Siempre me ha enternecido profundamente la Navidad, hasta el punto de que, en Londres, cada vez que tenía que efectuar algún servicio en tan entrañables fechas, antes de destripar a mi víctima, le tarareaba un villancico. Y es que la Navidad me inspiraba los más nobles y humanos sentimientos. Lo único que no toleraba […]
Siempre me ha enternecido profundamente la Navidad, hasta el punto de que, en Londres, cada vez que tenía que efectuar algún servicio en tan entrañables fechas, antes de destripar a mi víctima, le tarareaba un villancico.
Y es que la Navidad me inspiraba los más nobles y humanos sentimientos.
Lo único que no toleraba ni en Londres ni en el Caribe era la bulla. De ahí que, supuesto a pasar las Navidades en Santo Domingo, decidí instalarme en una alejada residencia, casi aislada, donde ni siquiera la voceadera de los venduteros me molestara. Como con los años también me he vuelto más permisivo, sobrellevé con educación la inevitable bulla de los únicos vecinos que permito la noche del 31, consciente de que al día siguiente podría recuperar la ansiada calma.
Y en eso estaba, cómodamente recostado en el sofá de la sala, escuchando deleitado a Paganini, mientras el mar aportaba su brisa a una cálida tarde de año nuevo y las avecillas dejaban sentir lejanas su loca algarabía, en el único exceso que toleraba.
De improviso, una terrible explosión, cuyo epicentro estaba debajo de mi ventana, interrumpió la brisa, los trinos de los pájaros, el violín de Paganini y mi levitación en el nirvana.
Antes de que tuviera tiempo a reaccionar, otra explosión, aún peor que la primera, sacudió los cimientos de mi casa y de mi calma. Como pude me asomé a la ventana, mientras se sucedían los estallidos y entonces lo ví. Tenía como diez años el demonio y en la mano un tumbagobierno a punto de explotar.
Pensé en la Navidad, en la inocencia de los niños y oré porque la criatura terminara su surtido de estruendos. Dos explosiones más tarde Dios atendió mis súplicas. Quién no las escuchó fue el padre del niño que salió al parqueo provisto de una docena más de artefactos. Muy correctamente, aproveché para sugerirle al degenerado la posibilidad de que se trasladara un kilómetro más lejos. Le hablé de Paganini, de la brisa, de los pájaros. El sólo me miró como si observará a un extraterrestre y mientras prendía el siguiente tumbagobierno sentenció: «Ay ombe, no me joda, estamos en Navidad»
Y era verdad sí, pero faltaba Herodes. Así que le doné diez pesos al imberbe para que se comprara en el colmado alguna porquería de esas que tanto les gustan y ya a solas con su padre, le incrusté al deslenguado todos los explosivos restantes en salva sea la parte, lo colgué del árbol navideño que había en el parqueo y regresé a mi nirvana para seguir disfrutando Paganini, los pájaros, la brisa…y cierta amortiguada flatulencia proveniente del parqueo.