Escribo nuevamente sobre un tema que un analista radial vespertino en Puerto Rico bautizó en estos días -con cierto reproche que me produjo vergüenza ajena- como la «oda a la democracia participativa». Quienquiera potenciar cambios verdaderos en estos tiempos está forzado a aprender de las inéditas experiencias de lo común que están determinando los nuevos […]
Escribo nuevamente sobre un tema que un analista radial vespertino en Puerto Rico bautizó en estos días -con cierto reproche que me produjo vergüenza ajena- como la «oda a la democracia participativa». Quienquiera potenciar cambios verdaderos en estos tiempos está forzado a aprender de las inéditas experiencias de lo común que están determinando los nuevos rumbos de la América nuestra, incluyendo el de Puerto Rico. Pero el que en cambio prefiera la comodidad yerma de la retórica ideológica y las prácticas políticas de ayer, que siga prisionero del eterno retorno de la nada política.
Nuestra América experimenta una década de transformaciones paradigmáticas que ha tenido como eje la democratización radical de su modo de vida. Cansada de soportar las hipó critas prédicas de Estados Unidos y la Unión Europea, los autoproclamados paladines de la democracia global, por fin de las entrañas mismas de nuestras sociedades se ha ido materializando un nuevo y diferenciado paradigma democrático: la democracia de lo común.
A diferencia del modelo político euro-estadounidense, cuyo poder real de decisión está en manos de unas elites políticas y económicas que sólo expresan sus particulares y excluyentes intereses de clase, el nuevo modelo democrático de la América nuestra se apuntala precisamente en la autodeterminación y participación activa del soberano popular en las decisiones políticas y económicas fundamentales, tanto en sus dimensiones colectivas e individuales.
La sociedad toda se apropia del Estado para refundarlo desde sí misma, es decir, desde los valores e intereses, las aspiraciones y expectativas de las comunidades y movimientos que expresan su potenciada voluntad más allá de las esferas tradicionales del Estado. Así, el Estado se refunda a partir de su socialización y democratización real. Y para que la democratización sea real tiene que penetrar además y sobre todo en el proceso de producción social y distribución de la riqueza.
Es muy sencillo: ¿cómo se puede seguir justificando que un proceso de producción cada día más social y cooperativo, sin embargo advenga en un proceso estrictamente privativo, excluyente y egoísta a la hora de la repartición de sus frutos? La Organización de las Naciones Unidas denunció en un informe reciente que el 1 por ciento de los más ricos en el planeta se han adueñado del 40 por ciento de la riqueza global. Entretanto, la mitad más pobre sólo recibe el 1 por ciento de dicha riqueza.
Ahora bien, m ientras las instituciones políticas en Estados Unidos y Europa sufren una decidida cooptación y corrupción por parte de los grandes intereses, y sus socio-economías se hunden en la inestabilidad producto de las lógicas salvajes del capital, desde la América nuestra han surgido ejemplos de nuevos referentes políticos y económicos que son objeto de la admiración de muchos, tanto en el Sur como en el Norte. Ello queda refrendado además por el hecho de que a la misma vez que las economías del Norte se asoman nuevamente a un repunte recesivo, se espera que las economías de la América Latina tengan un crecimiento de un 4.5 por ciento, según los pronósticos del Banco Mundial.
Un caso ilustrativo de este ejemplar repunte económico sureño es Venezuela, sobre todo a partir de su modelo de economía social predicado en la idea -compartida por laureados economistas como el estadounidense Joseph Stiglitz- de que no puede haber crecimiento y, más aún, desarrollo sin bienestar común. Es por ello que contrario a la campaña ideológicamente parcializada de gran parte de los grandes medios de comunicación contra el gobierno venezolano encabezado por el presidente Hugo Chávez Frías, el presidente de la Asamblea General de la ONU, Ali Abdessalam Treki, reconoció recientemente que ese país suramericano constituye un modelo paradigmático para los demás países de la región en cuanto al adelanto de los objetivos de desarrollo trazados por dicha organización mundial hacia el 2015.
