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Cuaderno de augurios 1

Economistas perplejos

Fuentes: Mientras tanto

I Mi última entrega antes de las vacaciones la dediqué a comentar el elevado grado de incertidumbre a la hora de pronosticar si estábamos a las puertas de una nueva recesión global. La economía capitalista contiene muchos elementos que la predisponen a las crisis, pero estas no se producen automáticamente. Ni tampoco ha tenido lugar […]

I

Mi última entrega antes de las vacaciones la dediqué a comentar el elevado grado de incertidumbre a la hora de pronosticar si estábamos a las puertas de una nueva recesión global. La economía capitalista contiene muchos elementos que la predisponen a las crisis, pero estas no se producen automáticamente. Ni tampoco ha tenido lugar hasta ahora el tipo de derrumbe que esperaban algunos de los principales teóricos marxistas de principios del siglo pasado. La economía capitalista ha seguido expandiéndose en medio de altibajos y profundas convulsiones, y hoy por hoy ha alcanzado un grado de hegemonía social mayor de lo que posiblemente tuvo en el pasado; en parte por méritos propios y en buena medida por deméritos de los que en algún momento trataron de desarrollar sistemas alternativos. 

La economía capitalista está, sin embargo, lejos de representar una fórmula deseable de gestión de la actividad económica. No sólo por su inestabilidad intrínseca, sino sobre todo porque está lejos de garantizar niveles satisfactorios de vida al conjunto de la humanidad. Más bien resulta evidente que constituye el principal determinante de la crisis ambiental que asola a la sociedad y del aumento de las desigualdades que se ha producido en muchas partes del planeta. Su impacto es tan evidente que ambos temas, el de las desigualdades y el de la crisis ambiental, empiezan a aparecer en las agendas de los foros oficiales, aunque se trata casi siempre de una inclusión retórica, sin ninguna estrategia real de cambio.

Lo que resulta novedoso es la proliferación de malos augurios que domina el ambiente económico en los últimos meses, algo que se ha reforzado a lo largo del verano. Hay nerviosismo en las bolsas, en los gobiernos y en los organismos reguladores. A esta situación contribuyen diversos factores. Muchos de origen político, especialmente provocados por las intervenciones proteccionistas de Trump y la amenaza del Brexit. Otros generados por los indicadores económicos, que muestran una clara desaceleración de la actividad en Europa y Asia y la posible entrada en recesión de algunos países. Pero, con ser importantes estos aspectos, lo más relevante es el desconcierto de los gurús económicos. Un desconcierto que tiene que ver con lo ocurrido tras la crisis de 2007.

II

Más allá de las posibilidades de que se produzca una recesión, lo que preocupa a muchos economistas ortodoxos es la conciencia de no tener políticas de respuesta claras ante una nueva crisis. De hecho, para la inmensa mayoría de las élites la propia crisis de 2008 constituyó una mala sorpresa inesperada. La respuesta que se dio a la crisis fue diversa. En un primer período se adoptaron moderadas políticas expansivas del gasto público, que generaron algunos impactos positivos pero que al provocar un aumento de los déficits públicos dieron paso, especialmente en Europa, a políticas de austeridad que agravaron la situación allí donde se pusieron en práctica. Pero lo que prevaleció en conjunto fue el papel predominante de la política monetaria por encima de cualquier otra. Una política supuestamente en manos de personal altamente cualificado que tiene las claves de la actividad económica. En la práctica, al final ha prevalecido una política monetaria bastante heterodoxa, tanto por parte del Banco Central Europeo como por la Reserva Federal, basada fundamentalmente en mantener bajos los tipos de interés y realizar inyecciones masivas de dinero al sistema financiero (bien a través de ayudas directas a la banca, bien mediante la compra masiva de bonos en los mercados -muchos también de origen bancario-).

El objetivo esperado de esta política era que la inyección masiva de dinero provocaría tanto una reactivación de la demanda agregada como un repunte de la inflación que permitiera aliviar la situación de personas y empresas con deudas. Lo que ahora se plantea es que, a pesar de este masivo estímulo monetario, ni se ha fortalecido la demanda global ni se ha dado el pronosticado repunte de la inflación. Todo apunta a que estamos ante una situación a la japonesa. Japón vivió una profunda crisis de deuda en la década de los noventa y, desde entonces, lleva practicando sin éxito políticas de expansión monetaria. Lo que más preocupa ahora es la inexistencia, por parte de la economía convencional, de respuestas alternativas ante una nueva recesión. De hecho, si de algo ha servido la política de expansión cuantitativa es para mantener bajos los tipos de interés de la deuda, lo que ha permitido a muchos países (como es el caso de España) mantener altos niveles de endeudamiento a un coste soportable. Pero este elevado endeudamiento dificulta, a su vez, que la respuesta a una nueva recesión sea un aumento del gasto público con más déficit. Esta política ha sido también para salvar a los grandes bancos, pero, al mismo tiempo, los bajos tipos de interés afectan negativamente a la rentabilidad de los mismos. En suma, las medidas adoptadas como respuesta a la crisis no han funcionado como sus promotores pensaban, y ahora cunde un clima de confusión y de no saber qué respuestas dar a los nuevos retos.

