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Dos mundos

Fuentes: Rebelión

Quizás a partir de ahora ser inflexible pueda ser considerado más una virtud que un defecto. A los estudiantes franceses se les ha acusado estos días de gandules, cómodos e inflexibles por entender bien y pronto el mundo que algunos pretenden construir, un mundo dominado por una diosa llamada «Flexibilidad», ante la cual nuestros vecinos […]

Quizás a partir de ahora ser inflexible pueda ser considerado más una virtud que un defecto. A los estudiantes franceses se les ha acusado estos días de gandules, cómodos e inflexibles por entender bien y pronto el mundo que algunos pretenden construir, un mundo dominado por una diosa llamada «Flexibilidad», ante la cual nuestros vecinos no se postran, sino que reaccionan, se desperezan y salen a la calle para defender el Estado de Bienestar y las conquistas sociales herencia de años de lucha.

El Gobierno galo se ha visto obligado a retirar el contrato de primer empleo, que, en sus 24 meses de duración, permitía despedir a los jóvenes sin tener que justificarlo. Su primer ministro, Dominique de Villepin, argumentaba que por la vía de la precariedad se ayudaría a terminar con el desempleo entre los menores de 26 años. Pero las cifras señalan que en España, donde ya el 90 por ciento de los contratos en esta franja de edad es de carácter temporal, el índice de paro es sólo dos puntos inferior al francés, lo que desmiente que la precariedad acabe de forma efectiva con el desempleo, porque en todo caso lo que crea es una nueva modalidad personal, la del contratado rotatorio, joven que se encadena y desencadena por turnos o secuencias vitales, con un sueldo insuficiente para emanciparse de su hogar familiar y sin derecho, al parecer, a vivir con una mínima estabilidad y seguridad.

Con la caída del muro de Berlín, la desintegración de la URSS y la globalización, el neoliberalismo, sin contrapeso y cada vez más despojado de control político, ha ido cobrando fuerza. Las grandes empresas tienen igual poder que estados, aunque sin límites territoriales. Tanto es así que las políticas económicas, diseñadas a su imagen y semejanza, y en las que no entran valores ni palabras como la justicia, la solidaridad, la ética, el desarrollo o el bienestar, son unánimemente aceptadas sin discusión ni análisis. También la política laboral queda, en este marco, subsumida en políticas económicas generales que, con demasiada frecuencia, están dominadas por intereses comerciales y financieros, en palabras del Nobel de Economía, Joseph Stiglitz.

Yo -pobre de mí, quizás por ser de letras- hay cuestiones que no logro entender. Si en nuestro país los beneficios empresariales aumentaron el 26 por ciento el pasado año -41 por ciento en el caso de las empresas que cotizan en Bolsa-; si el Estado obtuvo superávit por primera vez, y la siempre anunciada quiebra de la Seguridad Social se «aplaza» otros tantos años más gracias a las cotizaciones de los inmigrantes, tendencia que se mantendrá porque seguirán viniendo en tanto no cambien sus condiciones vitales; y si ya el treinta por ciento del total de los contratos es de carácter temporal, por qué entonces hay que desregular todavía más el mercado de trabajo, y facilitar aún más el despido reduciendo las indemnizaciones, tal y como ya se está anunciando. Por qué deben empeorar las condiciones laborales de los asalariados, cuando en el 2005 sus remuneraciones medias se mantuvieron estables con una cifra del tres por ciento, la misma del año anterior y bastante por debajo de los beneficios empresariales. Por qué nadie se escandaliza cuando multinacionales con resultados multimillonarios despiden a miles de trabajadores. Por qué cuando reiteran que hay que continuar rebajando costes laborales para competir con países como China se olvida que allí trabajan de sol a sol. Por qué da igual que la economía vaya in crescendo o no, que las empresas ganen, pierdan, empaten o se fusionen; si al final se siguen recomendando y aplicando las mismas recetas de estabilidad, reformas estructurales, ajuste y recorte.

Subsisten, a pesar de todo, dos maneras de entender la gestión pública, la política, la economía, la vida. Dos mundos posibles. De un lado, los que no renuncian a que el Estado defienda, o incluso en algunos contextos geográficos, empiece a velar por los derechos de los ciudadanos, regulando y poniendo freno a las prácticas de las todopoderosas empresas, redistribuyendo recursos y rentas. Fortalecer, mantener o crear el llamado Estado del Bienestar. Del otro, los que opinan que el papel de las instituciones debe ser mínimo o inexistente, y que hay que dejar que las relaciones sociales y económicas evolucionen libremente sin la intervención de los gobiernos, quienes únicamente lo harían para desregular, flexibilizar o liberalizar lo que antes regulaban. En definitiva, desmantelar y reducir el Estado de Bienestar. Entre estos dos caminos: miles de matices sobre las funciones del Estado, las empresas y servicios públicos, matices que no desmienten que éste es el gran debate, y que dependiendo de cómo se salde, de quienes ganen o pierdan la batalla y en qué condiciones, así será el futuro del planeta y de la humanidad.

Leí que André Malraux dijo que Francia sólo es ella misma cuando es portadora de una parte de la esperanza del mundo. Lo cierto es que hoy es una de las mejores abanderadas de los que defienden que hay dos mundos posibles, y no sólo uno como tan engañosamente pretenden hacernos creer.