Para una parte no desdeñable de la izquierda, Venezuela sigue siendo una referencia incómoda. Incluso entre quienes se quejan de las deserciones social-liberales de gobiernos como el de Lula, en Brasil, o Bachelet, en Chile, no son pocos los que no acaban de digerir el proceso encabezado por Hugo Chávez. Desconfían de su retórica, de […]
Para una parte no desdeñable de la izquierda, Venezuela sigue siendo una referencia incómoda. Incluso entre quienes se quejan de las deserciones social-liberales de gobiernos como el de Lula, en Brasil, o Bachelet, en Chile, no son pocos los que no acaban de digerir el proceso encabezado por Hugo Chávez. Desconfían de su retórica, de su condición de militar, de sus veleidades castristas, de las diferencias de talante que lo separan de líderes socialistas democráticos como Salvador Allende. Puestos a escoger alternativas a las socialdemocracias o a los populismos realmente existentes, prefieren resaltar las bondades de experiencias como la boliviana e incluso la zapatista.
Desde luego, existen razones para pensar así. Sin embargo, la izquierda y, en general, los movimientos sociales que en diversos rincones del planeta luchan por la democratización de las relaciones políticas, económicas y culturales, deberían prestar atención a lo que está ocurriendo en Venezuela.
En primer lugar, porque se trata de una propuesta hecha en nombre del «socialismo». Durante siglos, este ideal ha aglutinado las esperanzas igualitarias y libertarias de millones de personas. Pero con frecuencia ha sido utilizado en vano, como demuestra la experiencia de las dictaduras burocráticas del Este y de no pocas socialdemocracias. El hecho de que el proceso venezolano haya asumido como objetivo explícito, sobre todo tras las elecciones de 2006, «la construcción del socialismo del siglo XXI» no puede pasarse por alto. Y ello por razones bien diferentes a las del «turismo revolucionario» que busca descargar, cuanto más lejos mejor, energías que no se aplican a la transformación de las relaciones sociales más próximas. Atender al sentido que una antigua aspiración como «socialismo» está adoptando en el Sur es, además de una exigencia internacionalista, una oportunidad para repensar las propias formas de hacer política.
Otra razón para interesarse por el proceso venezolano es que se trata de un proyecto con pretensiones de transformar radicalmente, no desde la oposición, sino desde el propio poder estatal. Esto es algo que en Europa no ocurre hace décadas. En América Latina no pasaba posiblemente desde la revolución sandinista de 1979. Aquí residen, en buena parte, las expectativas, aunque también los interrogantes, que despierta la «revolución bolivariana».
Uno de los últimos episodios de este proceso ha sido, precisamente, el proyecto de reforma de la Constitución de 1999 que el presidente Chávez acaba de presentar a la Asamblea Nacional. Las constituciones suelen reflejar las relaciones dominantes de poder en una sociedad determinada, así como las «decisiones fundamentales» en torno las cuales se pretende articular un sistema político, económico y cultural. La propuesta de Chávez, que en los próximos meses deberá ser discutida por el resto de instituciones y por el conjunto de la sociedad, es un buen espejo de los dilemas que se plantean al régimen venezolano.
Grosso modo, podría decirse que persigue tres objetivos, en ningún caso sencillos de conciliar: a) una mayor democratización del poder político y económico; b) una mayor concentración de poder en el ejecutivo, desprovista de controles suficientes; c) la supeditación del papel de las Fuerzas Armadas a los objetivos anteriores.
Existen numerosos aspectos en la propuesta de reforma que, en efecto, apuntan a una profundización de la democracia política y económica en Venezuela. Muchos de ellos recogen figuras y experiencias novedosas que contrastan con la lánguida realidad de las democracias de baja intensidad vigentes en otros países del mundo.
