Que los dueños de esclavos reservaban a veces un trato digno para sus subordinados es algo bien sabido; que los propietarios de centros de trabajo y equipos productivos en no pocas ocasiones respetan y escuchan a las personas que para ellos trabajan, también; que las mujeres que dependen material y simbólicamente de su compañero no […]
Que los dueños de esclavos reservaban a veces un trato digno para sus subordinados es algo bien sabido; que los propietarios de centros de trabajo y equipos productivos en no pocas ocasiones respetan y escuchan a las personas que para ellos trabajan, también; que las mujeres que dependen material y simbólicamente de su compañero no se ven necesariamente envueltas en relaciones vejatorias parece una obviedad; que las personas pobres pueden ser objeto de una asistencia que incremente su bienestar, otra. Pero una aproximación republicana a la libertad no puede dejar de señalar que esclavos, trabajadores asalariados, mujeres y, en general, «pobres» son sujetos desposeídos y, por ello, dependientes, sometidos al capricho de instancias ajenas. En pocas palabras: no pueden ser libres.
La libertad es un bien que se goza cuando se vive en un escenario socio-institucional que garantiza la existencia material y, con ella, una posición de invulnerabilidad social. Por ello, la caridad no tiene cabida en una sociedad civil(izada). Daniel Raventós y Julie Wark así lo explican en Contra la caridad. En defensa de la renta básica (Icaria, 2019) [1] , un brillante ensayo situado entre la filosofía y la economía políticas y trufado de datos y ejemplos altamente reveladores en el que desmenuzan tanto la caridad institucionalizada a través de políticas estrictamente condicionadas para «pobres» como los grandilocuentes actos «benéficos» de celebrities y superricos como algo que poco o nada tiene que ver con el regalo desinteresado.