En vísperas de la toma de posesión de Donald Trump, el presidente de United Auto Workers (UAW), Shawn Fain, probablemente el líder sindical más importante actualmente en EE UU, declaró que su sindicato estaba “dispuesto a colaborar con Trump”.
La actitud conciliadora de Fain se basa en una política clave de Trump: los aranceles. A pesar de que, una y otra vez, los aranceles han afectado negativamente a la base de sustento de la clase obrera, Fain cree que benefician por igual a la clase trabajadora estadounidense, mexicana y canadiense.
Hay una llamativa omisión en las declaraciones de Fain sobre los aranceles: China, el principal objetivo de cada ronda arancelaria de Trump. Sin embargo, en una entrevista posterior con The Lever, Fain aplaudió tanto los aranceles del gobierno de Trump como los del gobierno de Biden sobre los productos chinos, incluido el aumento de los aranceles que impuso Biden el año pasado sobre los vehículos 100 % eléctricos, por razones de seguridad nacional.
Esta retórica se alinea con la de otros líderes sindicales. El presidente del sindicato de transportes, Sean O’Brien, dirigiéndose a los técnicos de mantenimiento de United Airlines en marzo, condenó a la compañía por “trasladar los puestos de trabajo de nuestros afiliados a la China comunista”. En un gráfico publicado por el sindicato en las redes sociales se preguntaba: “¿Confiaría usted las reparaciones de aviones a China? United Airlines sí”. La presidenta de AFL-CIO, Liz Shuler, ha presionado tanto al gobierno de Biden como al de Trump para que aumenten los aranceles a China con el fin de limitar los “productos comercializados en condiciones no equitativas” para “avanzar en la seguridad nacional y económica”.
Aunque las y los líderes sindicales han procurado distanciarse del último frenesí de Trump de imponer aranceles a todos los países, el espectro de la chinofobia sigue rondando su defensa de los aranceles estratégicos. La presidenta de la Federación Estadounidense de Maestros, Randi Weingarten, se hizo eco de las palabras de Fain, diciendo que los aranceles deberían reservarse para “determinados países… que violan los derechos laborales o que subvencionan sus industrias de exportación”.
El proteccionismo contra China ha unificado a líderes sindicales y políticos estadounidenses en torno a la política económica en los últimos años. Incluso antes de que se impusieran aranceles de hasta el 145 %, la guerra comercial entre Estados Unidos y China reconfiguró drásticamente la industria automovilística mundial, y los trabajadores y trabajadoras chinos del sector se han llevado la peor parte de los aranceles estadounidenses. La escalada de Trump con China abre más espacio para que las y los políticos, incluidos los demócratas, promuevan políticas antichinas; un día después del anuncio de Trump de imponer aranceles del 125 % a China, la primeriza senadora por Michigan, Elissa Slotkin, presentó un proyecto de ley que pretende prohibir la entrada de vehículos chinos en EE UU. “Me tumbaré en la frontera para evitar que los vehículos chinos entren en el mercado estadounidense. Este es el primer proyecto de ley que presento en el Senado, y es por una razón”, dijo Slotkin.
En otras palabras, la chinofobia es una parte fundamental de este proteccionismo económico. Define la plataforma política de la extrema derecha y articula sus puntos en común con el Partido Demócrata.
La chinofobia de la clase trabajadora estadounidense tiene su propia historia. Las primeras organizaciones sindicales nacionales de EE UU, desde los Knights of Labor hasta la American Federation of Labor (AFL), se unieron para intentar excluir a la mano de obra inmigrante china. Consideraban que esta era por naturaleza antagónica con la estadounidense. Ahora, con el ascenso de China en el escenario mundial y el declive de los ingresos de la gente trabajadora estadounidense a lo largo de décadas de neoliberalismo, el razonamiento sigue siendo el mismo: China está socavando subrepticiamente la competencia al ofrecer productos y mano de obra baratos, beneficiando así a los intereses monopolistas. Esto supone una amenaza existencial no solo para los trabajadores y trabajadoras organizados, sino también para los fabricantes nacionales. Esta falsa lógica ignora que los ataques contra el trabajo proceden del propio sistema capitalista. Las medidas proteccionistas de los gobiernos capitalistas, como los aranceles o las restricciones a la inmigración, no podrán resolverlos.
