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Un cuento inédito

Don Quijote en Tánger

Fuentes: Le Monde diplomatique

Traducido para Rebelión por Beatriz Morales Bastos

Érase una vez un historiador en el esplendor de la madurez. Se llamaba Benengeli, Ben para los amigos y las necesidades de esta historia. Una mañana en la que el tiempo había perdido la razón Ben se dirigió a pie al cabo Spartel. Miró el mar y constató que el viento cambiaba el color de las cosas. La montaña había envejecido. Se parecía a un dromedario resignado. Las casas se habían desmoronado. Sólo el tiempo era indiferente al viento y al humor de los hombres. También el cielo parecía extraño, aunque unas nubes fueran maltratadas por unos violentos golpes venidos del este. ¿Qué sería Tánger sin el viento del este que lava las calles y las miradas, que limpia el aire de los mosquitos y de otras moscas del sur, que produce migraña y altera el orden de las cosas?

Ben permanecía erguido frente a las costas españolas que ese día de sol mitigado se veían claramente. Estaba ahí, en el punto extremo del norte de África, en el punto preciso en el que se encuentran el Mediterráneo y el Atlántico. En frente está España. Los españoles acaban de despertarse. Han salido todos para ver pasar al Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. El señor Miguel de Cervantes ha vuelto. Su viaje ha durado noches y siglos. Ha caminado por territorios infinitos, ha librado batallas, salvado niños, socorrido mujeres, se ha perdido y encontrado, ha desenterrado historias de la antigua caballería y se ha alimentado de palabras, muchas palabras, de toneladas de sílabas y de miles de páginas escritas por desconocidos, anónimos, miles de libros salvados de las hogueras. Ha permanecido tan delgado, tan esbelto, y tan generoso como el día en que se otorgó por misión introducir la justicia en las relaciones entre los humanos. Aquel día una mosca venida de la India lo picó. Se dice que era roja, otros pretendieron que era verde y, sobre todo, venenosa. Se lavó, se puso los hábitos de un caballero salido de un pueblo de cuyo nombre ya nadie se acordaba y decidió convertirse en el reparador de todas las injusticias. Seguro de sí mismo, el paso firme, la mirada franca, sin una moneda en el bolsillo, enumeró algunas de las villanías que se había jurado combatir. ¡Qué empresa! Le hacía falta más de una vida para cumplir esta noble tarea. Le hacía falta una imaginación fecunda, una generosidad fértil, una paciencia magnífica para llegar hasta el final de este proyecto. Dios le había concedido una vida infinita y eterna. Merecía, en efecto, esta atención divina para reparar lo que Dios, o quizá el Diablo, hacía hacer a los hombres.

Había comido tantos libros que había cogido una indigestión. Trufaba sus declaraciones de poesías y relatos que desprendían un perfume de aventura y de locura. Era necesario correr tras él para seguir su discurso, para captar los matices de sus afirmaciones. Con las cubiertas acartonadas de sus libros se había fabricado una espada. Un arma simbólica. Una apariencia de arma..

Ben esperaba. Sabía que finalmente el señor Cervantes iba a pisar el suelo de Tánger en este final de verano. ¿Por qué iba a venir él a esta ciudad de anticuado encanto, que cultivaba unos mitos y leyendas de pacotilla, una ciudad para turistas indecisos? Porque Tánger conoció una época en la que todas las naciones plantaron un pie en ella, algunas un árbol, otras abrieron en ella un consulado para espías oscuros y escritores alcohólicos. Porque Tánger vivió una época de bonanza en la que ofrecía espectáculos en un teatro situado entre el muro de la Pereza y el mercado de pescado, un teatro grandioso con una fachada suntuosa, un teatro convertido en cine donde se proyectaban películas de romanos y de miedo en una pantalla que había perdido su blancura hacía mucho tiempo, una sala oscura donde los amantes hacían el amor al tiempo que miraban por el rabillo de ojo películas musicales, de indios…¡El Teatro Cervantes!

