En estos días el presidente Jair Bolsonaro determinó que se prohibe circular por el Palacio do Planalto, sede del gobierno brasileño, usando pantalones jeans. Hombres y mujeres deberán vestir «pantalón social», es decir, de tela común. A propósito de las señoras y señoritas que prefieran vestidos y faldas, deberán observar que estén «a la altura […]
A propósito de las señoras y señoritas que prefieran vestidos y faldas, deberán observar que estén «a la altura de la rodilla».
La ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos ya había advertido que «niñas visten rosa, niños visten azul». Quien creyó que la fase era el colmo del ridículo ahora se da cuenta de que se equivocó: el presidente ultraderechista es insuperable.
El ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araujo, que en una carrera más bien mediocre jamás ocupó una embajada, se hizo conocido por sus dotes intelectuales. Entre otras joyas raras denunció que quien arremete contra el calentamiento global es una mera herramienta del «marxismo cultural».
Ahora emitió una orden tajante que dejó estupefactos a todos los embajadores brasileños: tienen como tarea inmediata presionar a los gobiernos de los países en que están para que condenen con vehemencia el respaldo que Cuba le sigue prestando a Venezuela.
Nunca jamás se disparó semejante estupidez a los embajadores brasileños esparcidos por el mundo. Pero hay más: esa nueva misión deberá ser cumplida en coordinación con los embajadores de Estados Unidos en cada país. Con eso, Araujo rompió todas las marcas de sumisión registradas a lo largo de la historia brasileña.
El nuevo ministro de Educación, Abraham Weintraub, un economista que nunca en la vida puso los pies en una escuela pública y cuya experiencia en temas educacionales puede compararse a la de Bolsonaro en temas de cultura y civilidad, nombró para el sector responsable por los exámenes de admisión en las universidades públicas a un policía federal que antes fue el encargado del departamento nacional de tránsito.
Aberraciones como esas se suceden día sí y el otro también, en una secuencia que sería increíble si no fuese el reflejo exacto de quien ocupa con mérito indudable – y eso que su gobierno apenas superó la marca de los cien días – el puesto de peor presidente de la historia de la República. O sea, el peor de los últimos 130 años (a excepción, pero exclusivamente por la barbarie y la represión, de los generales dictadores que se turnaron entre 1964 y 1985).
Hay, sin embargo, un peligro -grave peligro- en dejarse distraer por las actitudes bizarras de Bolsonaro y compañía, y olvidar lo que ocurre entre una ridiculez y otra: el derrumbe del país.
Los correos, por ejemplo. Son 350 años de existencia, y hay planes concretos de privatizarlo. O la banca pública: ya está en marcha acelerada un programa de privatización de los sectores más lucrativos de la estatal Caixa Económica Federal, como las tarjetas de crédito y las loterías. El Banco do Brasil, a su vez, impuso el encogimiento de la oferta de créditos, para que consumidores y productores recurran a la banca privada.
Mitad de las refinarías de Petrobras será llevada a subasta, además de los ductos, y Bolsonaro pone cara de misterio cuando le preguntan sobre la posibilidad de privatizar la empresa entera.
Es casi imposible que se atreva, y el gesto presidencial debe ser entendido como un guiño al apetito voraz de la sacrosanta entidad llamada mercado.
Tampoco se avista espacio alguno para que se privaticen las universidades públicas. Pero ya es palpable la feroz intención de debilitar y precarizar la educación en el ámbito federal -precisamente las universidades- llevando a cabo cortes drásticos de presupuesto y una intervención que rompe con la autonomía asegurada por la Constitución, con tal de darle combate a la «ideologización comunista».
A lo largo la campaña del año pasado Bolsonaro en ningún momento presentó un programa de gobierno que fuese más allá de una drástica y violenta reforma del sistema jubilatorio.
Se limitó a insistir en su promesa de ir contra «la vieja política», y a asegurar que gobernaría sin hacer concesiones a los partidos políticos. Resultado: no hay articulación ni canal de diálogo con el Congreso. Luego de sufrir una derrota tras otra, el capitán-presidente abrió la tienda de puestos y cargos, negociando directamente con lo más puro de la vieja política.
A propósito: el «súperministro» de Economía, Paulo Guedes, que tiene en su currículum un único punto que llama la atención -el haber integrado el equipo económico del dictador Augusto Pinochet en Chile- presentó un proyecto a los diputados sufrirá amputaciones profundas. Que, además, podrán ser ampliadas en el Senado.
Sobrevolando este panorama de confusión absoluta, permanece la sombra de los cuarteles. Nunca hubo tantos militares en un gobierno, siquiera en tiempos de la dictadura. Entre tantas preocupaciones, ostentan una en especial: que el costo de los desastres de Bolsonaro y compañía se desplome sobre sus uniformados hombros.