Esta nota tiene su origen en los debates que tuvieron lugar en las XVII Jornadas de Economía Crítica, organizadas magníficamente nuestros colegas de la Universidad de Santiago pero que por desgracia tuvimos que desarrollar por red. Las Jornadas constituyeron un gratificante punto de encuentro entre personas de procedencias diversas y creo que con el tiempo se ha ido creando una mayor confluencia sobre problemas y alternativas. En todo caso, soy el único responsable de lo que aquí escribo y no estoy seguro de que mis compañeros y compañeras de debates lo compartan.
I
Vivimos en una sociedad en persistente frustración, agravada por la crisis pandémica. Afecta especialmente a los jóvenes, que perciben que el futuro nunca será tan prometedor como les habían contado. Que no sólo viven una experiencia de desempleo y precariedad en el presente, sino que para la mayoría el futuro no será especialmente mejor. Es cierto que en todo ello hay diferencias y grados. No es lo mismo el sufrimiento de residir en una vivienda compartida, encadenar desempleo, actividades informales y empleos precarios que tener un empleo no consolidado en una universidad o un hospital. Ni es lo mismo estar pendiente de un desahucio que vivir en el domicilio familiar. Pero, más allá de los grados, es cierto que una gran base social comparte una enorme inseguridad económica y un negro augurio sobre su futuro. Este es sin duda el núcleo duro de esta sociedad frustrada que puede acabar generando respuestas peligrosas que estos días se han hecho presentes: reforzamiento de la extrema derecha, o erupciones nihilistas como la que ha aflorado en las manifestaciones (y que tan habituales son en países como Francia).
La crispación se extiende más allá de este núcleo duro, y tiene otras manifestaciones. Todas las regulaciones que limitan las pautas de consumo generan un clima de frustración que se ha hecho evidente en la pandemia y que va a ir a más si se imponen medidas serias de regulación ambiental. Un terreno donde la izquierda queda expuesta, porque es percibida como una enemiga de la libertad. Y que va a crecer si se cumplen las peores perspectivas de la crisis ecológica en sus diferentes aspectos. Todo apunta a que las tecnologías que ahora se promueven para hacer frente al cambio climático, como el coche eléctrico o la digitalización, van a ser sólo para ricos: su coste es mayor que el de las técnicas tradicionales y no hay tanta disponibilidad de materiales para universalizar el modelo productivo. A menudo perdemos la perspectiva sobre el modelo actual de producción y consumo, que sigue excluyendo a una inmensa parte de la población mundial.
II
Una parte importante de presente y futuro sin esperanza es claramente el producto de las políticas neoliberales. Tanto de las públicas como de las privadas. De los recortes, externalizaciones y privatizaciones de los servicios públicos, del gasto público insuficiente para garantizar bienestar básico, de los paraísos fiscales y las desregulaciones. Y, también, de los cambios en la organización empresarial, que han aprovechado tanto las posibilidades de las políticas públicas como la innovación organizativa y tecnológica a su disposición para segmentar, fraccionar e individualizar las condiciones laborales, romper la acción colectiva y aprovecharse de las condiciones legales diferenciales que ofrece el tablero internacional. Y, por tanto, muchas de las propuestas presentes en las políticas de izquierdas y de muchas ONGs resultan adecuadas para revertir una parte no despreciable del deterioro social. Pero requiere una correlación de fuerzas que a menudo es difícil de conseguir, lo que obliga a que cualquier planteamiento de cambio incluya una estrategia orientada a conseguir su implantación. Algo que muchas veces olvidan los que formulan propuestas reivindicativas del tipo “nacionalizar” un servicio público.
