En México estamos hoy embebidos en la estabilización en la que encontramos todas las virtudes: rebaja la inflación y las tasas de interés, amplía las operaciones del mercado financiero y lo diversifica, erosiona menos el valor de los salarios, permite mayor sincronización con la economía de Estados Unidos. Los doctores de la estabilidad que trabajan […]
En México estamos hoy embebidos en la estabilización en la que encontramos todas las virtudes: rebaja la inflación y las tasas de interés, amplía las operaciones del mercado financiero y lo diversifica, erosiona menos el valor de los salarios, permite mayor sincronización con la economía de Estados Unidos.
Los doctores de la estabilidad que trabajan en los hospitales llamados Secretaría de Hacienda y Banco de México han ganado la batalla en contra de lo que es, ciertamente, un pernicioso padecimiento. La inflación provoca volatilidad e incertidumbre para empresarios, trabajadores, inversionistas y consumidores; favorece la especulación y castiga a la producción. Han dejado al enfermo estable.
Ante este cuadro clínico la gente advierte, sin embargo, la inmovilidad de la economía del país. No mejoran las oportunidades de empleo ni las posibilidades de aumentar el ingreso familiar, aunque sí se extienden las formas de tener más deudas mediante todo tipo de créditos en tarjetas, hipotecas, autos, tiendas y demás. Las nuevas deudas se sostienen en estabilidad, y un movimiento brusco provocará un percance financiero.
La estabilidad no está articulada con grandes proyectos de inversión privada y pública, nacional o extranjera, que movilicen personas y recursos, que abran oportunidades de mercado dentro y fuera del país y que eleven significativamente el nivel de la demanda. Los funcionarios gubernamentales tienen que reconocer, un día sí y otro también, que hasta ahora la estabilidad tiene efectos limitados en las condiciones de vida de las familias y la operación de las empresas, sobre todo las pequeñas, que son la inmensa mayoría. Parece advertirse en sus declaraciones que ellos mismos no saben bien qué hacer con la estabilidad y el discurso triunfal se va a agotar incluso antes del 6 de julio.
La estabilidad es un medio y no un fin. Si no se engrana con una serie de condiciones que alienten de modo decisivo y duradero el crecimiento de la economía basado en el aumento de la productividad, será efímera. La historia de la economía, desde la devaluación de 1976, muestra el paso por diversos ciclos de inflación y estabilidad, ambos muy costosos, sin alcanzar una relación favorable entre el crecimiento de los precios y el del producto, el empleo y los ingresos de la mayoría de la población.
Esta economía ha vivido sucesivamente de transfusiones de tipo financiero: deuda externa, préstamos de rescate, petróleo y remesas, que imponen una onerosa cuenta sobre esta sociedad y su estructura productiva. En términos comerciales ha habido, es cierto, un cambio profundo con la apertura y el TLCAN. Acarrearon fuertes flujos de inversiones y un gran aumento en el intercambio de mercancías. Pero sus frutos están sumamente concentrados en unos cuantos sectores y empresas que exportan y soportan cada vez menos la mayor competencia de otros países en el que es prácticamente su único mercado: el de Estados Unidos.
El aumento de la competitividad y la eficiencia del sistema económico que soporte el crecimiento, no se han conseguido. En cambio, con la estabilidad se ha alcanzado lo que apenas hace unos días el secretario de Hacienda definió como la mayor sincronización económica y financiera con Estados Unidos. Eso se aprecia, precisamente, en el comportamiento de las tasas de inflación y de interés internas. Con ello se completa lo que parece provocar en el secretario especial satisfacción: la coordinación industrial entre ambos países. Según su estimación, es de 99 por ciento.
Esto quiere decir que las fases del ciclo económico en ambos países están casi perfectamente sincronizadas, y se propone armonizar también las políticas. Es claro que las pautas de la integración que define el TLCAN no alcanzan para eso, como en el caso europeo. Por eso el argumento puede llevar a otros a pensar que, entonces, para qué necesitamos de una Secretaría de Hacienda y de un banco central. Siguiendo esa lógica de la estabilidad dependiente, habría que establecer aquí oficinas del Departamento del Tesoro y de la Reserva Federal de Washington y reducir así el excesivo gasto administrativo del gobierno federal.
La estabilidad se ha vuelto un esquema demasiado rígido de gestión económica, opera como una camisa de fuerza. Si bien mejora la evaluación de las calificadoras de inversión y reduce la medida de riesgo país, eso no se expresa en mayores flujos de inversión extranjera que ahora se dirige a China, India y otras partes de Asia y Europa oriental. Mientras que las corrientes de inversión financiera, como se sabe, se mueven con gran rapidez ante los cambios en los márgenes de los mercados de dinero, títulos y acciones.
Una vez acabada esta administración, la política económica deberá mantener la estabilidad, liberarla de sus restricciones y aprovecharla como un instrumento de promoción de inversiones productivas y en infraestructura, educación y capacitación para crear el entorno de productividad hoy ausente.