«Una mujer que vive en el río Congo, incapaz de escribir su apellido, dice a los clientes que la llamen al móvil si quieren comprar el pescado fresco que vende. Como no tiene electricidad no puede guardarlo en el congelador, y por ello lo conserva en el río, atado vivo a una cuerda, hasta que […]
«Una mujer que vive en el río Congo, incapaz de escribir su apellido, dice a los clientes que la llamen al móvil si quieren comprar el pescado fresco que vende. Como no tiene electricidad no puede guardarlo en el congelador, y por ello lo conserva en el río, atado vivo a una cuerda, hasta que entra una llamada. Entonces prepara el pescado para venderlo».
Sin colegios, hospitales, ni carreteras, pero con móvil. Con los recursos mineros explotados por empresas extranjeras y un Producto Interior Bruto (PIB) que crece cada año, pero sin electricidad. Seguramente con un Mc Donald a la vuelta de la esquina (o de la cabaña). Esta historia incluida en un reportaje sobre el incremento de las ventas de teléfonos móviles en África, publicada por El País en su selección de artículos de The New York Times, ilustra con desnudez la realidad agazapada tras las macrocifras económicas, las paradojas de la economía virtual de las altas esferas. El crecimiento del PIB de un país no vale casi nada como indicador de la calidad de vida de sus habitantes, de su salud o educación; si luego no se invierte, se redistribuye, se reparte.
EE.UU es la economía más grande del mundo. Los estadounidenses producen la quinta parte de la riqueza mundial. Este país ha crecido una media del 3,3% anual en los últimos años, sobre todo debido al consumo. Sin embargo, según la Oficina del Censo de EE.UU, 37 millones de personas son pobres y 45 millones no tienen seguro médico. Un niño estadounidense tiene más posibilidades de morir en su primer año de vida que si hubiera nacido en Cuba o Malasia. Una rutinaria injusticia social que, catástrofes como la del huracán «Katrina», tan sólo hace más transparente.
EE.UU es también la avanzadilla de una tendencia mundial: el neoliberalismo que desviste al Estado, limita la inversión pública, elimina servicios básicos, y favorece la progresiva dependencia del sector privado. El Estado se desentiende hasta de las infraestructuras, y ya ni siquiera financia la reparación de unos diques que hubieran frenado la crecida de las aguas en Nueva Orleans, ni tampoco controla el transporte público que hubiera servido para evacuar a la gente sin vehículo propio. Se defiende que la libre competencia y la liberalización de los servicios suponen una ventaja para el consumidor porque puede «elegir», pero en la práctica las grandes empresas se ponen de acuerdo a la hora de subir precios o reducir prestaciones, o bien se engullen unas a otras hasta monopolizar el mercado. Basta con observar lo sucedido en sectores estratégicos como la telefonía, el transporte aéreo o la energía, y en los que los beneficios galopantes de las grandes firmas no se han traducido en mejoras para los ciudadanos. Se argumenta que hay servicios públicos que pueden ser desempeñados con menores costes económicos por la empresa privada, y evidentemente esto es así, pero, claro está, a costa de rebajar los sueldos de los trabajadores que los prestan, de cuyas condiciones laborales la administración no se hace responsable. ¡Así también lo sé hacer yo!
Y ahora me pregunto sin alarmismo, ¿cómo actuarían estas empresas en caso de una catástrofe de las dimensiones de «Katrina»? ¿Velarían por sus intereses o por los nuestros? Sálvese quien pueda.