Pero hay otra parte de problemas para los que no hay vuelta atrás sencilla, y que sólo pueden encararse formulando un marco de visión opuesto al convencional. Por marco convencional me refiero a lo que considero la gran historia de las sociedades industriales en general, y del capitalismo en particular. El núcleo central de la historia es que la sostenida aplicación del talento humano, el conocimiento científico y tecnológico posibilita un aumento sostenido de la productividad humana, del bienestar. En esta historia juega un papel esencial la educación como medio para aumentar la capacidad humana, y por tanto la productividad. Como toda buena historia, tiene sus componentes de verdad y también sus omisiones y puntos discutibles. Pero es una historia que ha tenido un gran éxito de público y sobre la que se ha construido no sólo la hegemonía capitalista sino también muchas de las propuestas de sus oponentes. Por poner ejemplos patentes: gran parte de la estrategia sindical se apoya en esta idea de compartir los frutos del progreso; la educación, su reforzamiento, el acceso universal a los niveles superiores de la educación forman parte de todos los programas de todas las izquierdas. Incluso propuestas más rupturistas como la de la reducción drástica de la jornada laboral o la renta básica universal se fundamentan explícita o implícitamente en el supuesto de vivir en una sociedad de alta y creciente productividad.
III
La principal debilidad de este planteamiento es que ignora gran parte de la base natural que está debajo de todo este progreso material. Ignora tanto la base natural como las condiciones de reproducción de la especie humana. En especial, no toma en consideración el papel que juega la energía en el aumento de la productividad. Si la base energética fuera inagotable y su uso no generara problemas, esta ignorancia sería marginal. Pero es que hoy sabemos que estamos atrapados en un doble dilema: el del previsible agotamiento de los combustibles fósiles, especialmente del petróleo, y el del impacto que tiene su uso masivo, el del calentamiento global que posiblemente ya es imparable y cuyos efectos pueden perdurar más allá del fin de la era del petróleo masivo (y que obligan a cuestionar también el uso del carbón, cuyas existencias planetarias son más abundantes). La respuesta del modelo es confiar en nuevas fuentes energéticas renovables, pero el planteamiento dominante pasa por alto tanto sus características (que las hacen menos adecuadas para ciertos usos) como el hecho que su producción depende de materiales estratégicos igualmente dados en cantidades limitadas. La especie humana ha crecido en número, así como en el uso de recursos “per capita”, y presiona al resto de especies y al conjunto del planeta. Al final, cabe esperar efectos boomerang que afecten a su propia existencia. Cuando se consideran estas cuestiones, muchas de las ideas básicas que sustentan el modelo dominante y el de parte de sus críticos aparecen mucho más discutibles, empezando por el propio concepto de productividad y la forma de medirla. En las próximas décadas, existe la posibilidad de que se abran procesos de colapso y degradación, que además de generar problemas materiales obvios puede derivar en procesos sociales inmanejables, sobre todo porque serán difíciles de entender desde el marco conceptual en el que se mueve la mayoría de la población. No hay que ser muy catastrofista para temer este peligro, basta analizar la dificultad actual para alcanzar un consenso social amplio sobre la covid y las respuestas frente a ella.
Igual que se olvida la base natural que condiciona todo el devenir de la especie, se ignora la complejidad de procesos de reproducción humana. Un campo donde el pensamiento feminista ha hecho una importante labor de deconstrucción y propuesta que en sus últimas formulaciones está generando una fértil confluencia con la ecología. Como considero que está bien desarrollado (por ejemplo en la colección de libros “Economía Inclusiva” que promueve la FUHEM Ecosocial) me centraré en otra cuestión relevante de la estructura social del capitalismo actual.
La actual estructura social está dominada por modelos de organización más o menos piramidales y por carreras competitivas de un solo, o unos pocos, ganadores. Pero mantiene la ficción, socialmente poderosa, de que el éxito está al alcance de todos, que cada cual puede elegir la carrera profesional (entendida a menudo como un completo proyecto vital) alcanzable con formación y esfuerzo. Sobre esta perspectiva se construyen muchas expectativas que la realidad tiende a desmentir. No sólo porque se trata, fundamentalmente, de una construcción ideológica, propagandística, para legitimar el sistema social, el individualismo y la competitividad. También porque ninguna sociedad puede garantizar que todos los proyectos individuales son realizables sin más, y mucho menos cuando estos se centran en alcanzar niveles altos en una jerarquía o alcanzar el éxito competitivo.
