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Dignidad, entre el Síndrome de Estocolmo y las espuelas de lo abyecto

Fuentes: Rebelión

Serán secuestradores o serán espuelas «hasta enterrarlos en el mar»; según lo queramos, según quiera nuestro pasmo o nuestra rabia, nuestra decisión, nuestro coraje o nuestra ignorancia voluntaria, cobarde y cómplice. Según lo quieran las voces, ya incesantes, de quienes estuvimos allí, en la enorme fiesta de la población, diáfanamente consciente del significado de dignidad. […]

Serán secuestradores o serán espuelas «hasta enterrarlos en el mar»; según lo queramos, según quiera nuestro pasmo o nuestra rabia, nuestra decisión, nuestro coraje o nuestra ignorancia voluntaria, cobarde y cómplice. Según lo quieran las voces, ya incesantes, de quienes estuvimos allí, en la enorme fiesta de la población, diáfanamente consciente del significado de dignidad.

Aunque los orcos babeen sus obscenos y serviles mantras, por todos los medios, aunque repitan el truco recurrente de introducir alborotadores mercenarios, a la hora convenida, en el escenario pactado, aunque aturdan los oídos y los ojos de los telespectadores, negando la luz del día, queriéndonos clavar en la frente la bonanza de sus pantanales y sus inmensas telas de araña, aunque crean convencer a demasiados que los desahucios son justicia distributiva y que la brutal acaparación de la riqueza, por unos pocos, es la justa ley de premiar a los mejores, entre los que un día, sugieren, podríamos encontrarnos (a no ser por la letra pequeña que denuncia nuestros genes y porque jamás, por propia voluntad, compartiríamos sus manteles).

Serán secuestradores en la medida en que nos encojamos y necesitemos las mentiras de que su mundo amarillo del corazón, sus promesas de buena voluntad, protegen nuestro resquicio de porvenir, siempre aplazado, mientras necesitemos seguir creyendo que nuestra paciencia será premiada y nuestra docilidad posibilitará que acaben queriéndonos.

Serán espuelas en la medida en que recordemos lo que significa «enterrarlos en el mar» y con ello nuestra memoria se deje florecer, en vez de ennegrecer; florecer por el entusiasmo contagioso de quienes durante tanto tiempo sostuvieron los versos y su promesa pendiente, su potencialidad de reunirnos en torno a nuestras propias fuerzas, recién descubiertas que son tantas.

Serán secuestradores, secuestradoras de melena rubia y cantos de sirena fabricados por Loewe en tanto que sigamos envidiando su poder, en tanto que lo siniestro siga teniendo el enorme poder de atracción del fondo de los pozos y de los abismos y de las horribles heridas abiertas y de la culpabilidad sembrada en nuestras conturbadas inocencias por los crucifijos cómplices de dedos enjoyados y ávidos de los primeros escalofríos infantiles.

Serán espuelas en la medida en que no nos dejemos convencer de que nuestros prójimos son rivales a batir en la carrera por la supervivencia. Sobrevivir se hace en el zulo, mientras se mantiene el esfuerzo por agarrarse a los sueños de un afuera. Vivir no se puede situar permanentemente en el mañana posible si no se pelea desde el ahora, desde cada ahora.

Son espuelas cada exabrupto de los nazis que nos continúan gobernando y de cada uno de sus voceros. Son espuelas cada una de sus provocaciones, de sus afrentas a la colectividad que nos une, de sus desprecios de cada uno y cada una de los más débiles que ellos sangran. Son espuelas sus aprecios excesivos de sus dueños y dueñas que decretan nuestro lento exterminio. Son espuelas porque comprobamos que su presión acrecienta el clamor de los presuntamente vencidos, y crece y crece la dignidad, la dignidad, nuestra dignidad solidaria que es su veneno.

Vale la pena la fiesta continua de recuperar el sentido de lo que sólo parecen palabras y comprobar que por un lado éstas son como el viento tibio que nos aúna y por el otro son armas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.