Así, por ejemplo, junto a los ya existentes mecanismos de asamblea, consultas, revocatoria de mandatos, iniciativas legislativas y constituyentes, se da carta constitucional, entre otros, a los consejos comunales, obreros, de campesinos y estudiantiles. Asimismo, se potencian las cooperativas de propiedad comunal, las diferentes formas de autogestión y las «redes de productores libres asociados».
Al igual que ocurre con las «Misiones» sanitarias, de alfabetización, o de prestación de servicios en general, muchos de estos instrumentos de participación ya existen en la práctica. Otros pretenden incentivarse desde la reforma. La idea de fondo es que la participación desde abajo pueda ir ganando el espacio que, todavía hoy, ocupa una Administración Pública y un sistema de partidos y sindicatos atravesados por la corrupción, el sectarismo y la lealtad hacia el régimen de la IV República.
Para hacer creíble este propósito, la reforma avanza en aspectos inconcebibles en el ámbito europeo. Se prohíben los monopolios privados y los latifundios. Se tutelan diversas formas de propiedad (pública, social, privada) en el marco de un socialismo con mercados (aunque no de mercado). Se elimina la «autonomía» del Banco Central; o se establece la jornada laboral en 6 horas diarias y 36 horas semanales. Este último aspecto, acompañado del reconocimiento del trabajo voluntario y doméstico y de la apuesta por un modelo de desarrollo progresivamente independizado del petróleo, no sólo carece de parangón en otros regímenes políticos. También constituye una salvaguarda contra variantes autoritarias del socialismo, basadas en proyectos de «industrialización forzosa» insostenibles desde el punto de vista ecológico y opresivos en términos humanos.
El problema, en realidad, es que estos instrumentos de democratización radical (de los que, por obvias razones, se habla muy poco en los medios de comunicación mayoritarios) aparecen ligados a una notable concentración de poder en manos del ejecutivo. La centralidad de la figura presidencial, como se sabe, es una de las debilidades del proceso venezolano. Lo deseable, sin duda, hubiera sido que el propio proceso se hubiera convertido en escuela de formación de nuevos y nuevas dirigentes, capaces de «mandar obedeciendo», durante tiempo limitado y sometidos a permanente escrutinio popular.
Sin embargo, como bien dejaron sentado los clásicos, son los hombres los que hacen la historia, sí, pero en condiciones que no les es dado escoger. La centralidad de la figura de Chávez es una realidad histórica del proceso bolivariano. Para bien y para mal, no es Salvador Allende. Su retórica, a menudo distorsionada por el filtro que de ella realizan los grandes medios de comunicación, puede resultar ajena a los códigos culturales de muchos militantes de la izquierda alternativa, sobre todo en Europa. Sin embargo, hoy por hoy desempeña una función simbólica y material sin la cual el proceso venezolano y las conquistas populares que el mismo ha implicado, correrían el riesgo de naufragar.
En primer lugar, porque Chávez es visto como un límite efectivo a los poderes oligárquicos internos y a los poderes imperiales externos. En segundo lugar, porque, al menos hasta ahora, ha actuado como catalizador del protagonismo democrático de sectores populares que nunca habían tenido voz en Venezuela. Finalmente, porque ante la ausencia de un sistema de partidos, de sindicatos o de movimientos articulados, ha operado como salvaguarda contra un repliegue nacionalista o contra una degradación burocrática del propio proceso. No hay que olvidar que cuando muchos apostaban por la construcción de un modelo nacionalista y desarrollista «en un solo país», fue el propio Chávez quien dejó claro que la opción era otra: la construcción del socialismo. De un socialismo anti-imperialista, ciertamente, pero latinoamericanista y, a la postre, internacionalista.
El fortalecimiento de la figura de Chávez, en otras palabras, es una condición histórica del proceso venezolano sin la cual, guste o no, muchas de las conquistas obtenidas por los sectores populares podrían perderse. Otra cosa es la concentración de poder en sus manos, una tendencia de la que han comenzado a despuntar signos preocupantes y que supondría un serio obstáculo para la profundización democrática del proceso.