No sólo sabemos que únicamente unos pocos equipos están en condiciones de ganar la liga, sino que sólo uno será el ganador. Pongamos un ejemplo radical: imaginemos que tras la pandemia proliferan las vocaciones sanitarias entre los jóvenes. Que los estudiantes de bachillerato se esfuerzan para obtener buenas notas. Y que, vista la enorme demanda, las autoridades universitarias amplían las plazas formativas en estas especialidades. Seguramente, la ampliación será menor que el aumento de demanda, por lo que se producirá una primera criba. Aun así, es posible que al final haya tantos titulados médicos que el sistema sanitario sea incapaz de garantizarles empleo a todos ellos. La cosa aún se puede complicar más si, en lugar de una vocación genérica por la actividad sanitaria, a una parte desproporcionada del conjunto desea una particular especialidad, pongamos epidemiología, lo que aumenta la probabilidad que al final muchas personas acaben viendo frustrado su proyecto profesional. Es obvio que la actual precarización del empleo en la investigación no se explica por esta problemática, sino más bien por una política de recortes y desprecio por lo científico de nuestras élites. Pero también es cierto que este proceso de precarización se ha construido institucionalmente sobre la base de promover la excelencia, de premiar sólo a los campeones. Y que este discurso ha calado en gran parte de las víctimas, que se quejan de su situación pero son incapaces de desarrollar acciones colectivas y marcos mentales que ayuden a superar la postración actual.
IV
Construir un marco conceptual alternativo es cada vez más necesario debido a la urgencia de la crisis ecológica y social. No es tarea fácil; el peso de las ideas viejas, el arraigo de conceptos como desarrollo y crecimiento económico, su capacidad para soslayar conflictos, el optimista supuesto de que la ciencia y la técnica hacen posible lo imposible… Todo ello constituye un lastre ineludible. No sólo son elementos de propaganda en manos de los medios capitalistas, sino que se encuentran insertos en el conjunto de la sociedad. Pero la única forma de hacerles frente es construyendo una visión del mundo en el que la gente pueda situar las cosas y alcanzar desarrollar un marco en el que situar luchas, proyectos, transformaciones. No partimos de cero, toda la elaboración de científicos y movimientos sociales críticos han hecho buena parte del camino.
A título de sugerencia, me parece adecuado subrayar dos cuestiones que considero que deben formar parte de este replanteamiento. La primera tiene que ver con la cuestión de los recursos y los procesos naturales. Y vale la pena rescatar la diferencia entre lo que podemos considerar “bienes comunistas” y “bienes privados”. Los primeros son aquellos que, con una buena organización social, puede garantizarse su acceso a todo el mundo. Los segundos son aquellos que es imposible universalizar. En la práctica, la frontera entre ambos es difusa, pero no imposible de delimitar. Por ejemplo, es bastante claro que puede garantizarse un consumo alimentario básico de forma universal que garantice un aporte adecuado de calorías y nutrientes. Pero no puede garantizarse un determinado nivel de consumo cárnico. La única forma de construir una alternativa social viable pasa por clarificar qué es posible garantizar a todo el mundo y qué no lo es. Aunque a menudo ello requiere un complejo proceso de análisis y debate social. La lógica de una política alternativa pasa, como es obvio por conseguir que a todo el mundo lleguen los “bienes comunistas” y articular un tratamiento adecuado de los “bienes privados”. Que no sean universalizables no significa que deban desaparecer. No todos los bienes son iguales, ni tienen la misma utilidad social. Una política alternativa pasa precisamente por buscar cuáles son los mejores mecanismos de regulación en cada caso. El mercado es una forma de regular estos bienes privados, se asignan a quien tiene recursos monetarios para acceder a ellos (lo que significa que las desigualdades sociales, de renta, son las que determinan el acceso). El racionamiento es otra forma de asignación, en teoría más igualitaria, pero (como estamos comprobando con la aplicación de las vacunas) no está ajena a la interferencia de enchufismos y discriminaciones. Por eso, la idea básica es que hay que diseñar formas específicas de asignación de aquellos bienes no universalizables pero que tienen utilidad social que no generen nuevas vías de desigualdad. Y posiblemente haya soluciones distintas para diversos bienes.