Asimismo, en un Informe del 2009, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) reconoció que Venezuela está a la vanguardia en la superación de la pobreza y la desigualdad en la región. Para ello dedica una proporción significativa de su presupuesto nacional a programas sociales. Por ejemplo, en 2009 fue el 45.7 por ciento. Ello le ha permitido reducir la pobreza de 80 por ciento en 1999 a 30 por ciento en 2009, y bajar la pobreza extrema durante ese mismo periodo de 17.1 por ciento a 7.2 por ciento.
Más recientemente, el gobierno de Venezuela se ha propuesto potenciar el desarrollo de otro eje fundamental de su revolución bolivariana: la democracia de las comunas. Propuesta como un elemento esencial de la construcción de una «nueva geometría del poder», apuntalada en el soberano popular como fuerza constituyente permanente, la Ley de Comunas, aprobada ya a finales de junio pasado en primera discusión por la Asamblea Nacional, aspira a reconocer legalmente lo que ya de hecho existe a través del país, así como eliminar las trabas burocráticas que a veces se le interponen y facilitar su desarrollo. Según el Ministerio del Poder Popular para las Comunas y Protección Social, existen ya unos 11,761 consejos comunales constituidos y otros 200 en construcción.
Bajo l a nueva legislación, la comuna es definida, desde una perspectiva micropolítica a lo foucaultiano, como una especie de microestado dentro del Estado. Son tres sus componentes esenciales: (1) el asambleísmo como expresión del autogobierno comunal; (2) la administración de las competencias y servicios propios de la gobernanza de la organización social a escala local; y (3) la democratización del orden económico, particularmente en lo referente al sistema de producción y distribución de la propiedad social.
La Ley de Comunas promueve la más eficaz desconcentración y democratización del poder mediante la participación directa de la ciudadanía en las decisiones y la gestión de las políticas públicas, incluyendo las actividades de producción social. Para ello contará con una serie de instrumentos, previamente aprobados por los habitantes de las comunas, como lo es una «Carta Comunal», bajo la cual se enunciará una normativa política y económica básica que privilegiará el bien común sobre el interés particular. También se crea un «Consejo de Planificación», un «Banco Comunal» y un «Parlamento Comunal». Este último es la principal instancia del autogobierno comunal y, como tal, aprobará una normativa para la regulación de la vida social y comunitaria. El Derecho amplía así sus fuentes materiales hacia la comunidad, más allá de la esfera estatal clásica.
En ese sentido, el Estado bolivariano se hace expresión de la fuerza normativa de las acciones del soberano popular. Es decir, facilita el proceso mediante el cual el nuevo Estado y democracia de lo común, como expresión del poder del soberano popular, se construye, como sólo puede hacerse, desde abajo. La comuna se constituye en ese espacio local desde el cual edificar la nueva sociedad comprometida con el bienestar común.
Se aleja así el actual proceso revolucionario bolivariano de los desbancados predicados ideológicos vanguardistas que pretenden hacer ver que el nuevo modo común de vida es algo que puede y debe ser impuesto desde arriba, por algún líder o partido ilustrado. La transformación es común, es decir, constituye el resultado de las potentes y comunes voluntades de los ciudadanos, o no será. El poder se refunda desde el pueblo, depositándolo en sus plurales manos soberanas. Esta parece ser la sabia determinación de esta nueva revolución dentro de la revolución.
Puntualiza al respecto la reconocida intelectual marxista chilena y asesora del presidente Chávez, Marta Harnecker , que la democracia «no significa representatividad burguesa, sino protagonismo popular, creatividad popular, iniciativa popular». Y abunda: «Democracia que significa no imponer las soluciones por la fuerza, sino ganar las mentes y corazones de la gente para el proyecto que queremos construir y construirlo con ellos, es decir, ganar la hegemonía en términos gramscianos. Y, como dice el Presidente Chávez, las mentes y corazones se ganan en la práctica, creando oportunidades para que la gente vaya entendiendo el proyecto en la medida en que va siendo constructora del mismo» (Las comunas, sus problemas y como enfrentarlos, Caracas, 2009).
«Reflexionar acerca de estas cosas no es mero diletantismo. En la resolución correcta o errada de esta problemática lo que está juego, ni más ni menos, es el futuro de la revolución», concluye acertadamente Harnecker.
* El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño «Claridad».
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