El reflejo más visible de esta tendencia es la propuesta de reelección indefinida. Esta medida, unida a la extensión del mandato presidencial, constituye uno de los puntos básicos del proyecto de reforma y ha desatado las iras de la oposición y de los grandes medios extranjeros.
No hay duda de que la reelección del ejecutivo comporta una lesión del principio republicano democrático de periodicidad de las funciones. Esa lesión, sin embargo, no es grave si se establecen instrumentos adecuados de control. En los sistemas parlamentarios, el propio control de la Asamblea legislativa es, al menos en términos teóricos, uno de sus instrumentos. En los sistemas presidencialistas, las posibilidades son varias: no permitir más de un cierto número de mandatos, como ocurre en Estados Unidos, o prever mecanismos revocatorios, como en Venezuela misma.
Pero hay un mecanismo obvio, por lógico: la reducción del mandato presidencial. El proyecto de reforma venezolano incorpora, junto a la propuesta de reelección, la de ampliación del mandato a 7 años ¿Por qué? ¿No ganaría acaso en legitimidad si la propia Asamblea sugiriera que junto a la admisión de la reelección se mantuviera el mandato presidencial en 6 años, e incluso se redujera a 5 o 4?
Lo mismo ocurre con otras facultades que el proyecto atribuye al presidente de manera casi discrecional: la creación de «Autoridades Militares Especiales» por razones estratégicas y de defensa; la designación de autoridades locales; la coordinación del resto de poderes o la determinación de la cuantía de las reservas monetarias excedentarias. La ausencia de definición de muchos de estos de términos se presta a usos claramente arbitrarios, sobre todo cuando no se establecen mecanismos adecuados de control, como la intervención de la Asamblea, de otros órganos institucionales o de la propia ciudadanía.
Confundir el fortalecimiento de la auctoritas presidencial con la concentración de poder y la supresión de controles es un error. Por razones ético-políticas y por razones históricas. Una de las trágicas lecciones que arrojan las experiencias «socialistas» del siglo XX es que el mismo poder que puede ser herramienta de democratización y de erradicación del despotismo privado puede, sin límites y controles adecuados, convertirse en fuente de nuevos despotismos y de frustración popular. La historia de América Latina está atravesada de experiencias caudillistas bonapartistas que han desempeñado un papel más o menos progresivo (piénsese, por ejemplo, en el caso de Lázaro Cárdenas, en México). Pero eso no tiene que ver con la construcción de un socialismo democrático a la altura de los retos del siglo XXI.
Por más lúcido y honesto que pueda resultar un dirigente -y Chávez ha dado no pocas muestras de estas virtudes- la suplantación paternalista de la participación popular desde abajo sólo puede conducir a la degradación de las aspiraciones libertarias e igualitarias propias del socialismo. Y ello no depende sólo de lo que el líder pueda hacer o no. Tiene que ver con las conductas que un cesarismo de este tipo genera en el resto de cuadros dirigentes y en el conjunto de la población: desde el culto a la personalidad a la inhibición del debate y de las voces más críticas, pasando por el sectarismo, la delación o la promoción de los burócratas de aparato.
En el caso venezolano, esta deriva sería especialmente peligrosa si acabara por contagiar el propio papel de las Fuerzas Armadas en el conjunto del proceso. Muchos sectores pacifistas y anti-militaristas recelan del proceso venezolano por el hecho de que Chávez es un militar y por el protagonismo que las Fuerzas Armadas han tenido en su gobierno. Esta actitud de sospecha es seguramente necesaria. Sin embargo, no puede obviar las considerables diferencias de origen y función entre el ejército venezolano y otros ejércitos latinoamericanos e incluso europeos.