Presionado por algunos tangerinos mortificados por el estado este monumento, Ben había aceptado escribir una carta al señor Miguel de Cervantes para pedirle que viniera en persona a constatar la decadencia de esta sala, esperando que su visita llevaría a los responsables a restaurarla. Esta vez no se trataba de reparar una ofensa hecha a un niño o a una dama, sino a un lugar, a un monumento, un edificio concebido con arte pero descuidado, olvidado, insultado.

Ben sentía vergüenza de molestar al caballero andante para hacerle visitar un teatro en ruinas…Unos mendigos hacían en él sus necesidades. El hedor llegaba hasta el bulevar Pasteur pasando por el hotel El Minzah, otro lugar mítico condenado también a la mediocridad desde que sus dueños lo habían vendido a un iraquí enriquecido bajo la dictadura de un tal Sadam Husein. Vergüenza. Porque las ratas habían elegido este teatro por domicilio. Todas las noches se representaba en él una comedia animal en la que los seres humanos aparecían representados como farsantes, sucios e indignos. Las ratas habían llegado a un acuerdo con unos perros errantes, minados probablemente por la rabia. Ellas les darían de comer y a cambio estos impedirían que los intrusos se acercaran a este importante centro de cultura, de cultura microbiana, se entiende [1].

Pero se suponía que el señor de Cervantes no conocía estos detalles. Debía venir a Tánger acompañado de su amigo Sancho Panza el cual, entre tanto, había encontrado trabajo en un circo de la compañía de la Estrellas Azules. Desempeñaba en él cumplía la función de «desfacedor de entuertos»; los entuertos eran unos animales de una especie bastante extendida cuya fisonomía se sitúa entre la del mono y la del hombre. Sancho tenía mucho trabajo porque los entuertos eran cada vez más numerosos y no dejaban de asolar el país.

Ben hizo bien las cosas. Había preparado el viaje y, sobre todo, el recibimiento de aquel a quien llamaba unas veces Miguel de Cervantes y otras Don Quijote. Ben había empleado años en traducir los dos tomos de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Poseía la edición de 1605 que le parecía particularmente bien establecida. Pero el problema de Ben era que él era historiador y no novelista y, menos aún, poeta. Sin embargo, se sentía unido al texto con un júbilo que inquietaba a su familia. Cuando se encerraba en su gabinete rodeado de diccionarios y de enciclopedias para asegurar una traducción fiel del texto a menudo se le oía estallar en carcajadas. Muzah, su mujer, se precipitaba al despacho, golpeaba la puerta, le preguntaba si todo iba bien, le proponía un vaso de agua o de manzanilla para calmarlo. Él no le respondía, pero se aguantaba las ganas de reír.

Ben leía y releía las páginas, se detenía, paladeaba cada frase. Se le salían las lágrimas de risa, lo que retrasaba el trabajo de traducción. Se dejaba llevar por sus ensoñaciones y se olvidaba de comer. Sin embargo, no tenía hambre ni la impresión de haberse saltado una comida. Cuando su mujer se preocupaba, él le decía: «Sabes, soy como nuestro futuro huésped, ¡prefiero alimentarme de recuerdos deliciosos!»
Muzah estaba persuadida de que ella formaba parte de esas delicias que Ben devoraba frotándose las manos. Pero, al igual que algunos historiadores a Ben le gustaba retorcerle el cuello a la verdad histórica e inventaba unos hechos y recuerdos que hubieran podido existir. Llamó a su mujer y le leyó estas frases escritas por Cervantes: «La esposa virtuosa es como un espejo de cristal, claro y brillante, al que empaña y oscurece el menor aliento. Con ella hay que comportarse como con una reliquia: adorarla y no tocarla. Se la debe preservar y admirar como se preserva y admira un hermoso jardín lleno de rosas y todo tipo de flores…»

Muzah le decía riéndose: «¡Me gustaría ser un jardín, pero un jardín perfumado, pisoteado por tu deseo y por tu voluntad de poseerme aunque las flores perdieran todos sus pétalos!».

