I. Habitualmente entendemos la usura como la fijación de un tipo de interés excesivo cuando se presta dinero. Una especie de precio monopolístico. Pero si nos limitamos a esta percepción, perdemos de vista algunos de los rasgos más importantes de la cuestión. Muchos de los préstamos usurarios son en verdad impagables. Por ejemplo, esto es […]
I. Habitualmente entendemos la usura como la fijación de un tipo de interés excesivo cuando se presta dinero. Una especie de precio monopolístico. Pero si nos limitamos a esta percepción, perdemos de vista algunos de los rasgos más importantes de la cuestión. Muchos de los préstamos usurarios son en verdad impagables. Por ejemplo, esto es lo que ha ocurrido en muchas sociedades agrarias donde agricultores pobres toman préstamos de usureros locales. Basta cualquier incidente imprevisto para que el préstamo no pueda retornarse. Ahí es donde se pone en marcha el verdadero mecanismo de la usura, el que convierte un crédito temporal en una obligación vitalicia del prestatario respecto al prestamista. En la antigüedad clásica este camino podía llegar a la esclavitud. En la sociedad feudal y en otras muchas sociedades precapitalistas este ha sido uno de los mecanismos básicos en el sometimiento de los pobres a los intereses privados de una minoría. Alguien sujeto a un préstamo irretornable deberá pasar toda su vida transfiriendo una parte de su renta al prestamista y/o obligándose a otro tipo de prestación (trabajo gratuito, sometimiento político, dependencia personal…). Tan importante es el nivel del tipo de interés como la incapacidad de liberar el crédito en un plazo razonable. La usura se sostiene asimismo en un régimen institucional en el que el prestamista tiene más poder para imponer sus intereses e impedir que la deuda se salde por la vía del impago.
El neoliberalismo ha generado un nuevo modelo de usura a una escala inimaginable. Hace muchos años que lo saben los habitantes de muchos países en desarrollo que han experimentado en sus carnes la crisis de la deuda. Una crisis que casi siempre ha tenido su origen en la llegada masiva de flujos financieros al país, flujos con los que se ha financiado gastos públicos inadecuados (especialmente armamento) e inversiones privadas insensatas o meramente especulativas. Después ha tenido lugar algún suceso catastrófico (derrumbe del precio de los productos de exportación, crisis política, etc.) que han generado una crisis de pagos. Y al final, ésta se ha saldado con la imposición de un plan de ajuste, casi siempre con un paquete de ingredientes parecidos: conversión de la deuda privada en obligación pública, recortes drásticos del gasto público y de los salarios, medidas de liberalización exterior, etc.. Es una historia harto conocida. Durante bastante tiempo se atribuían todos los males a la corrupción y mala gestión de las élites de estos países, una coartada moral que permitía a las élites bienpensantes de los países ricos desentenderse del sufrimiento y la injusticia ajena.
II. Culpar de sus males a los países pobres impedía reconocer los mecanismos que, también en los países ricos, estaban conduciendo a la generación de una situación de usura global. A mi entender, en este proceso se han combinado diferentes factores que han generado una estructura económica peculiar. En primer lugar, cambios importantes en la distribución de la renta nacidos esencialmente de las mutaciones de la organización empresarial y de transformaciones en el mercado laboral. La fragmentación de las grandes estructuras empresariales del pasado mediante los mecanismos estudiados de deslocalizaciones, externalizaciones, subcontratación, etc., así como el debilitamiento de las organizaciones sindicales (no sólo en términos de afiliación, también en su capacidad de promover alternativas) ha jugado en ello un papel esencial. También los cambios en la organización de muchos mercados laborales específicos en los que la pérdida de mecanismos de seguridad ha estado asociada al reforzamiento de incentivos para unos pocos. Las desigualdades han crecido sustancialmente entre capital y trabajo y entre una élite de empleados de «éxito» y el conjunto de la masa laboral. En segundo lugar, la crisis fiscal del estado, especialmente ligada a la generalización de políticas orientadas a contener o reducir el peso de los impuestos y el sector público. Una situación que se ha producido en casi todos los países desarrollados con independencia de sus niveles de impuestos (la misma tendencia anti-impuestos ha tenido lugar en países como Suecia, España o Estados Unidos, con pesos muy inferiores de la fiscalidad). Esta presión constituye un freno a la expansión del sector público, pero puede convertirse fácilmente en endeudamiento cuando las mismas demandas sociales exigen mayor gasto público, o cuando los gobiernos se embarcan en aventuras de elevado coste (como es el caso del sostenimiento de una guerra imperial en Oriente). En tercer lugar, los desequilibrios entre naciones como resultado de la globalización del comercio internacional han generado nuevas tendencias al endeudamiento perpetuo de aquellas economías caracterizadas por déficits persistentes en la balanza de pagos. Y, dominando todo ello, la desregulación e hiperdesarrollo de un sistema financiero que ha sido el gran promotor y el gran beneficiado de esta economía del endeudamiento global. En parte ha permitido el funcionamiento de una economía donde proliferaban las personas, empresas y estados endeudados. En parte han actuados como promotores del endeudamiento con ofertas de todo tipo de créditos (hipotecas, tarjetas de crédito, préstamos colectivos…). En la burbuja inmobiliaria, ésta es una de las cuestiones que más ha favorecido este nivel de endeudamiento, su papel de pirómanos parece fuera de dudas: no sólo han sido generosos en la concesión de hipotecas a los compradores privados de vivienda sino que la suculenta financiación a los promotores está en la base del desaforado precio del suelo que alimentaba todo el proceso.
