El drama de Haití y del régimen de Aristide que implica no pocos peligros para Cuba y Venezuela, es el punto final del Standard Operating Procedure (SOP, procedimiento operativo estándar) de Washington contra los gobiernos populares latinoamericanos: la subversión-destrucción. La fase terminal de esa estrategia se observa en Haití, su estado inicial en la Argentina […]
El drama de Haití y del régimen de Aristide que implica no pocos peligros para Cuba y Venezuela, es el punto final del Standard Operating Procedure (SOP, procedimiento operativo estándar) de Washington contra los gobiernos populares latinoamericanos: la subversión-destrucción.
La fase terminal de esa estrategia se observa en Haití, su estado inicial en la Argentina de Néstor Kirchner y su fase media en la Venezuela del gobierno de Hugo Chávez.
A veces, esa política termina con la muerte del protagonista latinoamericano, como fue el caso de Salvador Allende. En otras circunstancias el protagonista logra exiliarse, como el presidente guatemalteco Jacobo Arbenz. Un tercer escenario es la «reeducación» del protagonista criollo dentro del imperio y el posterior reciclaje político en su país de origen, que fue el caso de Aristide en Haití y de Michael Manley, en Jamaica.
Independientemente del desenlace que produce la Standard Operating Procedure de Washington en nuestros países, la tarea inicial del complejo industrial-militar-subversivo de Estados Unidos siempre es la misma: amansar a un líder o movimiento social que ha llegado al poder por vía de las elecciones o por la vía de los hechos, y cuya agenda política no refleja los intereses de Washington.
El primer intento de dominar esos movimientos y líderes es la cooptación y la corrupción. Cuando tal procedimiento no es efectivo, la política de subversión-destrucción es activada.
En Haití, el drama, cuyo último acto estamos observando, empezó a desarrollarse en 1986, cuando el pueblo haitiano logró expulsar al dictador «Baby Doc Duvalier», terminando una historia de siglo y medio de intervenciones militares estadounidenses y de regimenes de terrorismo de Estado, al servicio de los intereses de Washington.
Al romperse la cadena neocolonial gringa, que mantuvo al pueblo haitiano en la miseria, se abrió un vacío de poder, en el cual la estrella de un cura salesiano de barrio, Jean-Bertrand Aristide, empezó a brillar entre los desposeídos.
Con un discurso basado en la teología de la liberación y su opción preferencial para los pobres; reclamando el soberano derecho del país a la autodeterminación frente al dominio estadounidense y con «una retórica apasionada que a veces incitaba a la violencia entre las clases», como notaba el The Wall Street Journal con cierta preocupación, Aristide se convirtió en tribuno popular y esperanza de cambio de las mayorías.
Las elecciones de 1990, las primeras elecciones libres en 187 años, comprobaron que contaba con el abrumador apoyo del pueblo. Habiendo sobrevivido a varios intentos de asesinato de los paramilitares de derecha y habiendo sido expulsado en diciembre de 1988 de la orden salesiana a instigación del nuncio apostólico, con la acusación de incitar a la violencia, Jean-Bertrand Aristide obtuvo el 67,5 por ciento de los votos emitidos. El candidato de Washington y ex funcionario del Banco Mundial, Marc Bazin, apenas consiguió el 15 por ciento del sufragio.
Los resultados prendieron los focos rojos en la Casa Blanca que puso en operación un plan de subversión-destrucción del gobierno popular que dio resultados en siete meses. El nuevo presidente, mayoritariamente electo, tomó posesión en febrero de 1991, tan sólo para ser derrocado el 30 de septiembre por un sangriento golpe militar.
Al plan subversivo de desestabilización postelectoral antecedía un plan de intervención preelectoral que utilizaba diferentes medidas, para acabar con el cura rebelde que trataba de implementar lo que Washington consideraba un «modelo populista» de democracia, es decir, una democracia con participación de los de abajo.
El Fondo Nacional para la Democracia (NED), brazo público subversivo internacional del Partido Republicano y Partido Demócrata estadounidenses, apoyó económicamente a los partidarios de Bazin y ex miembros de la dictadura duvalierista, para impedir el triunfo electoral de Aristide. Con el mismo propósito, el NED financió también estaciones de radio que demonizaron la candidatura de Aristide.