Como en el siglo XIX, el mundo del trabajo estadounidense ha encajado los efectos perjudiciales del paso del capitalismo a niveles de explotación aún más altos, confundiendo el síntoma con su causa. En última instancia, la chinofobia ha empujado a la clase trabajadora a establecer alianzas fáusticas con su clase capitalista, en lugar de convertirse en una fuerza política independiente capaz de desbaratar el capitalismo monopolista.
Existe una alternativa, que consiste en rechazar firmemente el nacionalismo económico y reconocer que la opresión de clase global bajo el capitalismo es la fuente de los males laborales en todas partes. Los trabajadores y trabajadoras de base de todos los sindicatos pueden luchar por esta alternativa oponiéndose al apoyo de sus líderes a las políticas comerciales de Trump. El movimiento obrero estadounidense solo podrá defenderse de la ofensiva de la extrema derecha que se está desarrollando si emprende una vía política independiente.
A finales del siglo XIX, las y los trabajadores estadounidenses encabezaron el movimiento para bloquear la inmigración china. Aunque las actitudes chinófobas existen en la clase trabajadora desde hace mucho tiempo, la exclusión china no cuajó en un movimiento político nacional hasta finales de la década de 1860, justo cuando el capitalismo estadounidense empezó a desarrollarse con toda su fuerza. La expansión masiva del sistema ferroviario tras el final de la Guerra Civil sentó las bases del desarrollo capitalista en Estados Unidos. La mano de obra china importada a bajo coste fue la principal fuerza de trabajo dedicada a este empeño: estaba dispuesta a trabajar muchas horas y en condiciones peligrosas por un salario bajo. Las y los trabajadores estadounidenses, en particular quienes luchaban por una jornada de ocho horas, acabaron por ver en ello una amenaza para sus reivindicaciones de mejores condiciones laborales. Estos hombres de las ocho horas se convirtieron en la espina dorsal ideológica de los esfuerzos por excluir a la mano de obra china.
Ira Steward, del Sindicato de Maquinistas y Herreros de Boston, fue el principal líder nacional de la campaña a favor de la jornada de ocho horas. También desarrolló una extensa teoría de por qué los chinos amenazaban fundamentalmente los intereses de la clase trabajadora estadounidense. En un panfleto titulado The Power of the Cheaper Over the Dearer (El poder de lo más barato sobre lo más preciado), Steward afirmaba que la capacidad de malvender “lo invade todo”, un rasgo encarnado sobre todo por la “semicivilización” china. Aunque reconoció que la expansión de los mercados capitalistas en todo el mundo contribuye a amplificar “el poder de lo más barato”, advirtió de que los trabajadores chinos eran especialmente peligrosos porque eran “de mente estrecha y supersticiosos, justo la condición para invitar al crudo despotismo de un Emperador”.
Lo que Steward veía como la propensión intrínseca de la sociedad china a aceptar estándares más bajos hacía que China fuera singularmente destructiva para otras naciones. Steward sostenía que “los pobres e ignorantes paganos de tierras lejanas”, que tienen pocos medios para “levantar ejércitos”, en realidad hacen “infinitamente más daño” a los países más desarrollados, ya que “pueden trabajar y trabajan por salarios inferiores a los nuestros”.
El análisis de Steward fue compartido por muchos sindicalistas laboristas (incluso socialistas) contemporáneos. Denis Kearney, uno de los líderes obreros más virulentamente antichino de la década de 1870, dijo que “un chino vivirá de arroz y ratas. Dormirán cien en una habitación que un blanco quiere para su mujer y su familia”. En un discurso a los zapateros de Lynn, Massachusetts (que protagonizaron la mayor huelga de la historia de Estados Unidos antes de la Guerra Civil), relacionó “la cuestión de la mano de obra barata china” con “el interés de los monopolistas ladrones”. Esta actitud proporcionó una justificación ideológica para que la clase trabajadora estadounidense se aliara con sus patrones para atacar a la mano de obra china a través de organismos como la Asociación Antichina Apartidista de California. El historiador Alexander Saxton observa que, aunque los trabajadores y fabricantes estadounidenses colaboraron para luchar contra lo que consideraban una alianza entre monopolistas y trabajadores chinos, “cuando contraatacaron, generalmente lo hicieron contra los chinos”, no contra los patrones.
