“Dicen que se han perdido los valores, muchos piensan que están ahí pero se esconden, para que los ricos no los compren.”
En 2015, las sesenta y dos personas más ricas del planeta eran propietarias de tanta riqueza personal neta como la mitad más pobre de la humanidad, esto es, más de 3.500 millones de personas. En el 2017 solo ocho personas más ricas del mundo acumulaban más riqueza que la mitad de la población del mundo más pobre, unos 3.600 millones de personas.
Durante la pandemia de covid-19 el gigantesco abismo que históricamente ha existido entre los más pobres y los dueños de grandes fortunas en Latinoamérica se disparó. El número de multimillonarios en la región subió de 76 a 107 y el total de la fortuna cumulada por el selecto club escaló de U$S 284.000 millones a U$S 480.000 millones. Es decir, en América Latina el número de personas más ricas aumentó 41% y el patrimonio combinado del selecto club se disparó 69%.
A contramano de la historia, la pandemia no ha afectado a los más ricos ya que las 20 personas más acaudaladas de planeta terminaron el 2020 con un patrimonio conjunto que suma los 1,77 billones de dólares, lo que representa un 24% más que el año anterior, según el índice Bloomberg. Quizás lo más interesante de esta tragedia es que la suma de muertes por hambre y desnutrición más las defunciones por pandemia totalizan unos 12,5 millones de personas en todo el mundo, una cantidad casi ínfima en comparación con el desbalance de víctimas la peste negra. Lograron activar de manera exponencial los niveles de desempleo y la pérdida de ingreso, al contrario de lo que pasó en las otras pestes, que equilibraron la balanza entre pobres y ricos.
Las pérdidas de trabajo durante el 2020 en el mundo fueron de 255 millones de personas, el desempleo aumentó de 180 millones en el 2019 a 220 millones en el 2020 y los ingresos provenientes del trabajo a escala mundial se redujeron en 2020 en 3,7 billones de dólares con respecto a 2019. Una cifra sin precedente para la humanidad en cuanto a pérdida de ingresos y solo una fracción de los estímulos a las grandes compañías a nivel mundial otorgados por los países industrializados.
Esta pandemia, al parecer, tiene una serie de atributos que las anteriores no tuvieron. El mercado de capitales por primera vez en la historia de las crisis no se vio afectado. Y ni las muertes o la falta de movilidad de las personas perturbaron la necesidad de trabajo y, por lo tanto, no cambiaron el panorama laboral, como sí lo han hecho otras pandemias, como la peste negra.
En el Gran nivelador, libro de Walter Scheidel, el autor hace referencias y describe de manera pormenorizada a cuatro jinetes del apocalipsis que, de maneras diferentes, atenuaron o equilibraron las desigualdades. Las diferencias se vieron allanadas por cuatro tipos de rupturas violentas a lo largo de la historia, según Scheidel: guerra con movilización masiva, revolución transformadora, fracaso del Estado y pandemia letal. A esto los denominó los “cuatro jinetes de la equiparación”. Al igual que sus homólogos bíblicos, su propósito era “matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra”. Lo cierto es que ante la muerte de cientos de millones de personas, cuando se calmaron las aguas, la brecha entre ricos y desposeídos había menguado, a menudo de forma drástica.
Tomaremos en cuenta el último elemento igualador, el cuarto jinete, es decir, las enfermedades epidémicas. A diferencia de los otros tres jinetes descritos por el libro, éste se caracteriza por su no violencia. Sin embargo, algunos ataques bacterianos a las sociedades humanas fueron mucho más letales que casi todos los desastres causados por el hombre. Sheildel sigue la lógica del reverendo Thomas Malthus, definida en su Ensayo sobre el principio de la población, de 1798. De forma muy general, el pensamiento malthusiano se basa en la premisa de que, a largo plazo, la población tiende a crecer con más rapidez que los recursos, en especial los de la tierra, que no serán suficientes para poder alimentar a la creciente población. En tal caso se dará la inversa, para su equiparación.
Así pues los modelos neomalthusianos más sofisticados conciben un efecto de ajuste en el que la población y la producción se desarrollan por medio de compensaciones entre las presiones de la escasez y el progreso tecnológico o institucional. En las sociedades agrarias premodernas, las plagas equiparaban alterando la proporción de tierra y mano de obra. Reducían el valor de la primera y los precios de los productos agrícolas y aumentaban los salarios reales.
Esto sirvió para que los terratenientes y empresarios fueran menos ricos y los trabajadores mejoraran sus condiciones, lo cual redujo la desigualdad de ingresos y riqueza. Al mismo tiempo, el cambio demográfico interactuó con las instituciones a la hora de determinar ajustes reales de precios e ingresos. Dependiendo de la capacidad de los trabajadores para negociar con los empresarios, las epidemias tuvieron consecuencias distintas: la existencia de mercados que fijaban los precios de la tierra y sobre todo la mano de obra era una condición previa fundamental para un igualitarismo exitoso.
“Hacia finales de la década de 1320, la peste estalló en el desierto de Gobi y empezó a propagarse por casi todo el Viejo Mundo. En 1345, la epidemia llegó a la península de Crimea, donde fue recogida por barcos mercantes italianos e introducida en el Mediterráneo. La peste azotó Constantinopla a finales de 1347… Y se introdujo en Sicilia en otoño de 1347. Atacó París en la primavera de 1348 y después Flandes y los Países Bajos. Desde Escandinavia, donde apareció en 1349, llegó a lugares aún más remotos, como Islandia y Groenlandia. En otoño de 1348, la peste entró en Inglaterra.”
