I De nuevo estamos inmersos en una dinámica que parece incontrolable. Cada día nos anuncian que estamos ante un cambio tecnológico imparable. Las finanzas vuelven a estar fuera de control (hasta el ortodoxo FMI da alguna señal de aviso al respecto). La especulación inmobiliaria a escala internacional azota a las grandes ciudades del mundo. Y, […]
I
De nuevo estamos inmersos en una dinámica que parece incontrolable. Cada día nos anuncian que estamos ante un cambio tecnológico imparable. Las finanzas vuelven a estar fuera de control (hasta el ortodoxo FMI da alguna señal de aviso al respecto). La especulación inmobiliaria a escala internacional azota a las grandes ciudades del mundo. Y, pese a los cada vez más alarmantes informes sobre el cambio climático, la dinámica depredadora no se detiene. En el plano local, la combinación de especulación con el suelo y la vivienda, el turismo de masas y las nuevas formas de distribución están remodelando el espacio urbano sin que nadie sea, por el momento, capaz de cambiar en serio sus lógicas depredadoras.
Estamos ante dinámicas económicas que conducen al desastre ecológico y social. Y que constituyen una parte del contexto sobre el que florecen respuestas reaccionarias que no harán más que realimentar los problemas. Sin duda hay que pensar en respuestas, pero primero hay que hacer el diagnóstico. Evidentemente, cada cuestión tiene sus especificidades y requiere ser analizada en concreto. Pero considero que, en todas ellas, y especialmente en la cuestión ambiental, actúan elementos comunes que me parece útil destacar.
II
En primer lugar, están las inercias: los procesos que ocurren sin pensar, que resultan inevitables dada la trayectoria que hemos seguido para estar donde estamos. Las inercias del sistema se deben a muchos factores. Los comportamientos rutinarios son poco reflexivos pero facilitan la vida cotidiana. Una vez adoptada una decisión, los costes de revertirla a menudo son mayores que los de mantener la línea escogida. Por ejemplo, cuando se ha realizado una enorme inversión, o se ha desarrollado una determinada línea de innovación tecnológica, es más fácil mantener la actividad productiva o la senda tecnológica adoptada que replantearlo todo de nuevo y tirar por la borda el dinero, el tiempo y el trabajo invertidos en el viejo proyecto. Sólo si la decisión se muestra palpablemente errónea se adoptará un cambio radical. Casi nunca se adoptan giros radicales ni en lo personal ni en lo económico. Aunque el riesgo de no adoptarlos pueda ser el desastre. Por eso acaban quebrando muchas empresas que inicialmente eran sólidas pero no supieron desvelar los cambios que debía adoptar. Lo mismo vale para todo tipo de organizaciones. La economía convencional suele olvidar este problema. Más bien cree que pequeños ajustes de precios provocan grandes cambios de comportamiento. Pero su análisis casa poco con el comportamiento real de personas y empresas. Los cambios siempre son lentos, requieren de poderosos estímulos (o amenazas), a menudo incompletos.
Y el miedo al coste del cambio provoca que la inercia se imponga y la situación evolucione a peor. Los ejemplos de la dependencia del pasado abundan. Es el caso del debate actual sobre la venta de armas a Arabia Saudita. Si uno se especializa en producir armamento, es fácil que en algún momento se deba enfrentar al dilema que se le ha planteado al Gobierno. Si, además, hay un territorio cuyo empleo depende crucialmente de este tipo de producción, aumentan los impulsos para aparcar las convicciones pacifistas. O el del modelo de transporte metropolitano: si un territorio se ha desarrollado espacialmente basándose en el uso del coche privado, resulta complejo y costoso articularlo con el transporte colectivo.
Se requiere de circunstancias extremas, de demandas sociales muy potentes y superar muchas resistencias para provocar transformaciones importantes. Sobre todo cuando estos cambios afectan tanto a empresas y organizaciones como a los comportamientos cotidianos, rutinarios, de la gente.
III
Las dinámicas que he tratado de destacar son hasta cierto punto involuntarias, automáticas. Pero a ellas se suman los intereses conscientes. Detrás de casi toda actividad económica hay algún grupo de interés, alguna empresa capitalista. Y la empresa es una institución no diseñada para resolver problemas sociales complejos sino para ganar dinero. Y, para ello, la mejor opción (o la más sencilla) es casi siempre mantener el tipo de actividad que se desarrolla. Y, a menos que las cosas estén muy claras, la primera respuesta va a ser la de intentar oponerse a los cambios. El capitalismo real no es nunca este sistema en permanente ajuste que describen los manuales de economía. Es un mundo donde las grandes empresas (y a veces incluso las pequeñas o las corporaciones profesionales) invierten dinero y esfuerzo para proteger sus intereses particulares.