Las asociaciones obreras antichinas florecieron precisamente cuando el capitalismo estadounidense empezó a transformarse en un sistema dominado por los monopolios. Muchas conquistas laborales se eliminaron a medida que se multiplicaban los pánicos económicos de magnitud hasta entonces desconocida, como en 1873. Las pésimas condiciones de la mano de obra china fueron una de las muchas atrocidades provocadas por el crecimiento del capital monopolista.
Pero, ¿por qué la mano de obra china, en particular, fue percibida por la clase trabajadora estadounidense como la raíz de estos males? El problema es que, como dice la crítica literaria Colleen Lye, la retórica del “despotismo oriental [fue utilizada] tanto por los socialistas estadounidenses como por los reformistas agrarios para explicar la decadencia del capitalismo monopolista”. Dichos reformistas sindicales y sociales consideraban a China, en palabras de Lye, un “fracaso paradigmático de la sociedad oriental en su evolución hacia el capitalismo”. Identificaron erróneamente a la sociedad china con una extensión de los intereses monopolistas, en lugar de reconocer la difícil situación que compartían con la clase obrera china causada por el capital monopolista. La chinofobia llevó a los reformistas sindicales a diagnosticar erróneamente los monopolios como una regresión del desarrollo capitalista, y no como el desarrollo lógico del capitalismo.
La mano de obra china se consideraba así un vestigio de un pasado atrasado, que detenía la marcha de EE UU hacia la modernidad capitalista y socialista. Este error analítico condujo a la colaboración de clases entre líderes sindicales y fabricantes estadounidenses. Sin una comprensión adecuada del capitalismo monopolista, el movimiento obrero fue vulnerable a nuevos giros oportunistas cuando los monopolios empezaron a ofrecer concesiones mientras se aferraban a su chovinismo. Cuando los monopolios cortejaron a los líderes de la AFL con beneficios para los trabajadores y trabajadoras cualificados blancos en la década de 1890, la burocracia obrera se reconcilió rápidamente con ellos. En cambio, los chinos aún tenían poco que ofrecer para calmar los temores económicos racializados de la clase trabajadora.
Durante la Guerra Fría, el movimiento obrero combativo que surgió en la década de 1930 se había desmovilizado e institucionalizado dentro del Estado. Dirigentes sindicales como George Meany, de la AFL-CIO, eran a menudo más belicosos que sus homólogos de la CIA. Para ellos, la revolución comunista china de 1949 significaba que China volvía a ser una amenaza económica para el libre comercio y la clase trabajadora estadounidense, unida a un creciente poder político en una nueva expresión de despotismo oriental. Esta aversión específica hacia China fue suficientemente profunda como para ponerse de manifiesto incluso durante la histeria antijaponesa de la década de 1980, con motivo del crecimiento de la industria automovilística nipona. En 1982, los dos trabajadores blancos del automóvil que confundieron al estadounidense de origen chino Vincent Chin con un japonés y lo asesinaron, le llamaron despectivamente chink y Chinaman.
La crítica de los hombres de las ocho horas a la competencia china volvió a ser relevante para la clase trabajadora estadounidense en la década de 1990, cuando cientos de millones de trabajadores y trabajadoras chinas mal pagadas inundaron los mercados mundiales tras la reincorporación del Estado chino a la economía mundial. El giro de China a favor de las reformas de mercado salvó al capitalismo mundial de una tasa de crecimiento estancada. Esta nueva fábrica del mundo ayudó a reavivar las condiciones para que los capitalistas recuperaran beneficios. Pero a ojos de la clase trabajadora estadounidense, el ascenso de China provocó otra crisis para la fabricación nacional, ya diezmada por la desindustrialización bajo el neoliberalismo.
Una vez más, los trabajadores y trabajadoras se equivocaron de enemigo. Simplemente, la mano de obra china no robó las oportunidades de empleo en EE UU. Los nuevos empleos que aparecieron en China eran cualitativamente diferentes. Se diseñaron con salarios bajos para adaptarse a las nuevas necesidades de los regímenes capitalistas y de las empresas. Esta reconfiguración fue fruto de la connivencia entre el gobierno estadounidense, su homólogo chino y las empresas estadounidenses.