En 1350 la peste había amainado en el Mediterráneo y al año siguiente lo hizo en toda Europa, aunque el número de víctimas aportado por testigos medievales que intentaban calcular lo incalculable, a menudo recurrían a cifras redondeadas, los 23.840.000 muertos estimados por el papa Clemente VI en 1351 probablemente no se alejaban mucho de la realidad.
Durante la pandemia, y en los años inmediatamente posteriores, la actividad humana se redujo. Los cambios fundamentales se produjeron en la esfera económica, sobre todo en los mercados laborales. La peste negra llegó a Europa en una época en que la población había crecido enormemente —se había duplicado o incluso triplicado— en el transcurso de tres siglos. Pero al final, y con su retirada, la peste condujo a una espectacular reducción de la población. Aunque dejó las infraestructuras físicas intactas, acabó con más gente en edad de trabajar. La tierra era más abundante en relación con la mano de obra. Los alquileres de terrenos de labor y los tipos de interés cayeron tanto en términos relativos como respecto de los salarios.
A pesar de que había mucho de todo por la falta de gente, era el doble de caro, sobre todo al existir tal escasez de mano de obra. Los humildes empezaron a menospreciar el trabajo y era muy difícil convencerlos de que sirvieran a su eminencia, aun por el triple del salario. Al igual que en la actualidad, donde se presionó al Estado para que se responsabilizara de parte de los salarios y las deudas, en esa época los grandes empresarios no tardaron en forzar a las autoridades para que frenaran el creciente coste de la mano de obra. Transcurrido menos de un año desde la llegada de la peste negra a Inglaterra, en junio de 1349, la corona aprobó la Ordenanza de Trabajadores. Aunque no parezca real, los señores proponían un “congelamiento de salarios” dada la osadía de los trabajadores por aumentos salariales, sin sindicatos a la vista.
“Dado que gran parte de la población, y en especial los trabajadores y empleados (sirvientes), ha muerto en esta pestilencia, mucha gente, en vista de las necesidades de los señores y la escasez de empleados, se niega a trabajar a menos que les paguen un salario excesivo… Hemos ordenado que todo hombre o mujer de nuestro reino de Inglaterra, libre o no, que sea físicamente apto y por debajo de sesenta años de edad, que no viva del comercio o ejerza una artesanía en particular, que no posea tierras propias que deba trabajar y que no trabaje para otros esté obligado, si se le ofrece un empleo en consonancia con su estatus, a aceptar dicho empleo, y solo les serán abonadas las cuotas, pagos o salarios que eran habituales en la zona del país donde trabajan en el vigésimo año de nuestro reino (1346) u otro salario apropiado de hace cinco o seis años… Nadie debe abonar o prometer salarios o pagos superiores a los definidos anteriormente so pena de pagar a quien se sienta perjudicado por ello el doble de lo que pagó o prometió” (El gran nivelador, p. 336).
El efecto de la ordenanza fue, por decirlo de alguna manera, modesto. Por lo que un año después, otro decreto, ahora con el nombre de Estatuto de Trabajadores de 1351 se quejaba, y esto es para tener en cuenta de la “excepcional avaricia de los trabajadores, [quienes] se niegan a trabajar para grandes hombres y otros a menos que les paguen emolumentos y salarios que dupliquen o tripliquen lo que estaban acostumbrados a percibir en el año vigésimo y antes, para gran perjuicio de los grandes hombres y empobrecimiento de todo el colectivo.”
Francia, en 1349, también intentó limitar los salarios a niveles previos a la peste, pero reconoció la derrota incluso más pronto que los ingleses. “Las tendencias a largo plazo en los salarios documentados para once ciudades europeas y levantinas muestran un panorama claro. En los pocos casos en los que podemos acceder a los salarios anteriores a la peste —en Londres, Ámsterdam, Viena y Estambul—, eran bajos antes del brote inicial y aumentaron rápidamente después. Los ingresos reales alcanzaron máximos a principios o mediados del siglo XV, una época en la que aparecen datos en otras ciudades que muestran unos niveles también elevados. A partir de 1500 aproximadamente, los salarios reales en la mayoría de esas ciudades disminuyeron y alcanzaron niveles anteriores a la peste hacia el año 1600 para luego estancarse o reducirse aún más durante los dos siglos posteriores.
La población mundial se duplicó en los últimos 50 años, y llegó a 7.500 millones de personas, mientras que la proporción de la población que sufre inseguridad alimentaria y nutricional alcanza entre el 12 y 15% de la población mundial. Según la FAO, la organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, el hambre no ha dejado de aumentar en el planeta en todos estos años, como vimos más arriba. Sin embargo, las cosechas de alimentos han sido las mayores de la historia. ¿Se puede decir que hay hambre en el mundo porque los recursos son escasos cuando todas las estadísticas muestran que se producen lo suficiente para alimentar a toda la población mundial e incluso se desperdician más de mil millones de toneladas de alimentos cada año? ¿La pandemia no cambió nada?
Los desequilibrios son tan profundos que las mismísima peste hace que se afiancen las desigualdades en vez de equipararlas, como sucedió con anterioridad. Según Juan Torres López, en su libro Econofakes, para financiar los Objetivos del Milenio de las Naciones Unidas, que permitirían erradicar la pobreza en todo el mundo, proporcionar educación primaria universal, alcanzar la igualdad entre los géneros, acabar con la mortalidad infantil y materna por falta de medios, frenar el avance del VIH/sida y detener el deterioro del medio ambiente, serían necesarios unos 6 billones de euros anuales hasta 2030. Lo mismo que EE.UU. puso como plan de incentivos desde el advenimiento de la pandemia.
O se cambia todo de raíz o las próximas pestes afianzarán la desigualdad y no equilibrarán las diferencias, incluso con millones de muertes.
Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2022/01/09/dios-salve-a-la-pandemia/