Los lobbies del sector energético contra el Panel del Cambio climático, del sector financiero contra la regulación del sector, de la industria automovilística o química, son los ejemplos más evidentes de este proceder. Sabemos, por ejemplo, que uno de los apoyos cruciales a Bolsonaro proviene de la agro-empresa que constituye la principal amenaza a la Amazonia. Su trabajo no se limita a conseguir influencia sobre políticos y reguladores, sino que se extiende en la dirección de ganar influencia social, legitimar sus intereses como intereses colectivos. A menudo, los trabajadores de estas empresas son los primeros en apoyar los intereses del lobby (el caso de los astilleros de Cádiz y del mismo alcalde es paradigmático), pero su influencia se extiende mucho más allá. Y las nuevas técnicas de tratamiento de datos facilitan la aplicación de técnicas relativamente diferenciadas para consolidar la influencia social del lobby. Lo hemos visto en directo en casos locales. Por ejemplo, en la brutal oposición del sector automovilístico a la implantación del tranvía en el centro de Barcelona: el argumento mayoritario ha sido, lógicamente, el de subrayar el empeoramiento del tráfico en la ciudad tratando con ello de movilizar a los adictos al coche privado. Pero también se ha sugerido que el tranvía, al dificultar el tráfico, elevará la contaminación y los ruidos, y provocará colapsos en las zonas vecinas (con lo que se trata de alarmar a una parte de la población que no es contraria al tranvía pero que puede temer sus efectos). Y se ha generado un tercer argumento consistente en explicar que, lejos de buscar el bien común, la implantación del tranvía es una mera maniobra especulativa de un gran grupo empresarial (Alstom), con lo que se ha conseguido sumar al bloque opositor a un sector de anticapitalistas despistados.
La acción de los grupos de interés refuerza las inercias. Bloquea la adopción de cambios. O, simplemente, ayuda a que la trayectoria adoptada sea la que mejor concuerda con sus objetivos. Y, además, tiende a impedir una reflexión colectiva sobre las mejoras opciones sociales. El «no hay alternativa» no se limita a menudo al diseño de la política macroeconómica, sino que alcanza a muchos espacios particulares de la actividad económica.
IV
En algunos campos, a esto se une lo que yo llamo «pseudo-igualitarismo». Una respuesta que no nace de la acción desde arriba sino de una demanda democrática desde abajo.
La actividad económica tiene su base en la naturaleza, en los procesos reproductivos de los seres vivos, en la ocupación del espacio. Todo ello impone límites a las acciones de la especie humana, límites que de sobrepasarse pueden generar una cadena de problemas. Si esto se toma en cuenta, puede fácilmente deducirse que el acceso a todos los bienes nunca puede ser universal. Que unos bienes y servicios pueden garantizarse a todo el mundo, otros deberían de prohibirse (porque generan mal social) y otros racionarse. A los primeros los llamo «bienes comunistas»; aquellos cuyo acceso deberíamos garantizar a cualquiera. Los demás exigen un determinado tipo de gestión.
Por ejemplo, sabemos que el uso del vehículo privado genera enormes problemas de contaminación y colapsa el espacio público. Por eso, cada vez resulta más evidente la necesidad de limitar su uso. Y aquí es cuando se producen nuevos problemas y resistencias. El capitalismo consumista tiene un punto legitimador igualitario: promete a todo el mundo que tiene derecho a acceder a cualquier bien. Y en buena parte ha generalizado el acceso a muchos bienes que antes sólo eran de lujo. El problema es que la generalización causa enormes problemas sociales y ambientales; no sólo en el caso del coche, también el turismo masivo o la tenencia de mascotas, por situar cuestiones que hoy están en el centro de muchos debates. Y es inevitable que a medio o a corto plazo se proponga regular, restringir el uso de estos bienes «no comunistas» o «perniciosos».
Hay dos formas básicas de hacerlo: mediante precios o mediante racionamiento. En un mundo donde la distribución de la renta fuera completamente igualitaria el mecanismo de los precios quizás sería eficiente, pues cada cual debería decidir donde prefiere gastarse el dinero. En el mundo real de las desigualdades, los precios tienden a provocar que los ricos puedan seguir disfrutando de los bienes no comunistas, más o menos lo que ocurría en el capitalismo pre-consumista. El racionamiento es también problemático porque a menudo se abre a discriminaciones por razones diversas (clientelas, burocratismos etc.) Seguramente, cualquier solución sensata deberá adoptar combinaciones inteligentes de los diversos mecanismos y estar abierta a una evaluación periódica de sus efectos. Pero lo que parece evidente es que cualquier intento de restricción seria del uso de recursos no comunistas va a generar rechazos basados en lo injusto que unos tengan acceso y otros no. Y este rechazo se convierte en otro poderoso apoyo a los intereses y a las inercias que están impidiendo que se tomen medidas efectivas sobre cuestiones ambientales y económicas de intenso calado.
V
Impedir los desastres exige sortear estas tres dinámicas. Y, para hacerlo, lo primero es entender en cada caso cuál es su importancia. Qué fuerzas propenden a la perpetuación, qué intereses predominan y cómo, qué demandas igualitarias son respetables y cuáles no. Y, después, elaborar un conjunto de respuestas que minimicen las resistencias y faciliten las transiciones. Una acción en la que a menudo el recurso a grandes eslóganes (como por ejemplo la apelación sin matices al decrecimiento) es inútil y bloquea muchos procesos.
Nos jugamos mucho en acertar con la estrategia. La marea reaccionaria que parece invadir el planeta tiene mucho que ver con estas cuestiones. Y su triunfo constituye un grave peligro para cualquier proyecto de sociedad humana social y ambientalmente aceptable.