La atención a la salud en los países desarrollados se está transformando radicalmente, y generalmente para peor, en los últimos años. La mayor parte de las decisiones que han guiado esta transformación han emanado no de los departamentos de sanidad, sino de los de política económica. Los «economistas» – utilizaremos este término para referirnos a […]
La atención a la salud en los países desarrollados se está transformando radicalmente, y generalmente para peor, en los últimos años. La mayor parte de las decisiones que han guiado esta transformación han emanado no de los departamentos de sanidad, sino de los de política económica.
Los «economistas» – utilizaremos este término para referirnos a los generadores del discurso económico que impregna nuestros medios de comunicación – se han ocupado sin complejos en función de los conocimientos de la disciplina que les es propia, de la vida de los ciudadanos y de la actividad de profesionales de otras áreas de conocimiento. Sin embargo la actividad de los «economistas» y de los responsables de las políticas económicas ha sido rara vez objeto de la atención de otras disciplinas.
Hoy son los propios profesionales de la economía los que, para dar cuenta de lo que sucede en su campo, utilizan continuamente términos que hacen referencia a las emociones y a la actividad mental (miedo, desconfianza, tranquilidad…). Y basan sus actuaciones en su apreciación de una realidad que es perceptible por ellos pero no por el común de los mortales (que utiliza sus órganos de los sentidos y no las agencias de calificación como base para acceder a ella). Los psiquiatras nos dedicamos profesionalmente al trabajo con la actividad mental y las emociones. Y atendemos precisamente a personas que guían sus acciones por la percepción de realidades que no son compartidas por sus congéneres. No me parece disparatado que intentemos utilizar nuestros conocimientos en estas materias para comprender el comportamiento de los oficiantes de la Economía y predecir sus efectos sobre nuestra actividad y nuestras vidas.
Los psiquiatras llamamos delirio a una creencia que cobra importancia central en el modo en el que un sujeto se relaciona con el mundo y que, aunque para él se corresponde innegablemente con la verdad, no es compartida por el común de sus semejantes, e impide, por tanto, la colaboración con éstos necesaria para la vida en sociedad. Se trata de un intento que los delirantes hacen por dar sentido a una experiencia de la realidad que les resulta dolorosa porque amenaza de modo grave su identidad.
El discurso delirante tiene una estructura característica que hace que la creencia central no se vea modificada por la experiencia ni por el razonamiento, aunque para preservarla sea preciso atribuir a tal experiencia significados que a quien no delira le parecerán disparatados. Intentaré hacer ver que el discurso económico dominante comparte con el delirante esta característica.
Ello será más fácil de entender si nos detenemos en la función del delirio. La función que el delirio cumple para el delirante es preservar una visión aceptable de uno mismo que podría estar amenazada por la experiencia cotidiana.
Algunos delirantes, por ejemplo, se defienden del sentimiento de incapacidad atribuyendo a supuestos perseguidores la no consecución de sus propósitos. Como los directivos de unas entidades financieras, que han mantenido sus beneficios durante la crisis que ellos han provocado, pretenden responsabilizar de ésta a las pretendidas dificultades para despedir a los trabajadores que han producido la riqueza de que ellos se apropian. A veces por partida cuádruple: primero en forma de beneficios empresariales, luego en forma intereses de las hipotecas de los trabajadores, después en forma de «rescates» pagados por los gobiernos con los impuestos de los trabajadores y por fin en forma de inmuebles que son expropiados, además, sin que ello salde la deuda.
Otros delirantes pueden justificar su animadversión a algunos congéneres atribuyéndoles malas intenciones hacia ellos que éstos no tienen y liberándose, así, de la culpa que de otro modo les produciría su propia actitud hostil hacia ellos. Como las entidades que utilizan los fondos procedentes de los impuestos de los países de la Unión Europea , que ésta les presta a bajo interés, para comprar la deuda de algunos de estos países, después de haber hecho subir sus intereses por la mala calificación que les ha sido otorgada por unas agencias vinculadas estas entidades
Otro grupo de delirantes hace frente a este mismo sentimiento de impotencia proclamándose Mesías y empeñándose en salvar a la Humanidad de problemas que ésta no cree tener o de los que los delirantes carecen de medios para resolver. Como esas entidades financieras internacionales que siguen empeñándose en recomendar a países en dificultades las mismas estrategias que han llevado a los que lo precedieron a la ruina.
También hay delirantes que se defienden del sentimiento de impotencia atribuyéndose a sí mismos la culpa de acontecimientos que, para los demás, no ha provocado. Pero no se me ocurren ejemplos de esto entre los «economistas». En todo caso los habría en la política donde el déficit de capacidad delirante de los gobiernos puede ser suplido por la oposición (puede que el bipartidismo sea precisamente eso, un sistema en el que los ciudadanos eligen qué partido ejerce la impotencia y cuál delira atribuyendo a la otra mitad de la clase política los desastres causados por la acción de los «economistas»).
El problema que enfrentan los delirantes es que, cuando actúan guiados por sus delirios, lejos de resolver sus problemas lo que logran es colisionar con la comunidad en la que se desenvuelven. Por ello las primeras – e inhumanas – reacciones de tales comunidades hacia ellos consistieron en excluirlos de las mismas y confinarlos en lugares desde los que tales fricciones fueran imposibles. Este y no otro es el origen del manicomio y de lo que Foucault designó «el gran encierro» al que se les sometió para que no interfirieran en los primeros – y fallidos – intentos de construir una sociedad basada en la Razón. Hoy, por fortuna, los psiquiatras pretendemos tratarlos de modo que la exclusión no sea necesaria y se haga posible la integración en la sociedad, porque creemos que contamos con remedios para lograrlo.
Puede que, hasta que encontremos remedios para erradicar el discurso de los «economistas» no nos quede más alternativa que excluir a quienes lo producen de nuestra vida social y confinarlos donde no puedan hacer daño.
No quisiera que se me entendiera mal: no pretendo decir que los «economistas» estén locos. Al revés creo que son responsables de sus actos y que, por tanto, habría que pedirles responsabilidades del mal que causan. Lo que me parece es que si queremos salir de la situación en la que su discurso nos ha metido, tendremos que partir de la base de que, dada la estructura del mismo, no es posible ni siquiera discutirlo: hay que detectarlo, para aislarlo, evitar que tenga efectos prácticos y a ser posible restablecer el discurso de la Razón.
(*) El autor es Psiquiatra
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.