Sin duda, la bóveda de esta estructura se encuentra en el entramado de organismos internacionales y normas reguladoras que han acompañado todo el proceso. Un elemento crucial, puesto en evidencia en las primeras crisis de la deuda de los 80 era la introducción de un régimen que impedía saldar las deudas con pérdidas para los prestamistas. La conversión masiva de deuda privada en deuda pública que tuvo lugar en Latinoamérica, diseñada para evitar la quiebra de la banca prestamista, dejaba claro que, al igual que en la usura medieval, el poder estaba en manos del prestamista. Y, en consecuencia, que la crisis de la deuda tiende a perpetuar la dependencia.
III. Lo novedoso de la crisis actual es que su estallido ya no se ha producido en un país remoto, presumiblemente controlado por un Gobierno y unas élites corruptas, sino que ha tenido lugar en el centro mismo de las economías capitalistas. Y, aún con plazos y fórmulas específicas, la pauta de respuesta parece seguir la lógica de una economía usuraria. En la primera fase se ha tratado de evitar que la crisis de la deuda (esto y no otra cosa es la crisis de las «subprime» y de las empresas inmobiliarias incapaces de «colocar» en el mercado promociones a precios desorbitados) se ha tratado de salvar a los prestamistas mediante ayudas públicas directas y la asunción por el Estado de los «paquetes» de créditos fallidos. Y también con una política de gasto público orientada a mantener algo de la demanda evaporada con la crisis financiera.
Con ello se ha salvado del desastre al sector financiero y se ha reducido parte del desempleo potencial que se podía crear. A cambio se ha producido un elevado déficit fiscal en muchos países. Un déficit que genera una nueva fase de endeudamiento en la que los grupos financieros que lo han provocado (y los grupos sociales enriquecidos que representan) vuelven a estar en la posición fuerte de los prestamistas con los que la colectividad está entrampada.
Estamos entrando en la segunda fase de la crisis. Si en la primera el principal coste social ha sido el desempleo masivo, en la actual a este factor se le sumarán los intentos de recortes del gasto público justificados por el elevado endeudamiento de muchos estados. No deja de ser sorprendente que las mismas entidades de evaluación de riesgos (Standard & Poors, Fitch, Moodys) que tan laxas fueron en la evaluación de los riesgos del sector financiero, se están erigiendo en los más acerados críticos de la deuda pública. Y están consiguiendo que los Gobiernos reaccionen con propuestas de políticas de austeridad que pueden significar tanto nuevos aumentos del desempleo como graves deterioros de servicios sociales básicos. Un proceso que ya está afectando a los planes más drásticos de ajuste como el de Letonia o el que se está elaborando en Grecia, pero que pronto llegará a otras poblaciones atrapadas en el drama de la crisis fiscal y la economía de la usura. España tiene bastantes puntos acumulados para figurar en la próxima tanda de países sujetos a planes de ajuste. Si alguien dudaba de la persistencia del modelo de usura global, solo hay que prestar atención al caso islandés, donde la población va a ser sometida a indemnizaciones a los especuladores anglo-holandeses que creyeron las promesas de alta rentabilidad ofrecidas por Landsbanki. La quiebra de este banco se ha convertido en una deuda obligatoria para toda la ciudadanía de su país de origen. Y esto que se decía que en la época de la globalización el capital no tenía patria.
IV. Están en el aire las posibles reformas del sistema financiero que cada dos por tres prometen algunos líderes mundiales. Curiosamente Rodríguez Zapatero, el paladín de la socialdemocracia europea, es de los menos activos en este terreno. Quizás porque sabe del enorme poder que tiene la banca española y la capacidad de mecanismos en los que influye. Aunque la crisis ha dejado «tocada» la imagen del sistema financiero mundial, gran parte de su poder político, económico y cultural sigue intacto y puede esperarse que desarrollen una resistencia feroz a los intentos serios de minar su poder. El endeudamiento público y el desempleo van a ser argumentos que van a utilizar como defensa frente a un sector público presentado como derrochador, incapaz o ineficiente.
El deterioro de lo público ha sido una de las grandes victorias del neoliberalismo. Que ha contado entre sus aliados a gran parte de las élites políticas e intelectuales. Casi nadie ha sido capaz, o siquiera lo ha intentado, de hacer una defensa razonada y una batalla cultural en defensa de lo público. Ni siquiera en la actual crisis mundial, donde se ha puesto de manifiesto el fallo sistémico del mercado, y especialmente del mercado financiero. Y donde lo único que ha evitado el desastre ha sido, con todas sus imprecisiones e incongruencias, la intervención pública.
Nadie ha discutido la economía de la usura en la que estamos inmersos. Puesto que para ello hace falta replantear muchos aspectos del modelo dominante. Y nadie, incluso en el mundo del espacio alternativo que trata de defender, organizar y mejorar la condición de la mayoría de la población, ha sido capaz de articular una respuesta en defensa de lo público audaz y efectiva. Pronto conoceremos los efectos de la economía de la usura cuando empiecen los recortes en serio de gastos públicos básicos. De momento ya ha empezado el goteo. Basta preguntar a cualquier gestor de entidades sociales para tener noticia de recortes de subvenciones, pagos que no llegan, servicios que se deterioran. Pero ni en los sindicatos, ni en las ONGs., ni en los partidos de izquierda nadie parece dispuesto a lanzar un movimiento social que pare la gangrena. Que como menos sirva para enfrentar la predominante economía de la usura con la necesidad de una economía al servicio de la colectividad, donde lo público debe jugar necesariamente un papel destacado.