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Dime que te diré

Fuentes: Bohemia

  Definitivamente, el pensamiento imperial se contradice de un modo que, si no apareciera en una dimensión siempre trágica ante las víctimas propiciatorias -los pueblos, los «de abajo»-, podría calificarse cuando menos de risible.   ¿Recuerda el lector, la lectora, aquella reciente saga, como salida de un mundo bonancible anclado en la literatura fantástica, sobre […]

 

Definitivamente, el pensamiento imperial se contradice de un modo que, si no apareciera en una dimensión siempre trágica ante las víctimas propiciatorias -los pueblos, los «de abajo»-, podría calificarse cuando menos de risible.

 

¿Recuerda el lector, la lectora, aquella reciente saga, como salida de un mundo bonancible anclado en la literatura fantástica, sobre los «brotes verdes» en la economía de algunas naciones, y específicamente acerca de que la crisis norteamericana estaba finalizando, por la magra subida en 0,9 por ciento del producto interno bruto en el tercer trimestre de 2009? Pues, a pesar de que se ha constatado cierta mejoría en el ámbito financiero del orbe, gracias a la disminución del precio del dinero, al repunte de la actividad de los mercados bursátiles y a un restringido acceso a los préstamos bancarios, en opinión de analistas como Antón Borja (Rebelión), lo cierto es que la evidente campaña para camuflar la bancarrota ha recibido temibles impactos, como las advertencias del Premio Nobel de Economía Paul Krugman: Aún puede registrarse una recaída, y dista mucho de darse por segura la prosperidad.

 

Aunque declaró no saber si habrá una nueva recesión, el conocido especialista estadounidense lanzó, de manera lapidaria, el pronóstico de una ralentización del crecimiento. ¿El incremento actual? Dependiente en lo fundamental de la recuperación de inventarios, que debieron haber dejado de recomponerse a finales del año pasado. Lo que se une al pronto desvanecimiento (principios de 2010) de los programas de estímulo y las expansiones fiscales. Y al hecho de que siguen deprimidos importantes indicadores, como el empleo.

 

Ahora, las contradicciones «descienden» a la práctica. No en balde, como señalaba un editorial del diario mexicano La Jornada, los dueños de ingentes capitales financieros acaban de dirigir duras críticas al presidente Barack Obama, que presentó en el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, a finales de enero, una iniciativa con la que busca «desincentivar la toma de riesgos especulativos en el sector, para lo cual pretende otorgar a los reguladores la facultad de restringir ese tipo de operaciones y limitar el tamaño de las entidades bancarias».

 

Nada, que los sumos culpables se empeñan en salir indemnes de las consecuencias de su propia voracidad, y para ello embisten contra un Gobierno colocado ante la compleja disyuntiva de «insistir en sus intentos por introducir elementos de racionalidad y de control en el sistema financiero de su país y del mundo, a efecto de evitar la redición de los recientes descalabros económicos, o ceder ante las presiones del gran capital», y «sumirse en una cuota adicional de descrédito y desencanto planetarios».

 

Hasta el presente, la receta de la Casa Blanca y otros «administradores» ha consistido, al decir de Manuel Freytas (IAR Noticias), en «inyectar enormes masas de dinero público (billonarios fondos estatales) para rescatar de la quiebra al sistema capitalista privado (dueño del Estado) y recrear nuevas burbujas (negocios en la crisis) mediante emisiones de endeudamiento público que ponen a funcionar a full la maquinaria de especulación financiera en los mercados internacionales (la tajada mayor de rentabilidad del capitalismo transnacionalizado)». Mas al parecer la Oficina Oval ha comprendido que con ello no se ha logrado el funcionamiento pleno de la «economía real», la cual, desde el año 2008, ha transitado de la crisis financiera, la crisis recesiva, a la crisis social, cuyo primer estadio se verifica con el desempleo y la subida de las estadísticas de la pobreza y el hambre.

 

Y por supuesto que no resulta fácil el dilema arrostrado por los conductores del Imperio, o de los imperios: si finiquitan los «rescates estatales», piedra angular de la nueva «burbuja», se corre el riesgo de un reverdecimiento de la crisis financiera, con un golpe demoledor al proceso de recuperación de la economía real; si continúa el drenaje de fondos públicos para salvar al sector privado, se afronta el estallido de una crisis de endeudamiento de los Gobiernos, «que puede convertir a los bonos públicos en sucedáneos de las hipotecas subprime y de los bonos tóxicos, que encendieron la mecha de la crisis». En teoría, quizás se postergaría el desenlace fatal con una tercera opción: el impuesto a la renta financiera, con que el «Estado haría pagar la burbuja y la reactivación al capital privado».

 

Pero esto deviene un mito, pues, se pregunta nuestra fuente principal, ¿cómo puede concebirse que el capitalismo vaya a boicotearse a sí mismo, coartando de algún modo la especulación, su principal tasa de rentabilidad? La realidad es que, socialmente en decadencia, políticamente vaciado de reflexión estratégica, económicamente agotado y en crack, como lo han descrito, continúa aferrado a tratamientos epidérmicos, a ver por cuánto tiempo consigue eludir la muerte, y se entrega sin pudor alguno a lo que, en buen romance, podría definirse de «tremendo dime que te diré». Al menos, así lo juzgarían los pueblos.