No estamos hablando ni de la OTAN ni de los elitistas generales prusianos que condujeron las dictaduras argentina o chilena. Es más, cualquiera que conozca mínimamente la coyuntura venezolana sabe el destacado papel que han tenido las Fuerzas Armadas en el desbaratamiento del golpe de Estado de 2002 así como en la puesta en marcha de programas sociales con frecuencia saboteados desde la Administración Pública tradicional. Estos elementos no pueden soslayarse desde una perspectiva idealmente pacifista.
La puesta en marcha de reformas imprescindibles para asegurar los derechos civiles, políticos y sociales de todos, como la supresión de monopolios y oligopolios informativos, agrarios, industriales, etc., serían imposibles, en las condiciones actuales, sin algún tipo de coacción estatal (comenzando por la coacción fiscal). En el caso venezolano, el amplio apoyo social del régimen y la existencia de instrumentos «amortiguadores» como las reservas petroleras, han evitado que las transformaciones en marcha deriven en una abierta guerra civil.
Sin embargo, las reformas o las amenazas de reforma llevadas a cabo hasta el momento han generado una respuesta feroz por parte de las viejas oligarquías y sus aliados, incluido el golpe de Estado. Experiencias como la de la II República española, tras el levantamiento franquista, o la del Chile de Allende, tras la asonada de Pinochet, constituyen un trágico ejemplo de los límites de una reacción simplemente «pacífica» frente a la violencia ejercida por los sectores privilegiados de la sociedad contra los más desfavorecidos. En Venezuela, fueron la movilización popular y el respaldo al gobierno de importantes sectores de las Fuerzas Armadas los que frustraron, tanto el golpe de Estado de 2002, como el paro petrolero posterior.
Naturalmente, reconocer la inevitable existencia de momentos «autoritarios» en cualquier proceso que se plantee seriamente la introducción de reformas estructurales -sobre todo cuando éstas tienen lugar en sociedades caracterizadas por desigualdades abismales de poder- no supone rendirse ante lógicas pretorianas o directamente dictatoriales.
Uno de los puntos fuertes de la Constitución venezolana de 1999 es la condena que realiza de los delitos de lesa humanidad y de las violaciones graves a los derechos humanos, que son calificados como imprescriptibles. Mantener la primacía de la lógica de los derechos humanos sobre cualquier lógica belicista sería, precisamente, una manera de reforzar una característica que ha dado fuertes credenciales ético-políticas al proceso bolivariano: la de encarnar una revolución pacífica y democrática, que sólo se arma a efectos defensivos y nunca con fines meramente represivos del adversario o con objetivos imperialistas.
Lo que hay en el fondo de esta reflexión no es tanto el rechazo en abstracto del poder, sino el rechazo del poder incontrolado, sin límites, incluido el poder de los «propios». La legalidad socialista, en efecto, no puede ser una carta blanca otorgada a ningún poder constituido, por más revolucionario que asegure ser y por más ejemplares que sean los individuos que lo encarnan. El poder, sobre todo cuando se trata del poder coactivo del Estado, es una bestia que necesita bozales, para que las dentelladas supuestamente dirigidas contra los dominadores no acaben devorando a todos: opresores y oprimidos, opositores y disidentes, hasta alcanzar incluso a quienes creen controlar las riendas.
En realidad, muchos de los tic cesaristas-plebiscitarios que contiene la propuesta presidencial de reforma constitucional podrían corregirse. La exhibición de capacidad crítica sería una manera de desbaratar los argumentos de la oposición y de salvar las credenciales democráticas y pluralistas del socialismo bolivariano. Así, el propio proyecto de reforma constitucional ganaría en legitimidad y podría presentarse como un intento de profundización, y no de abandono, de la «democracia participativa y protagónica» consagrada en la Constitución de 1999.
La dirigencia venezolana y los movimientos populares que sostienen el actual proceso político han dado sobradas muestras de inteligencia y coraje como para no advertir la importancia de que la revolución siga siendo «bonita». Ojalá puedan conjurar, también en esta encrucijada, los peligros que se ciernen sobre ella.