El año 2000, el activista antiglobalización de Hong Kong Sze Pang Cheung argumentó que las sanciones comerciales no revertirían esta explotación. Solo reforzarían el poder de los países más fuertes. Crearían un doble rasero, ya que los países más poderosos serían los encargados de aplicar las sanciones, mientras que podrían eludir sus propias violaciones. Sze Pang Cheung aboga por desvincular nuestra defensa de las normas laborales mundiales de las sanciones comerciales que sirven a las élites gobernantes mientras condenan a una parte de la mano de obra.
La clase trabajadora estadounidense podría haberse unido a la china para reforzar la protección laboral mundial. Pero esas perspectivas internacionalistas quedaron marginadas por las nacionalistas. En la década de 2000, una alianza de trabajadores y fabricantes nacionales, representada por grupos como la Alianza para la Manufactura Estadounidense (AMM), encabezaron la oposición a la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio. El resurgimiento del nacionalismo económico llevó a la clase trabajadora estadounidense a atribuir erróneamente a China la causa de un problema cuando, en realidad, era fruto de las maquinaciones de las élites gobernantes mundiales.
La retórica sindical sobre China se adelantó y alineó con lo que el economista de extrema derecha y actual asesor comercial de la Casa Blanca, Peter Navarro, en su libro de 2011, titulado Death by China, llamó “armas de destrucción de empleo” de China, que según él “han destrozado totalmente los principios tanto del libre mercado como del libre comercio”. Tales medidas antichinas parecían inútiles entonces, durante el apogeo del acercamiento entre Estados Unidos y China en torno a la globalización, pero esta alianza interclasista contra China se volvió más productiva para la clase dominante cuando las relaciones comenzaron a deteriorarse durante el primer mandato de Trump. La chinofobia obrera estadounidense se ha vuelto nuevamente útil para el sistema capitalista en esta nueva era de transición, en busca de mejores condiciones para mantener la rentabilidad. La respuesta de las élites gobernantes consiste en recuperar el nacionalismo económico mientras perpetúan los peores excesos de la austeridad neoliberal. Los aranceles de Trump este año son obra de Navarro, y China sigue siendo su objetivo principal.
La defensa por parte de los sindicalistas de unos aranceles más altos a China encajaba en este programa nacionalista. En marzo se dijo que la AMM era “el apoyo intelectual externo más ruidoso” a la política comercial de Trump. El estribillo común de las y los líderes sindicales estadounidenses hoy en día mezcla la lógica económica de Steward con el anticomunismo de Meany, mejor representado por la acusación de Shuler de que el sistema autoritario de China impone prácticas comerciales desleales que perturban la libre competencia. Para estos líderes sindicales, la amenaza de China también se magnifica porque la creciente fuerza militar y económica del país apuntala ahora su capacidad para violar las leyes del comercio, de la misma forma que EE UU.
A medida que afirma su propia hegemonía en el orden económico global, China ha impuesto cada vez más sus propios criterios en el comercio mundial. Ha presionado a las naciones en desarrollo de su órbita para que apoyen sus ambiciones revanchistas en Taiwán, disuadiéndoles de comerciar con el país insular. Al igual que EE UU, China ha mostrado una creciente beligerancia en el mar de China Meridional, violando la soberanía de países como Filipinas. Pero este comportamiento no es en absoluto único. En el capitalismo, los países capitalistas avanzados se ven obligados a crecer y proteger sus mercados, y a defender sus esferas de influencia por medios militares o económicos.
Sin embargo, el fantasma de Steward sigue ahí. En febrero, los presidentes de cuatro grandes sindicatos ‒United Steelworkers, International Brotherhood of Electrical Workers, International Brotherhood of Boilermakers e International Association of Machinists and Aerospace Workers‒ pidieron a Trump que impusiera aún más aranceles a China para salvar la industria naval estadounidense. Califican de “depredadoras” las subvenciones gubernamentales de China a su propia industria de construcción naval, sugiriendo que tales acciones distorsionan artificialmente la competencia para perjudicar a los trabajadores y trabajadoras estadounidenses.
Ahora bien, las subvenciones estatales para impulsar la producción forman parte de todas las economías capitalistas. Por otro lado, el gobierno de Trump, con sus aranceles y otras políticas, ha burlado descaradamente y a mayor escala los acuerdos comerciales mundiales. A pesar de la transformación del papel de China en la economía mundial, la lógica de Trump y de las y los obreros que atacan a China sigue siendo sorprendentemente coherente con la creencia de Steward de hace más de un siglo: China puede dominar el mundo distorsionando la libre competencia.
