Recuperamos dos películas de cine documental. ‘Garapa’, del realizador brasileño José Padilha, y el clásico moderno del cine documental ‘Los espigadores y la espigadora’, de Agnès Varda, muestran cómo es posible combatir el exterminio silencioso del hambre.
1.020 millones de personas sufren de hambre crónica en el mundo. Si avistamos esta suma desde la fragmentación, el resultado es aún más demoledor: cada día 25.000 personas mueren de hambre. Tan solo visualizamos la grieta de un drama imparable que nos debe hacer reflexionar y nos debería hacer actuar ante la inmoralidad de su permanencia, y es que estamos hablando de la vida de seres humanos. Mientras esta suma asciende incontenible, el cine documental se pronuncia desde los más diversos ángulos.
Una pieza de singular factura progresa desde el paralelismo de tres familias periféricas de la ciudad de Fortaleza en Brasil. Con Garapa (2009), José Padilha nos conduce al mundo de la pobreza extrema, al cobijo de la hambruna que se traduce en «planificar» qué día podríamos comer y cuál no. Una lucha a cuentagotas, un contexto de precariedad. Desde la sociología, acudimos al entorno de la insalubridad, al alcoholismo como práctica de vida, donde el amparo de la asistencia social y médica surca en un paralelismo de similitudes fotográficas.
Durante poco más de un mes Padilha retrata cada ángulo de vida, le hace un guiño al cine documental norteamericano contemporáneo y, sin transgredir los píxeles de la realidad, construye un diario que sabe conducir sin alterar el orden presente, sin romper o imponer la práctica de vida de personas que aceptaron participar de la magia del cine para mostrar su verdad incombustible. El marco de este trabajo respira desde ese blanco y negro que la fotografía ha dejado para la historia como una pátina de documento.
No hace falta el acostumbrado diálogo testimonial, -que está presente en cuidadas dosis-. Los personajes hablan por sí solos y el equipo de realización deja para el arte final auténticos retratos fílmicos. La ausencia de música en este trabajo le da una mayor connotación documental. Garapa recoge los sonidos del entorno rural y periférico, de la marginalidad construida en fragmentos aislados. La banda sonora da luz al austero testimonio de sus correlatores, el arte del silencio participa como parte de un drama que lo arropa todo. Siguiendo el eje temático y los aportes del género al tema, debemos detenernos en el ya clásico de Agnès Varda, Los espigadores y la espigadora (2000). La obra juega -desde el primer monólogo- en entonación de presente con personas que recogen «lo desechable», y alterna con obras de las artes plásticas en tono de pasado, despertando ese ejercicio de tradición y modernidad. Empuña su cámara y se contornea en permanente muta- ción personaje-realizadora para presentarse como otra espigadora, que apuesta por tomar lo aprovechable. Somos testigos de privilegio, del esqueleto de personajes que «construyen sus vidas» sustentadas por los desechos de lo que otros dejan «a buen recaudo». Varda desmenuza los destinos de una cosecha de manzanas, clasificada en aptas para el mercado y aptas para el desecho. Esta burda realidad implica que contorneados alimentos que no tengan el «90-60-90» van a parar a la tierra.
Dos historias destacan: un camionero que ha perdido el empleo deriva en toxicómano, alcohólico y precario. Este personaje nos invita a participar desde su propio testimonio y cotidiana andadura, y arremete contra la inmoralidad de desechar los productos fuera de clasificación. Su tránsito por los contenedores es aprovechado por la realizadora, que toma nota fílmica sobre los productos que espiga este actor- personaje. El ángulo participativo de la cámara es cómplice del personaje y ejemplifica el calado moral de la autora ante esta singular realidad.
Una gran carga de patatas es dejada a pocos metros de Varda. Caprichos de la naturaleza en forma de corazón, de exageradas proporciones, son tomados por la cámara. La alucinación de las formas atrapa a Varda, quien desde la intimidad de su casa nos vuelve a mostrar las proporciones de estas piezas.
Es un juego de humor, de mirada oblicua por la singularidad de los «desechos», que lo serán en la medida que estos pensamientos persistan, códigos construidos desde las trampas del mercado que nada tienen que ver con la ética. Cabe hacerse una pregunta: ¿por qué una patata en forma de corazón no es apta para el mercado?
La sobriedad de los planos, el diálogo enriquecedor y diverso de los testimonios, junto al verbo de Varda, rompe toda duda de estética manipulada. La ética con que desarrolla este tema está representada por la narrativa retórica y una sólida argumentación. Un punto de vista subyace en toda la película: la crítica ante la filosofía de las grandes superficies. Agnès Varda traza su discurso desde el refinamiento irónico presente como una lanza visceral y comprometida.
http://www.diagonalperiodico.net/Dos-miradas-sobre-el-hambre-en-el.html