El problema de fondo es de concepción intelectual de las políticas y de configuración de estas últimas. La contrarrevolución neoliberal orientada a limitar la capacidad de intervención del sector público (y de la democracia) sobre la economía, a ampliar el poder del capital privado, y a abrir numerosas posibilidades al enriquecimiento especulativo, es lo que nos ha conducido hasta aquí. En el plano de la política económica, dejó toda la iniciativa a la política monetaria gestionada por instituciones «independientes». (Una política monetaria sustentada en teorías que en muchos aspectos se han mostrado falaces e incapaz de entender que, en un sistema con una maraña tan inmensa de mecanismos financieros, la inyección de más dinero en el sistema puede canalizarse por vías completamente diferentes de las previstas en los modelos teóricos más simplistas.) Y, al mismo tiempo, destruyó gran parte de los mecanismos de acción pública y colectiva que en gran medida condicionaban el funcionamiento del capitalismo real. (Lo que se llamó «capitalismo keynesiano» no fue solo la introducción de una política presupuestaria expansiva para paliar las recesiones, sino además la introducción de numerosas reglas e instituciones -nacionalización de servicios básicos, regulaciones restrictivas del sector financiero, leyes de protección a la acción sindical, introducción de algunas medidas de planificación, etc.- que limitaban los impulsos más destructivos del capitalismo.) Cuando todo esto ha quedado fuera de la política real (y no ha sido sustituido por nuevos mecanismos de regulación eficaces), poner el juego de la política monetaria en manos de mentes expertas resulta una quimera.

III

Hay un segundo elemento de desconcierto, quizá menos extendido pero palpable, que tiene que ver con la llamada «nueva revolución tecnológica». Hasta ahora gran parte del pensamiento económico, incluido buena parte del alternativo, ha pensado que los grandes ciclos expansivos están asociados a la introducción de un nuevo paquete de tecnologías que generan un nuevo flujo de innovaciones, productos que favorecen la expansión de la actividad económica, el empleo, el bienestar… Esto es lo que se piensa de las «revoluciones industriales precedentes». Y, en cambio, no se percibe que el último período de innovaciones basadas en lo digital haya tenido ese impacto. Es posible que en esta evaluación pese un punto de vista escorado en los países centrales y no se tenga en cuenta la poderosa expansión de economías como la china o la india. Pero hasta el momento una digitalización económica ya sostenida no ha provocado la dinamización que esperaban sus promotores. Lo que quizá tenga que ver con la diferente naturaleza de las nuevas tecnologías, que en muchos casos no introducen nuevos productos sino que se limitan a sustituir a los viejos o a cambiar las formas de producirlos. Mientras que el ciclo expansivo de los años cincuenta y sesenta se basaba en la introducción de nuevos productos que ampliaban la cesta de consumo de la gente (coches, electrodomésticos), ahora muchas de las nuevas tecnologías únicamente sustituyen unos productos por otros (algo muy evidente en los bienes destinados al ocio). Frente a la idea de que todo cambio tecnológico ha de introducir una modificación de las viejas estructuras, lo que parece hacer el actual es acentuar algunos de efectos ya conocidos (por ejemplo, en relación con su impacto visible sobre el sistema del comercio de proximidad, aunque aquí no solo intervenga una cuestión tecnológica).

Todo esto se produce, además, en un contexto en que los salarios de la mayoría de la población están estancados o a la baja, lo que supone que cualquier nuevo consumo sustituirá a otro precedente, y por tanto no dará lugar a un crecimiento del gasto que incentive a la postre un aumento de la actividad.

Todo el debate sobre la nueva revolución tecnológica está lleno de confusión (hay por todas partes apologistas y detractores a ultranza) y se echa en falta una evaluación de los contextos sociales en los que se introducen los nuevos productos. Hoy por hoy, el cambio parece avanzar más en las actividades especulativas y de manipulación de las conciencias que no en ofrecer un horizonte de bienestar humano generalizado.

IV

A todo lo anterior se suma la cuestión de la crisis ambiental. Tras años de olvido (y negacionismo) por parte del pensamiento económico dominante, la percepción de estar ante una crisis ecológica de insospechadas repercusiones se está abriendo paso. Y esto genera una enorme dificultad en muchos campos. En el del análisis teórico es difícil introducir los problemas ambientales en el marco de los esquemas habituales (no sólo los de la economía neoclásica; también para muchos economistas marxistas se plantea la misma dificultad). Para el pensamiento ecológico, en gran parte alimentado por científicos naturales, la dificultad es otra: la de entender y diseñar adecuadamente los efectos sociales de las políticas ambientales. Pero las dificultades se multiplican cuando se pasa de la teoría a la implementación. La opción de descarbonizar la actividad económica choca, por ejemplo, con los intereses y las opciones de los países y los sectores que han basado su economía en el petróleo, tiene un impacto social y geoestratégico de gran alcance y puede generar enormes convulsiones por los movimientos reactivos de los aún poderosos intereses de la vieja economía. Todo ajuste hacia una economía verde implica cambios en formas de vida, en organización social, que a menudo son difíciles de concebir y de poner en práctica sin resistencias paralizantes. Y, hasta el momento, tampoco el pensamiento alternativo ha conseguido elaborar una hoja de ruta mínimamente coherente y orientadora.

V

La perplejidad de la economía convencional sería mero motivo jocoso si de verdad tuviéramos propuestas sólidas. Pero a corto plazo podemos estar ante una situación verdaderamente complicada, con repuntes del desempleo, con políticas incoherentes e ineficaces. Entramos en un período de enorme confusión, donde los augures de diverso signo proliferarán. Precisamente cuando hace más falta que nunca claridad en el diagnóstico y propuestas acertadas. Al menos ahora sabemos lo que no funciona, sabemos que el crecimiento sostenido es inviable e indeseable. Pero puede resultar insuficiente ante la proliferación de demagogos y reaccionarios que propicia la situación. Por eso, más que nunca, nos hace falta un buen trabajo intelectual y una intervención social responsable y en continua autoevaluación.

Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-182/notas/economistas-perplejos