Trump ha dado ahora a estos líderes sindicales mucho más de lo que pedían. Pero no debemos perder de vista el hilo conductor de esta caótica andanada. A principios de abril, Navarro dijo explícitamente que los aranceles pretenden “presionar a otros países, como Camboya, México y Vietnam, para que no comercien con China si quieren seguir exportando a EE UU”. Trump estaba dispuesto a pausar la subida de aranceles a todos los países mientras aumentaba los aranceles a China. El objetivo de escalar la rivalidad interimperialista con China condiciona las maniobras económicas globales de Trump. Y la chinofobia largamente perfeccionada por una alianza del trabajo y el capital estadounidenses ha proporcionado un fuerte impulso a este esquema.
Una vez más, la chinofobia también garantiza que no surja en Estados Unidos ningún movimiento obrero independiente unificado que plantee un desafío político efectivo al neoliberalismo. El chovinismo sirve ahora a los intereses de un imperio en declive, cada vez más intransigente en su lucha por mantener su poder mundial.
Los peligros del compromiso del movimiento obrero con la extrema derecha también son mayores hoy en día porque la extrema derecha solo puede asegurar su fuerza disciplinando a la clase trabajadora, ya sea aplastando sus organizaciones o integrándolas. A pesar del añadido posterior de Fain de que los aranceles amplios son “imprudentes”, su aceptación del nacionalismo económico ya cede un terreno significativo a la derecha. Debemos determinar cómo negociar con nuestros adversarios basándonos en lo que mejor capacite a la clase trabajadora para maximizar su poder de negociación. Las políticas basadas en la competencia capitalista que perjudican a los y las trabajadoras en el país y en el extranjero no lo hacen. Los aranceles de Trump ya han llevado a Stellantis a despedir a más de 900 trabajadores y trabajadoras estadounidenses, al tiempo que ha suspendido la producción en plantas canadienses y mexicanas. General Motors está aumentando la producción, solo para contratar a personal temporal mal pagado.
Y lo que es aún más peligroso, transigir con Trump sobre los aranceles no es lo mismo que el hecho de que los sindicatos negocien acuerdos con los empresarios para consolidar las conquistas del movimiento. Los aranceles de Trump son indisociables de un proyecto político más amplio conscientemente dedicado a desmantelar completamente las organizaciones obreras. Separar la política del movimiento obrero reduce aún más la capacidad de la clase trabajadora para defenderse de los ataques de la extrema derecha. La dirección de la UAW se engaña a sí misma pensando que el movimiento obrero podría obtener beneficios proporcionando una cobertura de izquierdas al programa central de la extrema derecha.
Fain incluso promueve la fabricación nacional estadounidense como “clave para la seguridad nacional”, ya que “cuando no puedes producir nada, te estás exponiendo al ataque de cualquiera”. Recuerda con nostalgia los días de la Segunda Guerra Mundial, cuando las fábricas de automóviles utilizaban el exceso de capacidad “para construir bombarderos, para construir tanques, para construir jeeps… que se convirtieron en el arsenal de la democracia… para defendernos”. Puede que esta afirmación fuera más acertada cuando EE UU luchaba contra los nazis, pero decirla hoy sin matizar nada significa nada menos que respaldar las ambiciones imperiales de EE UU.
El argumento de que las naciones extranjeras han destripado la mano de obra estadounidense reduciendo puestos de trabajo y rebajando su nivel de vida proporciona una poderosa munición ideológica a la extrema derecha. La gente que cree en esos mitos podría encontrar un terreno común con el trumpismo. Inculca a las y los trabajadores la mentalidad de que sus males son la causa de las amenazas nacionales extranjeras, en lugar de un problema sistémico que comparten con la mano de obra china y la de otros países. Y la agenda política de Trump se beneficiaría de un electorado laboral alineado con los principales principios de su horizonte ideológico.
