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Artículo publicado en 1995 tras la muerte de Ernest Mandel

Dinosaurios

Fuentes: Página 12

Este articulo del notable novelista y periodista argentino Osvaldo Soriano (1943-1997) fue publicado originalmente en una contratapa del diario Página/12, poco después de la muerte de Ernest Mandel, ocurrida el 20 de julio de 1995. El sitio de Viento Sur ha tenido la buena idea de reproducirlo (tomando una edición del blog Expansión), bajo el […]

Este articulo del notable novelista y periodista argentino Osvaldo Soriano (1943-1997) fue publicado originalmente en una contratapa del diario Página/12, poco después de la muerte de Ernest Mandel, ocurrida el 20 de julio de 1995. El sitio de Viento Sur ha tenido la buena idea de reproducirlo (tomando una edición del blog Expansión), bajo el título «Ernest Mandel teórico de la revolución». Publicamos la versión de Página/12 con su título original.

(Desde París) Hace un par de semanas, cuando me enteré de la muerte de Ernest Mandel, el último gran teórico del marxismo contestatario, no me sentí con suficiente autoridad para escribir un artículo sobre él y su obra. Después, al ver que los diarios lo recordaban como un dinosaurio enterrado hace millones de años, me dije que al menos debía dar cuenta de la noche en que lo conocí en Ixelles, cerca de Bruselas, allá por 1977.

Mandel llegó a ser el trotskista más notorio del mundo, heredó la dirección de la IV Internacional y fue reconocido o negado por los suyos con la terrible virulencia con que suelen hacerlo los seguidores del creador del Ejército Rojo. A los dieciséis años se incorporó a la Resistencia contra los nazis, entró en el socialismo para crearle un ala izquierda y en 1940, el mismo año en que Trotsky fue asesinado en México por orden de Stalin, se incorporó a las filas del internacionalismo. En los años sesenta, publicó un libro de referencia para la discusión de la economía: Tratado de economía marxista. Al poco tiempo lo pusieron preso por agitador y al salir de la cárcel era uno de los intelectuales rojos más temidos de la tierra. Pasó clandestinamente por decenas de países tratando de unir los desgajamientos trotskistas. Quería hacerles entender a sus camaradas que la revolución no estaba a la vuelta de la esquina, que Marx había incluso previsto la eventualidad de una tremenda derrota (pasarán cincuenta, cien, doscientos años antes de que la clase obrera tome conciencia de su explotación), y que el stalinismo era el principal enemigo del célebre «¡Trabajadores del mundo: únanse!».

Su libro más traducido, «La tercera edad del capitalismo», conocido a principios de los años setenta, anticipa la euforia mercantilista del reaganismo, la tristeza del menemismo y unas cuantas cosas más. En 1983, Mandel publicó en Inglaterra, donde sus seguidores eran más numerosos que en otros países, Power and Money, que muchos consideran su obra mayor. En 1987, ya profesor de economía en la Universidad Libre de Bruselas, se dio el gusto de escribir Meurtres esquís (Asesinatos exquisitos), un curioso ensayo sobre la novela negra.

Sus giras clandestinas solían terminar en escándalos: expulsado de Australia, Francia, Alemania, Suiza y naturalmente Estados Unidos, es posible que haya estado de incógnito en la Argentina en tiempos de Frondizi, aunque él se negó a confirmarlo aquella noche en que lo conocí. Eran los días de gloria del general Bussi, del almirante Massera, del antisemita Ramón Camps, en los que mataban o desaparecían gente en montes, ciudades y mares.

Y bien: alguien le pidió a Mandel que explicara cómo podía ser que el Partido Comunista Argentino diera a Videla un «apoyo crítico». Fijamos una fecha en Ixelles y allí acudimos los acusados de montar una campaña antiargentina a escuchar lo que decía Ernest Mandel, sucesor de Trotsky, enemigo de los capitalistas y censor de todos los soviets.

Llegó solo a la reunión, sin custodia ni chicas que le hicieran la corte: dejó unos libros sobre la mesa, limpió los anteojos con un pañuelo de papel, se quitó el sobretodo lustroso, raído, y el echarpe marrón. Enseguida me hizo acordar al profesore socialista que Marcello Mastroianni interpreta en Los compañeros, la película de Monicelli, el expulsado perpetuo, el predicador pesimista. Empezó a hablar y al rato ya se estaba peleando con todos. No decía una sola palabra de las que uno tenía ganas de escuchar, explicaba el mecanismo económico y social que había llevado a la Argentina al desastre desde Uriburu hasta Videla. Nos preguntó qué era de la vida de don Arturo Illia, al que consideraba un gran hombre; preguntó con ansiedad si se había plegado a la aprobación como Balbín y Frondizi o al silencio como tantos otros. Quiso saber de Agustín Tosco y también de los sindicalistas amarillos, que conocía uno por uno. Desmenuzó la lógica del comunismo criollo que se plegaba a las sugerencias de Moscú y por primera vez en mi vida oí a un marxista hablar de la revolución informática y de la manera en que cambiaría al mundo. Dejó que lo insultaran y le dijeran que podía meterse sus libros en el culo. Sonreía con ironía y a veces respondía golpeando la mesa con un puño. Tenía la elegancia del despojamiento, las maneras corteses y virulentas de los revolucionarios del siglo XIX. Aunque pocos como él conocían la marcha del capitalismo posindustrial. La charla, convertida en asamblea, terminó pasada la medianoche.

¿Por qué recordar ahora a un tipo al que Menem le hubiera ganado diez elecciones seguidas? ¿Un profesor al que nadie escuchaba? Porque siempre decía algo que no esperábamos que dijera. Esa noche, militantes uruguayos, alemanes, chilenos y argentinos estaban furiosos contra él. La discusión siguió en los pasillos con un frío inolvidable. Tanto que ni siquiera nevaba. El local, que debía pertenecer a un sindicato, se fue vaciando. No había bares ni cervecerías cerca. Igual, nadie tenía con qué pagarse una comida. Nos quedamos en la vereda, ateridos, Mandel y unos pocos amigos. Recién al rato nos dimos cuenta de que estaba a pie y había perdido el último tren. El autor de Power and Money no tenía coche, custodia ni chofer. Lo que más le preocupaba era encontrar un lugar donde seguir la discusión.

Habíamos llegado en un viejo Citroën con una imposible patente holandesa y nos ofrecimos a llevarlo. Aceptó y ahí nomás salimos a treinta por hora en la helada noche belga, con el profesor más perseguido del mundo sentado en las rodillas. Hablaba castellano con los latinoamericanos, alemán con el que manejaba y portugués con la chica que iba al lado. Ya en Bruselas nos invitó a subir a su departamento. Estaba lleno de libros, en las bibliotecas, en el suelo, sobre la mesa, en el baño, arriba de la heladera, debajo de la pileta y al lado de la cama.

No nos hicimos trotskistas por eso, pero el alemán, que ya lo era, le comió las salchichas que tenía en la heladera y nosotros le tomamos la cerveza y acabamos con el queso. Compré su libro sobre la novela negra en París y me pareció que se le iba la mano con la ideología. Eso es todo. No volví a verlo. Murió en Bruselas de un ataque al corazón a los 73 años. Antes había refutado a los liberales, demostrado las contradicciones de patrones y obreros, pronosticado la caída del imperio soviético y adivinado el fin de la era del trabajo asalariado. «Lo que cuenta -decía- es el conocimiento.» Tal vez por eso los medios hablan de él como de un dinosaurio.


Fuente: Correspondencia de Prensa/Página/12 Dinosaurios