No sólo Ben traducía del castellano al árabe la obra de Cervantes, sino que encontraba tiempo para escribir una historia paralela que esperaba ofrecer a su amigo traduciéndola del árabe al castellano. Así es como Cervantes reconocería más tarde que, efectivamente, fue Sidi Ahmed Benengeli quien le inspiró el título de su libro.

El viento soplaba con una fuerza inusual. Golpeaban las contraventanas y las puertas. Las gaviotas se embriagaban, caían las nubes y se dispersaban en espuma infinita. Los pescadores se aferraban a su barca, los guardacostas silbaban y los agentes de la policía nacional entraban al faro para fumar.

Ben escribía. Cervantes esperaba a que volviera la calma para desembarcar. Estaba de pie en el muelle del puerto de Tarifa. Un cartel alababa la rapidez de la travesía: «Treinta minutos solamente separan Europa de África».

Mientras esperaba, la mujer de Ben fue a ver al walli, el supergobernador de la región, para convencerlo de ofrecer una recepción en honor al señor Miguel de Cervantes.
-¿Señor qué?
– Miguel de Cervantes, el autor de Don Quijote de la Mancha
– ¿Se burla de mí? Don Quijote no existe, es una quimera, una metáfora para decir que uno no se bate contra molinos de viento
– No es Don Quijote quien llega, sino el Caballero Errante que lo ha escrito.
– ¿Y va a errar por nuestras calles sucias, abarrotadas de vendedores ambulantes ilegales porque los comerciantes no pagan sus impuestos, porque los electos del consejo municipal sólo se interesan por sus propios negocios y descuidan la higiene de la ciudad y el bienestar de sus habitantes?
– No, el señor Cervantes viene a interesarse por el estado del teatro que lleva su nombre. La ciudad y sus problemas serán borrados el tiempo de su visita. Él no los verá. En el puerto montará el caballo que le ha preparado la Cofradía de los Pétalos de Rosa. Y se dirigirá directamente a la puerta del teatro. Ahí puede intervenir usted. Se le pedirá que lea una página de Don Quijote en árabe ante el señor Cervantes. Después se eclipsará discretamente.
– ¿Cómo? ¿Hay un teatro en Tánger y yo no lo sabía?
– Había un teatro, un lugar soberbio construido por los españoles cuando ocupaban el norte de Marruecos; además, es la única realización cultural que han dejado en esta ciudad; es verdad que están el hospital y el instituto politécnico del mercado de bueyes, pero no es comparable.
– ¿Leer en árabe? Prefiero leer en francés. No me gusta hacer el ridículo. Aparte de esta prueba, ¿qué puedo hacer por usted?
– Ofrecer una hermosa recepción al gran escritor Miguel de Cervantes en el palacio del gobernador en la Montaña Vieja.
– Pero, ¿se está burlando de mí? Ahora me acuerdo deque cuando estaba en el instituto estudiamos algunas páginas de Don Quijote, ¿quiere hacerme creer que este señor que vivió hace tres o cuatro siglos viene hoy a visitarnos? Ya que está en ello, ¿por qué no invitar a García Lorca, Picasso, Dalí y muchos otros difuntos?
– El señor Cervantes llegará en cuanto caiga el viento del este.
– Me imagino que vendrá en una alfombra voladora.
– Resulta que lo hemos pensado, su obra tiene alguna relación con Las Mil y una noches, pero los de la meteorología nos han disuadido. Es demasiado arriesgado para un hombre tan delicado como el señor de Cervantes. Así que pensamos en un hidroplano rápido, sabe, el que tarda treinta minutos en atravesar el Estrecho de Gilbraltar.
– ¿Cómo tengo que vestirme?
– Con una chilaba blanca, un tarbus rojo y babuchas amarillas.
– ¡Voy a avisar al ministro de Cultura!
– ¡Ni se le ocurra! El señor de Cervantes detesta los compromisos y la palabrería política

