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Durmiendo con la corrupción

Fuentes: Rebelión

La firmeza y estabilidad de la construcción socialista bolivariana, dependerán en gran medida, del combate sin cuartel contra un cáncer heredado llamado corrupción. ¿Es posible combatirlo? ¿Cuál es el antídoto contra el pisoteo de las leyes; contra la transgresión de las normas que convierte el hecho corrupto en delito, como pasa con cualquier otro salto […]

La firmeza y estabilidad de la construcción socialista bolivariana, dependerán en gran medida, del combate sin cuartel contra un cáncer heredado llamado corrupción.

¿Es posible combatirlo? ¿Cuál es el antídoto contra el pisoteo de las leyes; contra la transgresión de las normas que convierte el hecho corrupto en delito, como pasa con cualquier otro salto de las normas?

Hay algo que suele distinguir a la corrupción de otras ilegalidades. Ese algo es la impunidad que por lo general suele acompañarla. Los actos corruptos siempre agreden y dañan a terceros y suelen adoptar la singularidad de constituir hechos «normales» dentro de nuestra cultura societaria. Es la corrupción una suerte de crimen impune protegido contra todo castigo. Constituye un mal instalado en la cotidianeidad. No hay sociedad, no hay aparato estatal, desarrollado incluso, que no presente alguna cuota de corrupción.

Salvando las distancias, es como una versión agigantada de los ácaros que proliferan en nuestras almohadas; no son buenos, pero dormimos con ellos y se nos hace muy difícil sacarlos. Por supuesto que hay diferencias entre el grado de tolerancias para con la corrupción: su escala de incidencias varía según los países, siendo diferentes las respuestas institucionales procedentes. En algunos lados merece fuertes sanciones y hasta la pena de muerte como en Rusia, China y ciertos países árabes. En otros como el nuestro y los demás hermanos del continente, o los del contexto africano, la corrupción está incorporada a la dinámica cotidiana, es parte de la «normalidad» diaria con gran naturalidad.

Esto ocurre, no por falta de civilización o desarrollo, puesto que hay países del próspero Primer Mundo donde la corrupción reina en los distintos niveles de la dinámica social. Italia y España son claros ejemplos de ello. Hay otros más nórdicos como Canadá o Alemania donde tiene una incidencia mucho menor y es mucho más penalizada.

Un análisis simple determina que hay un común denominador: a menor grado de desarrollo humano, mayor grado de evasión en el cumplimiento de las leyes generando más corrupción.

Casi diríamos que es un mal de las sociedades clasistas, donde una vez establecida la ley, paralelamente se crea un espacio para burlarla. Parece formar parte de nuestra condición humana: siempre hay un espacio para saltar las normas establecidas. Los favores silenciados, el tráfico de influencias, la propina por el favor recibido, son tan viejos como viejas son las sociedades vertebradas en torno a la división de clases.

«Todo hombre tiene su precio», dijo a principios del siglo XIX Napoleón Bonaparte.

Las sociedades modernas de la mano del capitalismo con sus ámbitos de información, donde los hechos políticos suelen ser parte de la mercantilización de noticias en las cuales más o menos se sabe lo que pasa en cuanto al manejo del Estado, han aportado una nueva faceta al tema de la corrupción. Con sus medios masivos de divulgación que inundan todo el espacio social, difundiendo casi siempre de manera tergiversada noticias y opiniones que antes, en las viejas sociedades agrarias tradicionales eran impensables, la corrupción es una vedette del modernismo informativo. Nunca con el propósito de combatirla realmente, sino porque sus titulares venden ediciones. ¿Cuántos altos funcionarios e incluso presidentes en el mundo, tienen en la actualidad procesos judiciales en su contra, durmiendo en las gavetas burocráticas judiciales, endulzadas con el producto de esas mismas malversaciones?

Hoy por hoy, sin que esto signifique que esté en vías de desaparición, las sociedades saben más sobre los grandes casos de corrupción. Es común que estos ilícitos político-administrativos se denuncien, circulen y se difundan en forma masiva. Y a veces incluso, según el peso de las circunstancias, hasta llegan a castigarse. En estos últimos años, sin que ello signifique un mejoramiento real en las condiciones de vida de las poblaciones, ya son más comunes las denuncias sobre hechos notorios de corrupción; la destitución de funcionarios e incluso alguno que otro juicio. Pero ello no mejora el acceso a la riqueza: los pobres siguen tan pobres como siempre y los ricos continúan enriqueciéndose. Las denuncias sistemáticas solo crean una sensación de cierta credibilidad o esperanza justiciera.

Sucede sin embargo que esta cuestión sigue abordándose como un hecho policial, más dado a la crónica sensacionalista que como un problema de capital importancia para la construcción de sociedades más equitativas.

La corrupción en definitiva, habla de una cultura generalizada, de una ética, de un modelo de ser humano en el tapete.