La Central Sindical estadounidense AFL-CIO colaboró, a instancias del Departamento de Estado, en el financiamiento de sindicatos de derecha, algunos con influencia directa de la policía secreta de Duvalier, y la oficial Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID) subsidió y asesoró a las fuerzas de derecha proclives a Estados Unidos.
Todas esas medidas no impidieron el triunfo de Aristide y su toma de posesión en febrero de 1991. Ante la derrota de Bazin y el «peligro» de la democracia popular, Washington organizó un golpe de Estado que pondría fin al experimento del cura en la isla. A la cabeza del golpe estaba el narco-general y colaborador de la Central de Inteligencia estadounidense (CIA), Raúl Cedrás, formado en la notoria Escuela de las Américas (SOA) en Fort Benning, Georgia.
Su mano derecha era el Coronel Michel-Joseph Francois, entrenado también en Fort Benning. Juntos con Emmanuel Constant, otro agente de la CIA, controlaban dos instituciones fundamentales para la destrucción del gobierno democrático de Aristide: el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) y los escuadrones de la muerte, conocidos como FRAPH. Ambas instituciones habían sido creadas y mantenidas por la CIA.
En las dos primeras semanas del golpe, más de mil personas perdieron la vida en una campaña de terrorismo de Estado que destruía sistemáticamente a las organizaciones populares y democráticas que habían apoyado a Aristide. Cuando terminó el terror, Cedrás y Francois habían asesinado a más de cuatro mil haitianos.
El gobierno de Bush padre, en contubernio con los grandes medios estadounidenses, inició inmediatamente una campaña propagandística contra el presidente derrocado que lo hacían responsable de lo ocurrido por sus «violaciones a los derechos humanos», tal como sucedió también durante el golpe de Estado contra Hugo Chávez.
La Organización de los Estados Americanos (OEA), a su vez, decretó un bloqueo contra los golpistas que nunca fue aplicado seriamente, ni por las potencias europeas ni por Washington.
En febrero de 1992, Bush levantó prácticamente el bloqueo contra los golpistas, apoyado por un ferviente parlamentario del Partido Demócrata: Robert Torricelli. Mientras Torricelli reforzaba brutalmente el embargo contra Cuba, esperando poder aprovechar la caída de la Unión Soviética para destruir a la revolución cubana, obraba con la misma energía a favor del levantamiento del embargo contra los golpistas de Haití. En ambos casos, tuvo éxito: mientras la agresión contra Cuba recrudeció, el boicot contra Haití fue cancelado.
Ante la fuerza de los acontecimientos, Aristide se quebró. Firmó un «acuerdo de unidad nacional» que no le dejó más que una función simbólica en el gobierno y el de facto exilio en los Estados Unidos, mientras que el pelele de Washington, Marc Bazin, asumió el poder en junio de 1992, con la bendición pública del Vaticano, de la Conferencia Episcopal haitiana, de la elite nacional y del imperio.
La traición y degeneración de Aristide, llevadas a su paroxismo en el exilio estadounidense, junto con la sistemática destrucción del movimiento popular en Haití y un éxodo masivo de setenta mil haitianos en dos años, crearon las condiciones para regresar al, ahora, inocuo líder a su país. 25 mil soldados estadounidenses, enviados por William Clinton restablecieron al legítimo presidente en el poder.
Mientras Francois se refugió en la República Dominicana y posteriormente en San Pedro Sula, Honduras, donde gastó los millones de dólares obtenidos del terror y del narcotráfico con los cárteles colombianos, Cedrás se fue, junto con el ex jefe del ejército, Biambi, a vivir a la Ciudad de Panamá, gozando de las mismas amenidades que su cómplice asesino Francois.
El vuelo al exilio panameño fue cortesía del gobierno de Clinton que garantizó el transporte seguro de Cedrás y Biamby a Panama, donde les esperaba una mansión en la playa con los gastos costeados por Estados Unidos, junto con algunas otras amenidades imperiales.
Aristide, mientras, regresaba a un país devastado que conservaba, sin embargo, en sus sectores populares la imagen de «El Salvador»; imagen que correspondía ya en nada a las potencialidades objetivas y subjetivas del proyecto histórico que representaba en 1990.
El proceso de demolición de su régimen y de su personalidad había sido profundo y tenía que terminar inevitablemente en su expulsión por las mismas fuerzas populares, que tres lustros antes lo habían llevado al poder. Esto es lo que estamos observando actualmente y este es el resultado que Washington deseaba obtener.
No hay mejor forma de matar a un mito popular que hacerlo matar por el propio pueblo. Esto es lo que Washington hizo con el ex coronel Lucio Gutiérrez en Ecuador. Su corrupta actuación presidencial ha desacreditado a las Fuerzas Armadas como posible vanguardia de un proceso nacionalista; el apoyo de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) a Gutiérrez ha generado la misma desacreditación para el movimiento indígena y la entrega de bases militares y de la soberanía militar al Pentágono ha cumplido las más sentidas expectativas de Washington para con el Plan Colombia.
El coronel ha cumplido su papel histórico para el imperio. Lo único que le espera es una patada y el exilio. Y lo mismo es valido para el cura: se ha vuelto superfluo y desaparecerá de la escena, antes de lo que él se imagina.
El escenario respectivo es previsible. Se llegara, bajo los auspicios de Washington, Francia, el CARICOM o la OEA a un nuevo «acuerdo de unidad nacional», cuyas elecciones llevarán a algún títere de Washington a la presidencia.
Si bien la Plataforma Democrática de las organizaciones civiles tiene cierta fuerza social, el poder reside crecientemente en las formaciones armadas en el norte de Haití que se componen de los viejos torturadores y militares de la dictadura duvalierista que regresan de su cómodo exilio en la República Dominicana —entre ellos, los antiguos líderes de los escuadrones de la muerte (FRAPH), Luis Jodel Chamblain y Jean Pierre Baptiste, y otro sanguinario sicario, el ex jefe de la policía dictatorial, Guy Philippe —unidas a los grupos paramilitares de Aristide que cambiaron de bando.
De tal manera, que en una cruel ironía de la historia el proyecto de dominación en Haití de Bush padre, que motivó el golpe contra Aristide, se ha vuelto absolutamente viable bajo la presidencia de su hijo George: un duvalierismo sin Duvalier.
El presidente James Carter trató de implementar un somocismo sin Somoza, en los últimos días de la dictadura nicaragüense, pero falló, esencialmente por el llamado «trauma de Vietnam». Las posibilidades de Bush júnior de lograr semejante objetivo en Haití, son mucho mejores.
Las implicaciones de la instalación de un eventual gobierno de derecha en Haití son considerables para Cuba, la República Dominicana y Venezuela. La distancia geográfica entre el norte de Haití y el Oriente de Cuba es apenas, 90 kilómetros. Se encuentra también en esas latitudes la base militar de Guantánamo y cualquier éxodo marítimo de Haití podría ser usado por el gobierno de Bush como pretexto para medidas de fuerza en la región.
Se supone que el Departamento de Estado del belicista Colin Powell está preparando ya cincuenta mil camas en la base de Guantánamo, para interna los refugiados haitianos en la isla.
Para Venezuela, el estudio minucioso de la experiencia de Aristide es de vital importancia. El golpe militar de abril del 2002 falló, pero el plan de subversión-destrucción sigue en marcha.
El reconocimiento público del funcionario del Departamento de Estado, Peter Deshazo, de que la CIA financia a los mercenarios de Washington en Venezuela; los más de ochenta asesinatos de líderes campesinos y líderes populares durante el gobierno bolivariano; el continuo envío de armas a los paramilitares venezolanos y las crecientes agresiones de los paramilitares colombianos demuestran que Washington procede sin cuartel para destruir al gobierno de Hugo Chávez.
Dado que la estrategia de la «reeducación» y del «reciclaje» al estilo Aristide no funcionará en el caso de Hugo Chávez, el conflicto en Venezuela es antagónico. Por lo mismo, una derrota de las fuerzas populares tendría un costo humano extremadamente alto, como muestran las experiencias de Chile y Haití.
¡Están condenados a triunfar!