Estamos a horas de que se consume un crimen: la imposición de la traición sobre la lealtad, la ilegitimidad sobre el derecho, la corrupción sobre la honradez, la delincuencia sobre la honorabilidad, que eso y más representa la destitución de Dilma Rousseff como presidente constitucional de Brasil. El lunes 29 de agosto, y el martes […]
Estamos a horas de que se consume un crimen: la imposición de la traición sobre la lealtad, la ilegitimidad sobre el derecho, la corrupción sobre la honradez, la delincuencia sobre la honorabilidad, que eso y más representa la destitución de Dilma Rousseff como presidente constitucional de Brasil.
El lunes 29 de agosto, y el martes 30, la presidenta de Brasil ha comparecido ante el Senado, donde la jauría de la oposición, convertida por el golpe de Estado en facción oficial, se ha lanzado y está lanzándose sobre la presidenta con una agresividad y una irritación fingidas, en las que trata de esconder su vergüenza de la traición.
Detrás del golpe de Estado, que se ha encomendado asestarlo a la mayoría del Legislativo, están las oligarquías locales, sus asociados grandes consorcios internacionales, los intereses depredadores que van detrás de los recursos naturales del país y los sectores del entreguismo y la subordinación al imperio, que pretenden la recuperación directa del poder político para proseguir la labor interrumpida por 13 años de gobiernos nacionalistas y democráticos, que acuerpan hoy a un Fernando Henrique Cardoso que al tiempo que se suma a la traición a la legitimidad constitucional y violenta el estado de derecho, traiciona su propia historia y se traiciona a sí mismo en lo que fue y en lo que pudo de bueno ser para su pueblo y para el suelo en el que nació.
Se acusa
a Dilma Rousseff de haber emitido tres decretos para supuestamente manipular cuentas públicas entre el 1º de enero de 2011 y el 12 de mayo de 2016, práctica usual en la que incurrieron más de un centenar de veces gobiernos anteriores, sin que ello significara el desvío más mínimo para beneficio personal.
Quienes la acusan, encabezados por el vicepresidente hoy en funciones de presidente, Michel Temer, ellos sí, están señalados como delincuentes, por haber incurrido en comprobados actos de corrupción -según han destacado numerosos medios de información- en el ejercicio de sus funciones públicas, que al derrocar a Dilma y hacerse del poder buscan que éste se convierta en la protección que les brinde impunidad.
Este nuevo crimen contra la democracia y el derecho se está cometiendo ante la complacencia de la comunidad internacional. Los gobiernos de América Latina, salvo honrosas excepciones, con absoluta pasividad observan cómo paso a paso se asesta el golpe, sin ver que ante cualquier desagrado que provoquen al imperio, puede ocurrirles algo semejante.
El pueblo de Brasil está levantándose contra esta agresión a su democracia y al desconocimiento de la voluntad que expresara en 54 millones de votos, está buscando no acabe por romperse la legalidad con los recursos que le otorgan su Constitución, sus leyes y sus experiencias de prácticas democráticas y pacíficas. A quienes en nuestros países aspiramos a transformaciones progresistas y democráticas por medios similares, nos corresponde brindar la más amplia solidaridad a Dilma Rousseff y a quienes con ella luchan en Brasil por la recuperación del camino de la democracia, único que puede conducir a un progreso sostenido y estable.
Cuauhtémoc Cárdenas, fundador del Partido de la Revolución Democrática en 1989, fue tres veces candidato a la presidencia de México y, después de ser el primer jefe de gobierno electo del Distrito Federal (1997-1999), en la actualidad es el coordinador del área de asuntos internacionales del gobierno del Distrito Federal.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2016/08/31/opinion/029a1mun