Existen medidas alternativas para que la clase trabajadora rechace tanto el neoliberalismo como el nacionalismo económico. Tobita Chow sugiere que podríamos organizarnos en torno a “objetivos empresariales compartidos”, como Apple (o Tesla), que tienen cadenas de suministro que conectan los dos países y perjudican a estadounidenses y chinos por igual. Michael Galant recomienda proponer al movimiento obrero que exija a organismos laborales internacionales, como la Organización Internacional del Trabajo, la adopción de un salario mínimo mundial. Andrew Elrod reclama políticas específicas para limitar los beneficios empresariales, como “prohibir la recompra de acciones, gravar los beneficios excesivos y aumentar los impuestos individuales sobre la renta de los altos directivos [para] obligar a las empresas a reinvertir sus beneficios”. De este modo se da más espacio a la clase trabajadora de todo el mundo para organizarse, en lugar de privilegiar los derechos de unos por encima de otros. Pero organizarse en torno a esas políticas exige romper con todos los intereses capitalistas y con el bipartidismo.
La rama de olivo que ofrece Fain a Trump en el ámbito del comercio es aún más preocupante, ya que muestra debilidad ante la extrema derecha incluso por parte del principal líder sindical actual. Ahora bien, aunque Fain simbolice el resurgimiento sindical de los últimos años, su verdadero poder reside en los y las trabajadoras de base. Algunos sectores están allanando el camino para un tipo diferente de política laboral, una política que se aleje de los designios de las élites gobernantes estadounidenses. Los miembros de la UAW de la Universidad de Columbia y de la Universidad de California han presionado a su sindicato para que relacione la represión laboral con la complicidad de sus centros de trabajo con la visión imperial de EE UU en el extranjero.
Mientras Fain sintoniza públicamente con Trump en materia de política comercial, miembros de base del sindicato en Columbia están siendo despedidos y secuestrados por el Estado por denunciar la complicidad de su centro de trabajo en el genocidio de la población palestina por parte de Israel. Las heroicas luchas de estos trabajadores y trabajadoras de base configuran una política de clase basada en la solidaridad obrera y en el internacionalismo. Hay que reconocerle a Fain que, en su última alocución en directo a los miembros de la UAW, declaró con firmeza que los miembros del sindicato que se enfrentan a la deportación, desde los trabajadores académicos que se manifiestan contra la guerra de Israel en Palestina hasta los obreros metalúrgicos enviados arbitrariamente a prisiones salvadoreñas, comparten una lucha común. Pero este mensaje es confuso sin una postura clara contra el nacionalismo en todas sus formas.
Este repunte de la combatividad de base en todos los sindicatos estadounidenses en relación con Palestina es la alternativa positiva que necesitamos a las concesiones de los dirigentes sindicales al nacionalismo económico. La izquierda debe seguir defendiendo a sus basers y movilizándolas para desafiar la conciliación de sus dirigentes con el nacionalismo de extrema derecha. La chinofobia es un nodo central que unifica hoy al sistema bipartidista y a la burocracia sindical en torno al nacionalismo económico. Ata al movimiento obrero organizado a la clase capitalista en un momento en el que se necesita urgentemente una ruptura. Fomenta peligrosamente el chovinismo en el mundo del trabajo estadounidense en lugar de capacitarlo para identificar la opresión de clase global como la fuente de sus males y la necesidad de construir plataformas reivindicativas e instituciones políticas independientes para luchar contra ella.
Observando el rápido crecimiento del fascismo en Alemania en 1931, el revolucionario comunista León Trotsky señaló que los socialistas debían animar a los trabajadores y trabajadoras ‒especialmente a quienes estaban en los sindicatos burocráticos y otras organizaciones‒ a “poner a prueba el valor de sus organizaciones y dirigentes en este momento, cuando es una cuestión de vida o muerte para la clase obrera”. Este mismo principio se aplica hoy: los trabajadores y las trabajadoras deben organizarse contra el compromiso de nuestros líderes con todas las formas de chovinismo a fin de salvar el futuro del movimiento obrero estadounidense.
Texto original: https://www.thenation.com/article/economy/american-labor-anti-china-racism/
Traducción: viento sur
Promise Li es militante socialista de Hong Kong y Los Ángeles. Es miembro del Colectivo Tempest y de Solidarity y ha militado en el trabajo sindical de base en la educación superior, la solidaridad internacional y en campañas antiguerra, así como en la lucha de inquilinas e inquilinos en Chinatown.
Fuente: https://vientosur.info/ee-uu-el-sindicalismo-tiene-un-problema-con-china-pero-no-es-el-que-crees/