En el capitalismo prolifera…

en mayor o menor grado el capitalismo es corrupto. Si los valores rectores están asociados con la ganancia individual, con el beneficio entendido como posesión material, es absolutamente funcional al sistema la citada frase de Napoleón. Todos tenemos nuestro precio, todos podemos vendernos por algo. Todo es mercancía; también los seres humanos, nuestra moral, nuestra dignidad, nuestra reputación. La tentación de los bienes materiales que se nos ofrecen es tan grande que no es nada fácil resistirse. Pero en realidad no se trata de resistir como un abad tibetano o siguiendo la ética guevarista del siglo pasado o absteniéndose de tomar Coca-Cola por no hacerle el juego al enemigo.

De lo que se trata es de construir otra cultura, otra nueva escala de valores donde la corrupción vaya quedando acorralada y haya espacio real para la solidaridad, para la responsabilidad colectiva sin necesidad de intentar ser superhéroes.

Claro que cuando de esa construcción se trata, lo que levantaremos será sin dudas, el socialismo. Como titulara Rosa Luxemburgo: «socialismo o barbarie». Si seguimos con el individualismo del sálvese quien pueda producido por nuestras actuales sociedades clasistas y promocionado por el capitalismo, no hay posibilidad de terminar con la corrupción. No se puede negar que desde esa lógica, todos tenemos un precio y tarde o temprano caeremos en la debilidad de vendernos aceptando el triunfo de la barbarie. La gente común y corriente, la gente real que conformamos la humanidad, no somos ni Jesús ni el guerrillero heroico y por tanto, es mucho más posible que terminemos siendo corruptibles a que resistamos los suplicios de las tentaciones terrenales. La Coca-Cola se sigue vendiendo en Rusia.

Ahora bien: ¿hay un antídoto contra la corrupción? ¿Es realmente posible terminar con ella? Nadie lo sabe pero valdría la pena probarlo inventando nuevas herramientas. Por lo pronto y como mínimo, podemos apuntar a generar una nueva cultura, una nueva ética de la solidaridad. Es un desafío, y aunque no podamos asegurar el final de la batalla, hay que intentarlo. Es imprescindible intentarlo. Si no, no hay posibilidad de cambio real y no habrá socialismo. Hoy por hoy la corrupción sigue siendo una actitud humana estructural. Por eso luchar contra ella es más difícil que combatir contra un enemigo externo bien delimitado. En la lucha contra la corrupción estaremos implicados nosotros mismos, allí estará implicada nuestra subjetividad, nuestro ser. De ahí que se nos haga tan difícil el combate.

Nos preguntamos ¿cómo es posible por ejemplo, que en este Bolivariano Estado Carabobo donde residimos, cuya población ronda los 2,5 millones de personas, aún coexistan 14 alcaldías con un promedio de siete concejales cada una e incluso, en la mismísima capital de la República – Caracas- un valle poblado en un solo contexto geográfico, coexistan 6 burocráticas alcaldías? ¿Son corruptos sus actuales funcionarios o es que simplemente perdura allí mucho de la vieja cultura de la corrupción? La verdad es que subsiste -ahora con nuevos incentivos- el quiste generado por las administraciones anteriores cuyas raíces no será nada fácil desalojar.

Resulta inconcebible que haya 14 distintos gobiernos en Carabobo o 6 -aún más nutridos- en Caracas, cada uno con enormes aparatos administrativos y sus cohortes obligadas de burócratas que facilitan el despliegue corrupto. ¿Necesita un Estado de 2,5 millones de habitantes o la mismísima capital bolivariana, tantos concejales, tantos asesores de concejales; tantos guardaespaldas y choferes de concejales; de vices y asesores de concejales? ¿Se necesita tanto aparato administrativo, o esa es la estructura necesaria para la gran torta de intereses? Ni Carabobo ni Caracas ameritan tener tantas alcaldías, pero es tan grande el juego de intereses en esa conformación burocrática, que ningún político procedente del status tradicionalista -izquierda, derecha o centro- osaría desarmarla.

Y es esto justamente de lo que se trata la lucha contra la corrupción: de desarmar, de atacar y vencer a un enemigo que somos nosotros mismos, un enemigo que llevamos metido hasta los tuétanos y que nos cuesta visualizar como enemigo.
Son ejemplos que nos corresponde citar en primera instancia, pero situaciones similares se dan en el desarrollado EEUU, en la vieja y culta Europa y en el pujante Japón. Las tres cabezas visibles del imperialismo. Es que la corrupción administrativa no solo es una lacra nuestra -los incivilizados del Sur-; constituye una pesada carga de todas las sociedades de clases.

«Inventamos o erramos»…

Esto que Martha Harnecker define como «revolución sui géneris» y que constituye el Proceso Bolivariano, tendrá que inventar una estrategia concientizadora para limpiar el terreno de tanta corrupción, teniendo en cuenta que -por si solo- el socialismo hasta ahora conocido, nunca pudo ganar la batalla contra ese cáncer heredado.