El walli subió al coche y le pidió al chofer que le llevara al bulevar Pasteur, justo delante del café de París. Bajó solo por la calle Anual hasta el teatro Cervantes. Se dejó llevar por los olores de orina. Cuando llegó delante de esta fachada se tapó la nariz y se inclinó para ver lo que se había acumulado a la entrada. Ahí había de todo. Un gato muerto, dos ratas reventadas, decenas de bolsas de inmundicias, una vieja caja de hierro, un disfraz de personaje histórico con la tela apolillada…

Estaba asqueado y deprimido. Había que limpiar todo esto lo más rápidamente posible. El walli pagó a unos africanos sin papeles, candidatos a la travesía clandestina del Estrecho de Gibraltar, para que limpiaran el teatro durante la noche. Instalado en su vehículo, supervisó personalmente la operación: leía Don Quijote al tiempo que echaba un ojo a lo que hacían los africanos. Por la mañana todo volvía a estar limpio.

Tres días después el viento cayó. El mar estaba tranquilo. Los árboles contaban sus ramas. Los pájaros reconstruían sus nidos. El cielo estaba azul; el mar brillaba como un espejo que hubiera capturado el cielo. Ben y Muzah estaban preparados. También el walli, que llegó a casa del historiador con un par de prismáticos militares en la mano. Subieron todos a la terraza para escrutar el horizonte. El señor Cervantes estaba en camino.

No llegó solo. Iba acompañado de Sancho, de la bella Zorha, del padre de ésta, Hadj Mourad, aparentemente contrariado porque habían convertido a su hija al cristianismo, de Lalla Marien (que hoy se escribe Marián), responsable de este drama, y de dos hermanos gemelos que se le parecían extrañamente.

Siete golpes de cañón anunciaron la llegada del señor de Cervantes. La circulación estaba parada. Una banda militar se puso a la cabeza de la comitiva. Cervantes iba a pie, alzaba los ojos para mirar a las mujeres en los balcones. Ben y Muzah debían recibirlo a la entrada del teatro. Ante una asombrada multitud, el walli abrió el tomo segundo de Don Quijote en la página 450 y recitó:
«¡Bienvenido a nuestra ciudad aquel de quien doy fe por mi honor de que es el espejo, el faro, la estrella, la guía de la caballería andante!¡Bienvenido, caballero Don Quijote de La Mancha, no el falso, el ficticio, el apócrifo que recientemente nos han descrito en una engañosa historia, sino el único, el auténtico, el legítimo: el que nos describe Sidi Ahmed Benengeli, ilustre historiador, aquí presente!»

Tras un momento de silencio y de estupefacción, el gran escritor hizo un discurso como en los viejos tiempos:
«Quien a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija. Tuve la suerte de dar con el buen árbol, el de la embriaguez y la fantasía, aquel cuyos frutos dan valor y valentía, aquel que alimenta nuestro espíritu de sueños y de belleza. Abandoné la historia a las leyes del olvido. Sólo soy un libro, una vasta obra a la que ha dado forma el tiempo y que ha escrito la vida. Sé que los libros son nuestra libertad, aunque algunos pretendan que solo son mentiras. Los libros nos dan la posibilidad de abrir un castillo fortificado o un palacio magnífico, cuyos muros son de oro macizo, las almenas de diamante, las puertas de jacinto…Y eso no es todo. En fin, aunque haya fallecido la muerte no ha triunfado. ¡Adiós, amigos míos!»

Y se volvió a marchar como había venido. Desapareció en el mar en el preciso momento en el que el viento del este se levantaba para saludar su paso.


Tahar Ben Jelloun es escritor (1944, Fez, Marruecos). En 2004 recibió en Dublín el International Impac Dublín Literary Award, uno de los premios literarios más prestigiosos del mundo.

[1] N.de la t.: Juego de palabras intraducible: culture en francés significa «cultura» y «cultivo».
© Tahar Ben Jelloun