformas en el Congreso. Hace tres meses, daba la impresión de que Wall Street había maniobrado con éxito para dejarlas fuera de juego. Pero se va asentando en el Congreso el reconocimiento de que las reformas reguladoras puestas sobre el tapete no consiguen enfrentarse a los problemas de tamaño y estructura del sector, y que puede que haya que pagar un precio político oneroso a causa de esa incapacidad. De repente, parece que el sentido común puede ser de nuevo políticamente viable.
Robert Weissman, abogado formado en Harvard, es presidente de Public Citizen, organización cívica fundada por Ralph Nader en 1971, y que bajo el lema «proteger la salud, la seguridad y la democracia», ejerce una labor de vigilancia crítica sobre los poderes públicos y los grupos de presión norteamericanos.
Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón