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Detrás del Plan Puebla-Panamá

Fuentes: ALAI NET

Contraponer el mundo de arriba con el mundo de abajo, las pesadillas norteñas con los sueños guajiros y la globalidad hegemónica con las tercas utopías tropicales significa cuestionar la nueva colonización agazapada tras megaproyectos como el Plan Puebla-Panamá, a partir de las experiencias autonómicas y autogestionarias desarrolladas en la región Sur es el planeta profundo. […]

Contraponer el mundo de arriba con el mundo de abajo, las pesadillas norteñas con los sueños guajiros y la globalidad hegemónica con las tercas utopías tropicales significa cuestionar la nueva colonización agazapada tras megaproyectos como el Plan Puebla-Panamá, a partir de las experiencias autonómicas y autogestionarias desarrolladas en la región

Sur es el planeta profundo. Bautizado y acotado por un norte expansivo y colonizador que de arranque definió el arriba y el abajo del mapamundi, sur es un concepto geográfico pero también simbólico. Una alegoría que enlaza naturaleza pródiga con indigencia social, vegetación opulenta y lujuriosa con humanidad inerte, perezosa, incontinente, bárbara… Que asocia el sol canicular con el ánimo bullicioso, con la liberación de los impulsos reprimidos, con el lado femenino y desfajado, con la imaginación y el sueño, con el inconsciente, con la revolución, con la utopía.

El sur americano, y en particular su amplia franja equinoccial, es el subcontinente rural y campesino, la América de los indios y los negros, la periferia por antonomasia. Pese a que desde hace rato los presidentes de nuestra República sueñan en inglés, el sur todavía empieza en el río Bravo; pero el México equinoccial y Centroamérica son el sur del sur, el subdesarrollo subdesarrollado. Algunos piensan que se trata de un ámbito marginal, un arrabal incómodo y prescindible en un mundo cada vez más norteado y excluyente donde hasta la agricultura que cuenta es primermundista y el grueso del comercio fluye entre países industrializados.

Sin embargo, la presunción de que la cintura del continente es irrelevante para el capital no se sostiene. Además de agroexportadora de cultivos de plantación -el proverbial banano y sus semejantes-, la zona resultó escondrijo de recursos estratégicos: petróleo, gas natural y minerales no metálicos, mantos de valiosa agua subterránea y ríos de alto potencial hidroeléctrico, bosques maderables pero también generadores de los llamados servicios ambientales, potencial pesquero de agua dulce y salada. Y por sobre todo, biodiversidad: profusión de flora, fauna y microorganismos, con frecuencia endémicos, de interés creciente para la pujante ingeniería genética, y de importancia decisiva para el gran capital, dada la progresiva biologización de la actividad productiva. A esto hay que agregar que por naturaleza e historia, Mesoamérica y el Caribe son ámbitos de privilegio para los servicios turísticos. Pero más allá de sus recursos naturales y culturales, por su ubicación geográfica el istmo es insoslayable corredor del ingente comercio que fluye de la Costa Este de Estados Unidos al Pacífico buscando rutas que esquiven los Apalaches y las Rocosas. Por último, subempleada y a la intemperie, la mano de obra mesoamericana resulta muy atractiva a un capital que segmenta los procesos productivos desperdigándolos por todo el planeta.

Si queremos un futuro habitable para Mesoamérica, de arranque necesitamos repensar la relación entre el norte y el sur. El modelo concéntrico del mundo, que concibe el progreso planetario como obra de sucesivas oleadas civilizatorias provenientes de unos cuantos polos metropolitanos, está en crisis. La modernidad que queremos no es la que se difunde desde un centro, como las ondas que provoca en el estanque la caída de una piedra. Proverbial ámbito de descubrimiento y colonización, el sur viene de regreso. Y no se trata sólo del multitudinario éxodo sudaca que fluye a contrapelo de las viejas migraciones, se trata también de la colonización de los imaginarios norteños por la cultura tercermundista, del cerco espiritual a las metrópolis por un sur que exporta paradigmas y utopías como antes exportaba grana cochinilla y maderas preciosas.

Pero tampoco se trata de invertir la metáfora y voltear el mapamundi. El reto de la globalización alternativa es erradicar las hegemonías y el pensamiento único; es concebir y edificar un mundo descentrado o multicéntrico, al modo del estanque acribillado por la lluvia donde se cruzan incontables ondulaciones. Y para transformar la globalidad hegemónica en una red de redes es necesario subvertir ideas rancias. Por ejemplo, la de que así como hay hombres centrales y modernos, otros somos periféricos y anacrónicos, es decir que el mundo se divide en los privilegiados del norte que viven en el presente y los desahuciados del sur que habitamos el pasado; cuando lo cierto es que en el tiempo de la comunicación instantánea y los éxodos planetarios todos somos rigurosamente contemporáneos… En el mundo de la absoluta interioridad o nos salvamos todos o no se salva ni dios. Otra idea a desechar es el socorrido prejuicio de que la economía es dura y la sociedad blanda, de modo que las aspiraciones humanas deben plegarse al inapelable fallo del mercado. Es más, piensan algunos, si el mercado ha de proveer, las aspiraciones humanas salen sobrando. Lo cierto es que en la centuria pasada imperó la desalmada economía, nos toca a nosotros domesticar producción y circulación, haciendo del XXI el siglo de la sociedad.

La América de enmedio

Formada por Panamá, Costa Rica, Honduras, Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Belice, y los estados mexicanos de Campeche, Yucatán, Quintana Roo, Chiapas, Tabasco, Oaxaca, Guerrero, Puebla y Veracruz, la región se extiende sobre 102 millones de hectáreas, donde habitan 64 millones de personas, de las cuales casi la mitad vive en el campo, alrededor de 40% trabaja en la agricultura y 18% es indígena. Pero la más destacable y compartida seña de identidad es que más de 60% de los mesoamericanos son pobres. Miserables en medio de una alucinante riqueza biológica: mil 797 especies de mamíferos, 4 mil 153 de aves, mil 882 de reptiles, 944 de anfibios, mil 132 de peces, 75 mil 861 de plantas, e incontables microorganismos, configuran un opulento corredor biológico en proceso de formalización internacional. Sin embargo, tanto la flora como la fauna son depredadas para la venta ilegal de mamíferos, reptiles y plantas, sobre todo orquídeas. El bosque se pierde aceleradamente: 11 millones de hectáreas entre 1992 y 1996. Deforestación que es particularmente grave en la porción mexicana: en 1960 la selva Lacandona tenía 1.5 millones de hectáreas arboladas y 12 mil habitantes, hoy le quedan 325 mil hectáreas con árboles pero la ocupan 215 mil habitantes. Esta riqueza biológica es posible, entre otras cosas, por la abundancia de agua dulce, que en sí misma es un recurso estratégico.

En lo tocante a la actividad económica extrovertida, si ponemos aparte el petróleo mexicano y la producción industrial en estados como Puebla y en menor medida en Costa Rica, la zona es abrumadoramente agroexportadora. Renglón donde destacan el café, que prácticamente todos los países de ahí producen; el azúcar, que es importante para México, Guatemala, Belice, Honduras y Nicaragua; el plátano, relevante para Costa Rica y México; y la carne, que comercializan Panamá, Costa Rica, Nicaragua y México. Recientemente se han establecido en Mesoamérica vertiginosas plantaciones forestales; México sólo dispone de 60 mil 700 hectáreas de bosques artificiales, mientras que la mayor parte, 256 mil 650, corresponden al resto de los países centroamericanos, particularmente a Costa Rica y Guatemala. Otra actividad importante volcada al exterior es el turismo, pues llegan a la región alrededor de 5 millones de visitantes al año. Sin embargo, la presunta ventaja comparativa de la zona es su maldición, pues en los últimos años han caído los precios de los productos agrícolas tropicales, ocasionando un déficit de 23 mil 600 millones de dólares, apenas compensado por las inversiones extranjeras directas y los créditos.

En cuanto a la economía introvertida, los mesoamericanos somos hombres de maíz. Cultivo ancestral que se practica sobre 5 millones 300 mil hectáreas, donde anualmente se cosechan unos 10 millones de toneladas del grano, que con algo más de medio millón de toneladas de frijol, constituye nuestra dieta básica. Aun así, los pueblos de la América de enmedio viven en vilo, al borde del desastre: cuando no caen los precios del café, el azúcar o el banano, sofocan a la región sequías como la de 1994 o la sacuden huracanes con nombres en inglés como Lily, George y Mitch.

Aunque también entre los mesoamericanos hay clases, y la relación económica entre México y los países de Centroamérica es profundamente asimétrica: por cada dólar en mercancías que las siete economías ístmicas exportan a México, importan bienes de ese país por cuatro dólares. Por otra parte, para México esta relación comercial es poco relevante, pues por cada dólar de exportaciones que envía a los siete vecinos del sur, factura 11 a los dos socios del norte, y en cuanto a las importaciones mexicanas, el porcentaje de origen centroamericano es insignificante. Las economías de los países pobres miran hacia arriba y la articulación entre Mesoamérica y Norteamérica, con México como gozne, confirma la aseveración. Pero si México se mundializa económicamente hacia el norte, socialmente está englobado en el sur.

Conforme nos alejamos de Estados Unidos, aumenta la temperatura, bulle la vegetación, menudean los baches y se encona la pobreza. Un buen indicador de este descenso en los infiernos sociales es el jornal. Un hombre no vale lo mismo en el norte que en el sur. El salario mínimo por hora en Estados Unidos es de 5.15 dólares, mientras que en México es de 35 centavos de dólar, 14 veces menos, aunque en el caso de los sueldos industriales la diferencia es de solamente uno a 10. Pero estas son engañosas medias nacionales, y el sur es sobre todo campo, ámbito donde las remuneraciones son aún más bajas pues 70% de los ocupados gana menos del salario mínimo…

Y si los salarios bajan con la latitud, los trabajadores remontan el continente rumbo al norte. Es la ley del mercado, que no puede ser bloqueada por la cruenta Línea Maginot en que se ha transformado la frontera norte.

Pero aun entre los damnificados del sur hay diferencias. La pobreza está generalizada, pero el sur es más pobre que el norte, el campo más que la ciudad, los indios más que los mestizos, las mujeres más que los hombres y los jóvenes más que los adultos.

La gran marcha al norte dramatiza esta situación, pues México y Centroamérica comparten la condición de expulsores de fuerza de trabajo y generan más de la mitad del total de migrantes indocumentados en Estados Unidos. Así, de cada 100 fuereños sin papeles, 70 son latinos, y de ellos 40 son mexicanos, 10 salvadoreños, cuatro guatemaltecos, dos nicaragüenses y dos hondureños. Ahí sufren vejaciones todos por igual, pero también el curso latino de su éxodo es un infierno. El tratamiento que reciben en nuestro país los migrantes sudacas documenta el verdadero talante de las autoridades mexicanas. Con la diáspora en tránsito, el gobierno de México no actúa como hermano mayor de los centroamericanos, sino como cancerbero de los estadunidenses. Malos modos aparte, en 1995 deportó a 105 mil 932, en 1996 a 110 mil 484, en 1997 a 86 mil 973, en 1998 a 118 mil 786, en 1999 a 131 mil 486, en 2000 a 168 mil 755, y en los primeros meses del 2000 la migra morena envió de regreso a casi 30 mil.

Megaplanes

A Mesoamérica le urge el desarrollo, y si algunos piensan que el PPP es una amenaza otros creen que al mismo tiempo es una oportunidad. En todo caso, si no queremos que el ciclo de la colonización salvaje se repita, debemos asumir que la inversión es necesaria para el desarrollo pero no suficiente, y que atraer capital a como dé lugar, solapando su proclividad depredadora de hombres y recursos naturales, no genera bienestar social sino todo lo contrario. Pero los nuevos promotores de la modernidad no sólo no aprenden de la historia, ahora tratan de sustentar la política de captar ahorro externo a toda costa, con la peregrina teoría de que una cosa es desarrollo económico y otra muy diferente desarrollo social.

Así, Santiago Levy sostiene que respecto de la problemática del sureste hay «dos puntos de vista», el que enfoca «sus condiciones de pobreza y marginación» y el que considera la «producción», y que entre ellos la conexión «dista de ser total», porque si en una región no hay actividades que generen ingreso, la gente se va y con ella emigra la pobreza; por otra parte, generar «polos de desarrollo» en una zona marginada atrae trabajadores calificados de todo el país, pero no emplea satisfactoriamente a los locales. Entonces, dado que «la creación de un polo de desarrollo en una región atrasada no resuelve necesariamente sus problemas de pobreza… el diseño de políticas públicas para el sureste debe separar los objetivos de combate a la pobreza de los de desarrollo regional, debido a que los instrumentos a utilizar en cada caso no son los mismos, al menos en el corto plazo». Más adelante reitera: «… impulsar el desarrollo de Chiapas, y del sureste en general, debe separar los objetivos de combate a la pobreza de los del desarrollo regional…» Y explica: «Para combatir la pobreza se cuenta con los instrumentos de política social… (en cambio el)… diagnóstico presentado… sugiere… que las políticas públicas han reprimido el desarrollo productivo del sureste al anular, en gran medida, sus ventajas comparativas. Por ello, argumentamos que existe un amplio espacio para diseñar una política que libere el potencial productivo de la región».

Las «inversiones en capital humano» ?que en realidad son gasto asistencial focalizado e individualista, como el Progresa del que Levy es inspirador? son los «instrumentos de política social» con que ya «se cuenta»; de modo que ahora lo que falta es promover la inversión desmecatada de capital, sin inútiles y molestas consideraciones societarias.

A esta posición se contraponen los planeamientos del senador priísta Carlos Rojas, que en la exposición de motivos de su Iniciativa del sur, enfocada a Chiapas, Oaxaca y Guerrero, argumenta: «México sigue siendo… ejemplo… de la incapacidad para articular plenamente la política económica y el desarrollo social». Y más adelante dice que «se requiere una estrategia en la que el desarrollo regional sea concebido como un proceso complejo, en contraste con otros enfoques que centran sus acciones en aspectos únicos como la infraestructura o la sola asistencia social». Cuadros destacados del viejo régimen, Rojas y Levy representan las dos tendencias que coexistieron en los últimos años del sistema de partido de Estado: el clientelismo social y la conversión neoliberal de la economía. Conceptualmente Rojas tiene razón cuando propone la integralidad del desarrollo regional y cuestiona los enfoques que separan la promoción de la producción mediante infraestructura, del gasto social asistencialista. El problema es que el hoy senador sigue identificado con la visión clientelar de las políticas públicas, es principal responsable de la incorporación del tristemente famoso apartado B del artículo 2o. de la ley indígena pergeñada por el Senado y recientemente ha defendido la continuidad en Chiapas del Programa de Las Cañadas, del que fue autor, cuando todos cuestionan su carácter contrainsurgente y efectos divisionistas. En cuanto a Levy, resulta sintomático que siendo preclaro representante de las «alimañas, víboras prietas y tepocatas» responsables según Fox del desastre social de las últimas dos décadas, haya sido recuperado, no sólo como director del IMSS, sino como ideólogo de la nueva colonización del sureste. Así, Santiago Levy resulta un brillante tecnócrata de carrera, capaz de servir con prestancia a gobiernos de distinto signo político, con tal de que mantengan las mismas premisas económicas neoliberales.

El documento difundido en marzo de 2001 con que el PPP hace su presentación formal es un claro ejemplo de doble discurso. En el llamado Documento base coexisten dos planteamientos: el desarrollo social paternalista y clientelar, sustentado en programas de servicios y asistencia, y la colonización salvaje con capital trasnacional, propiciada por el Estado mediante garantías, infraestructura y facilidades. El primero se origina en la vertiente populista y pronasolera del viejo régimen, retomada por el foxismo mediante Florencio Salazar, y por el PAN con la alianza de los senadores Carlos Rojas y Diego Fernández en torno a la ley indígena. La segunda proviene también del viejo régimen, pero de la tecnocracia neoliberal, recuperada por el foxismo a través del secretario de Hacienda Francisco Gil y de Levy.

Hemos dicho ya que el núcleo duro de la propuesta es la nueva colonización, pero esto no significa que la faceta de desarrollo contrainsurgente y control social sea una simple cortina de humo. El Documento base del PPP identifica como debilidades de la zona: «Inversión extranjera directa discontinua y con un horizonte de corto plazo, por la percepción de un alto riesgo-región, tanto físico como político». Y como amenazas: «Desigualdad creciente entre pobres y ricos… con el consecuente incremento de tensión social». De ahí la necesidad de una política social de contrainsurgencia y control, que permita manejar la «tensión social» y reduzca el «riesgo» político.

Sin embargo el PPP apuesta centralmente al crecimiento económico extrovertido, con gasto social de contención, y para este crecimiento confía en el capital y en particular en el capital extranjero. Así, el mencionado documento está lleno de promesas al gran dinero. Porque el ahorro externo está muy peleado y es sabido que lo único más asustadizo que un dólar son dos dólares. En cambio, prácticamente no hay una sola referencia al mercado nacional, y fuera de los cuadros estadísticos y una mención en la página 28, no se habla del sector de los pequeños y medianos cultivadores, contingente decisivo en granos básicos pero también en siembras comerciales. Y es en estos énfasis y omisiones donde el documento enseña el cobre.

Ni el gasto público, social y en infraestructura, ni los proyectos con dineros de la banca multilateral, ni las inversiones privadas, son por principio indeseables. Al contrario, deben incrementarse significativamente, pero siempre vinculados con políticas de fomento al sector social de la producción, tanto familiar como asociativo. Y es este sector el que necesita «incentivos», «eliminación de obstáculos», «seguridad, estabilidad y certidumbre» en lo tocante a políticas públicas. Pues la suya es una producción socialmente necesaria, tanto en términos de autosuficiencia alimentaria como de generación de empleo, y por tanto, de soberanía laboral. Es también un sector con experiencias exitosas y propuestas viables: tecnologías sustentables, proyectos integrales de desarrollo, formas de organización económica solidarias y más o menos equitativas.

Menos riguroso que Levy, el responsable del PPP Florencio Salazar insiste en que atraer inversiones es, sin más, sinónimo de bienestar social, y destaca la creación de empleo en dos rubros: maquiladoras y agricultura. Así, el Presupuesto de Egresos para 2001 habla de que en este año se crearán «37 mil empleos bien remunerados» en las maquiladoras del sureste, cifra de por sí poco realista en tiempos de desaceleración de la economía estadounidense y cuando la tasa de crecimiento de la industria del montaje disminuye a la mitad, pero que el responsable ya elevó a 50 mil en declaraciones del 24 de abril. Metas aparte, lo dudoso es que se trate de «empleos bien remunerados», pues las 337 empresas de ese tipo que ya existen en la región ?el 10.3% del total nacional? pagan sueldos 30% menores a los de sus semejantes del centro, y 40% más bajos que las plantas fronterizas. Pero la promesa más discutible es la creación de empleos agropecuarios, pues «… arrendar grandes extensiones de tierras… para establecer una agricultura de plantación… donde se cultiva, en forma tecnificada, un único producto de tipo perenne… por parte de agentes económicos dotados de amplios recursos financieros» (Levy) quizá permita explotar las «ventajas comparativas» regionales, «reprimidas» por las «políticas públicas», pero no generará más y mejor empleo agrícola que el actual.

Contra pesadillas norteadas, sueños guajiros

Algunos dicen que el plan con maña de los megaproyectos del sur es frenar el éxodo a Estados Unidos, mediante corredores transversales sustentados en vías interoceánicas de comunicación y plagados de servicios comerciales y maquiladoras. De ser así, debo reconocer que por fin coincido en algo con esas intenciones. Porque, efectivamente, hay que detener las compulsiones migratorias de los surianos; afán que desgarra tanto familias como culturas y amenaza con vaciar nuestros países. Los viajes ilustran, pero no cuando son el peregrinar de la miseria. De modo que, en efecto, los mesoamericanos deben ser retenidos en sus lugares de origen, pero no interceptados por los corredores maquileros al uso: infiernos sociales cuyas mayores ventajas comparativas son los laxos y soslayables controles ambientales y las luidas y transgredibles regulaciones laborales. Parar la migración económica compulsiva es restaurar la esperanza en un futuro regional habitable. Y en este futuro habrá producción agrícola, agroindustria y servicios; como habrá industria, incluyendo maquiladoras. Lo que no puede haber son condiciones laborales dignas de la Inglaterra del siglo XIX, saqueo de los recursos naturales como en tiempos de las Compañías de Coloniales de Ultramar y trabajo agrícola forzado como el de las plantaciones y monterías del porfiriato.

Si atraer inversión a costa del ecocidio y la ignominia social es inadmisible, también lo es el rechazo por principio a la expansión del capital realmente existente, cuando éste genera las únicas fuentes de trabajo disponibles para muchos mexicanos. Proponer una política de soberanía laboral que nos permita retener a los migrantes con opciones dignas no significa descalificar la migración ni satanizar sus destinos de trabajo; y de la misma manera reivindicar los buenos salarios y las cadenas productivas integradas que nos reportarían un mercado interno dinámico, en vez de una economía donde sólo crece el sector exportador, no significa exorcizar la industria del montaje, y menos cuando es casi la única que está generando empleos adicionales. En la última década del siglo XX nuestra economía creció en promedio al 3% anual, mientras que las exportaciones lo hacían al 15%, lo que significa que el sector de mercado externo, en particular la maquila, ha generado las únicas opciones de ingreso disponibles para los nuevos buscadores de empleo, cuyo número ha crecido más que la población y más que la economía. Los campos de concentración maquilera son un purgatorio, pero sin ellos estaríamos en el infierno del desempleo galopante. La situación laboral es ciertamente insostenible y se impone el viraje hacia un desarrollo más equilibrado y equitativo. Pero, entre tanto, el éxodo económico y la industria del montaje intensiva en mano de obra seguirán siendo destino irrenunciable para numerosos mexicanos y mexicanas de a pie. Sin duda hay que denunciar la migración criminalizada y el régimen carcelario en las fábricas, pero también hay que luchar porque se humanicen estos trances, que para muchos son forzosos. Porque revolución ya no mata reforma, y mientras son peras o son manzanas, el añejo modelo económico se aferra, y las maquileras derrengadas y los indocumentados muertos siguen ahí.

No se trata, pues, de rechazar por principio las inversiones. El problema está en reducirlo todo a la creación de «polos de desarrollo», donde quizá se aprovechen las «ventajas comparativas» en términos de recursos locales, pero que difícilmente responderán a los requerimientos sociales de la región, de modo que la mayor parte de la gente seguirá siendo pobre, marginada y migrante. Y lo será aún más si, con tal de no «reprimir» el «potencial productivo», se propicia la concentración de la tierra vía venta o renta, y las grandes plantaciones celulósicas, huleras, de palma africana o de otro tipo, arrasan con lo que resta de la economía campesina. Estos «polos de desarrollo» serán, entonces, auténticas economías de enclave, arrimadas sin duda al mercado mundial pero de espaldas a la sociedad local. Tiene razón Levy: siguiendo este modelo, con el desarrollo económico del sureste no remite la pobreza social del sureste, al contrario, aumenta.

¿Qué hacer entonces? ¿Tratar de compensar el daño con gasto social asistencialista y focalizado, que al formar «capital humano», en el largo plazo les permita a los locales sobrevivientes aprovechar las «oportunidades» del crecimiento? ¿Oponerse a todo desarrollo económico pues resulta intrínsecamente maligno? Pienso que la salida está en repensar la economía y su estatuto, para que, escapando de la presunta dictadura del mercado, podamos hacer del fomento productivo no un fin en sí mismo sino una palanca del desarrollo social. Y para esto no hace falta negar de manera voluntarista las «ventajas comparativas». Las «señales del mercado» son, sin duda, condicionantes de toda política de fomento que se respete, premisas duras de cualquier estrategia de desarrollo, pero los valores y objetivos del proyecto deberán ser de carácter social. La función del Estado no es ser el croupier que sirve cartas marcadas a los tahúres del gran dinero y la política económica no está para hacerle los mandados al mercado. Necesitamos una economía del sujeto y no del objeto, una economía que se ocupe de necesidades y potencialidades humanas y no sólo de mercancías, una economía moral. Y esta economía ya existe, no en los megaproyectos gubernamentales, pero sí en la lógica de la producción doméstica rural, en la vida comunitaria, en las prácticas de algunas organizaciones campesinas.

Contraponer el mundo de arriba con el mundo de abajo, las pesadillas norteñas con los sueños guajiros, la globalidad hegemónica con las tercas utopías tropicales, significa cuestionar la nueva colonización, agazapada tras megaproyectos como el Plan Puebla-Panamá, a partir de las experiencias autonómicas y autogestionarias desarrolladas en la región. La estrategia fuerte de la alianza social Panamá-México que necesitamos radica en confrontar el modelo globalizador dominante con opciones edificadas por los propios productores. Porque el mentís más categórico a los profetas del libre mercado no son tanto los contraproyectos de escritorio como las alternativas societarias hechas a mano. Alternativas que están en todas partes, pero en el caso mexicano han tenido un despliegue excepcional en el movimiento autonómico indígena y en las organizaciones de los pequeños productores, particularmente los cosechadores de café. Emancipadas del yugo externo y de sus propios demonios, las comunidades indígenas prefiguran formas de convivencia solidarias habitables por todos, y las redes de modestos milperos y huerteros, que a veces se extienden hasta los consumidores primermundistas, son laboratorios de economía moral. En la construcción social de la experiencia, en la invención práctica y colectiva de modelos virtuosos de producción y circulación, es el ámbito donde las ideas neoliberales pueden ser derrotadas, y también donde se está conformando la fuerza social capaz de frenar la globalidad excluyente y construir un orden habitable.