La otra cuestión es la de los diseños organizativos. Cuanto más verticales y competitivas sean nuestras organizaciones, mayores posibilidades de que generen masas de fracasados, de marginados. Por eso la cuestión de las organizaciones en todos sus ámbitos debe constituir un elemento clave de las políticas alternativas. Y tampoco en esto hay una respuesta sencilla, general. Cada organización, incluyendo la empresa capitalista típica, actúa en un contexto diferente, al que debe adaptarse. Y por ello las respuestas simplistas a menudo son meras operaciones propagandísticas, o se convierten en sí mismas en fuentes de problemas. Que el objetivo sea diseñar una sociedad que no genere las mismas tensiones competitivas que el capitalismo actual, que ayude a la gente a desarrollar proyectos vitales ricos complejos y variados, que promueva el igualitarismo y la fraternidad, no exime de buscar modelos adecuados en cada campo basados en la propia experiencia y la reflexión teórica.
En suma, de lo que se trata es de construir un marco cultural que sea consciente de las restricciones que impone nuestra vida natural, que promueva un marco de relaciones sociales donde las personas sienten que la cooperación es una condición de libertad, y donde la búsqueda de soluciones adecuadas a cada problema es el principal objetivo de la acción social.
V
Para tratar de bajar a la tierra es útil analizar los sucesos cotidianos. Dos noticias de esta semana sirven para ilustrar alguna de las cuestiones que comento más arriba.
La primera es el apagón de Texas, provocado por una ola de frío y nieve que ha costado vidas humanas y grandes destrozos. Una más de la frecuente serie de sucesos a los que nos vamos habituando, y no necesariamente el más grave. Puerto Rico, Haití o Mozambique han padecido desastres muchos peores en tiempo reciente, pero ya sabemos que estos países casi no existen en el imaginario nacional. Lo que es significativo de la crisis tejana es la combinación de una situación climática inusual con una gestión neoliberal de la red eléctrica que la ha hecho especialmente vulnerable y quizás (no tengo todos los datos) un fuerte aumento del consumo provocado por la misma ola de frío. Esta es la combinación perfecta para que se reproduzcan las situaciones de crisis, la combinación de mala gestión económica y ecológica asociada a un nivel de consumo desaforado. Unas crisis que serán recurrentes y amplificadas si no se adopta un cambio tanto en el modelo de gestión, de consumo, de organización social.
El otro ejemplo es mucho más local y, en cierto sentido, poco novedoso. La multinacional Bosch anuncia el cierre de otra planta de componentes en Lliçà d’Amunt. Una planta de larga tradición. Y aquí se combinan también varias cosas: una tradicional operación empresarial, la deslocalización hacia Polonia, y un sector que entra en crisis por el doble desafío de la energía que hemos citado anteriormente (calentamiento y pico del petróleo), un sector que está replanteando su futuro en busca de un cambio tecnológico que lo haga viable y de un modelo de empresa (la gestión de la movilidad) que permita seguir obteniendo pingües beneficios.
Que van a producirse cierres de plantas es algo que se sabe con seguridad. Lo que resulta más complicado es saber dónde ocurrirá. Pero un país que no tiene estructuras propias, que se ha convertido en un espacio de aterrizaje de multinacionales que tradicionalmente han producido aquí sus vehículos de gama baja, tiene bastantes números para que se cierren plantas. La cuestión fundamental es que aquí todas las fuerzas vivas del país llevan años haciendo esfuerzos (salariales, fiscales, comerciales) para que las grandes empresas del motor mantengan sus plantas. Pero, en cambio, no ha habido ningún interés en explorar ni los límites del modelo ni las posibilidades de avanzarse en desarrollar un modelo productivo más adaptado a la crisis ecológica, capaz de anticiparse al cambio de modelo, y menos depredador. Cuando las multinacionales se van sólo queda el derecho al pataleo y negociar despidos. Y lo que vale para el automóvil lo vivimos también en el sector turístico. Encadenados a grupos de interés e ideas de las que solo puede esperarse que nos lleven de crisis en crisis. Es verdad que falta innovación, empezando por los enfoques de lo económico.