Traducción de Ernesto Herrera – Correspondencia de Prensa
Cortes draconianos en derechos como seguro-desempleo, jubilación, salud, educación; un presupuesto comprometido con el pago de los intereses y amortizaciones de la deuda pública; un gobierno frágil, sin base social después de promover un grosero fraude electoral y entregar cada día un anillo al capital financiero y el PMDB, con el fin de apartar las amenazas de impeachment; un congreso Nacional cada vez más distante de los anhelos de la mayoría de la población, manipulado por un maestro de la pequeña y corrupta política, conductor de la bancada BBB (Buey, Bala y Biblia), para dar un el tono de un fundamentalismo conservador inédito desde la redemocratización.
Pero esta crisis, que tiene nombres como Dilma Rousseff y Eduardo Cunha entre sus protagonistas, no es un episodio coyuntural. Estamos delante de una crisis de naturaleza estructural, producto de una suma o incluso convergencia de crisis.
En líneas generales, presenciamos el agotamiento de dos «modelos».
El primero se refiere al padrón de «desarrollo» del lulismo, esto es, la conducción de políticas públicas con moderada intervención del Estado y valorización del salario mínimo. Anclado en una coyuntura comercial externa favorable a los commodities, ese modelo permitió a los sucesivos gobiernos petistas dinamizar el mercado interno y contener o retardar por esa vía los efectos más devastadores de la crisis económico-financiera internacional.
El «problema» de este modelo es que nunca, en momento alguno, rompió con la dependencia y subordinación del presupuesto del país al capital financiero. Religiosamente, los intereses fueron pagados en nombre de la impagable «deuda pública». A lo largo de la era lulo-petista, ni siquiera se intentó realizar una auditoría de la deuda. La fecha de viabilidad de este modelo un día llegaría.
Bastaron la desaceleración de este escenario externo antes muy favorable, la debacle económico-financiera en el sur de Europa, la presión del capital financiero y de la especulación por los intereses más altos y el compromiso con ajustes y cortes sociales y laborales, para hacer crujir el llamado «neodesarrollismo».
Tal fragilidad cargada por el modelo queda evidente con el hecho de que, de la noche al día, la decantada estabilidad económica del lulismo dio lugar al trípode achique salarial-inflación-desempelo, que vuelve a ensombrecer el cotidiano de la clase trabajadora brasilera.
La segunda de las crisis es el modelo institucional de representaciones políticas. El agotamiento de las instituciones de la Nueva República, heridas por el modus operandi de la corrupción, desde el financiamiento de las campañas electorales hasta los grandes negocios en la cadena de relaciones promiscuas entre grandes conglomerados capitalistas y el Estado, gobiernos y partidos de ese orden.
La superación de tales crisis y la superación de los dos «modelos» mencionados, con una ruptura de paradigmas. Brasil precisa de otro proyecto de país, que parta de bases democráticas e igualitarias, política y socialmente.
Al contrario de la lógica del ajuste neoliberal, a la cual el gobierno Dilma amarra al país como remedio para la crisis, precisamos de un modelo de desarrollo soberano, que, para comenzar, establezca líneas de ruptura con la dominación del capital financiero, haga girar el presupuesto estatal en torno de lo social, establezca una reforma tributaria progresiva, capaz de tasar la fortuna del Capital, y amplíe la oferta y la garantía de los derechos del pueblo.
Al contrario de la lógica de restricción de derechos democráticos y civiles -propuesta cínicamente por la derecha «social», que sale a las calles a pedir el impeachment de Dilma, así como por el corrupto presidente de la Cámara de Diputados y sus agresivas bancadas, en relación a las mujeres, LGTB, negros-, Brasil precisa de más derechos y más democracia. Pero, una democracia verdadera, no manipulada, otra institucionalidad, con amplia y plural participación popular y poder decisorio sobre los grandes temas del país.
No será por producto de la casualidad pasar a pensar en otro proyecto, asentado en tales bases, para empezar la caminada. Se trata de un largo trayecto, que dependerá fundamentalmente de la recomposición de un bloque histórico de las clases explotadas y oprimidas, de una pluralidad de actores sociales combativos y progresistas, juntando movimientos sociales independientes (que no sean cooptados, ni correa de transmisión de gobiernos y Estado), al lado de los partidos de una renovada izquierda.
Es un desafío de largos años, que demandará luchas sociales independientes, mucho diálogo entre los actores del mismo campo político de oposición al orden y mucha formulación estratégica.
En tiempos que se presentan hostiles, dada la ofensiva económica conservadora contraria a los derechos democráticos, se profundiza, por otro lado, una tremenda crisis estructural. Es exactamente en esta crisis que podrá reflorecer la esperanza y el espacio para la construcción de un proyecto igualitario.