Pareciera que las autoridades políticas estadounidenses tenían sólo una cosa en mente cuando estalló la crisis financiera, que su país en gran parte causó: rescatar a los bancos de sus pésimas inversiones de la última década. Cuando se congelaron los mercados crediticios interbancarios (detonado por la casi quiebra del banco inversor Bear Stearns y la […]
Pareciera que las autoridades políticas estadounidenses tenían sólo una cosa en mente cuando estalló la crisis financiera, que su país en gran parte causó: rescatar a los bancos de sus pésimas inversiones de la última década. Cuando se congelaron los mercados crediticios interbancarios (detonado por la casi quiebra del banco inversor Bear Stearns y la quiebra de Lehman Brothers) a mediados de 2008, usados por todas las grandes casas inversoras mundiales y bancos internacionales para equilibrar sus flujos de caja, quedó en evidencia la falta de confianza que tenían los bancos en torno a la solvencia de sus contrapartes. Es válido pensar que esa desconfianza reflejaba un juicio del ‘mercado’ acerca de la viabilidad y continuidad del business model de aquellos grandes bancos: debían quebrar por su descontrolada y desregulada colocación de capitales de inversión en títulos valor vinculados a la burbuja de los precios de las viviendas en los EEUU.
Como bien se sabe, la explosión del crédito, gracias a las políticas de tasas de interés bajas de la Reserva Federal, había propiciado una descontrolada expansión de crédito hipotecario. Abundaban las oportunidades de préstamos a personas sin el grado crediticio adecuado y sin un flujo de ingresos suficiente para pagar sus cuotas -recordemos, el salario real en los EEUU no crece significativamente desde los años 70 (a pesar del crecimiento en la productividad del trabajo). Es casi unánime la opinión -sólo Bernanke y Greenspan difieren-, de que la Reserva Federal con aquellas políticas, alimentó irresponsablemente la burbuja inmobiliaria, propiciando un crecimiento desmedido de precios de viviendas.
La acelerada expansión del crédito se filtraba crecientemente al mercado inmobiliario (históricamente atractivo para especuladores). Hasta 2006, la subida de los precios de las viviendas daba la (falsa) impresión, de que los estadounidenses dueños de sus casas eran cada vez más ricos y que la economía ‘crecía’ a buen ritmo. Greenspan era proclamado un genio por el coro de ‘analistas’ de los órganos de relaciones públicas de Wall Street (Newsweek, Time, CNN, WSJ, NYTimes, inter alia), y los bancos hacían fortunas vendiendo las hipotecas como títulos valores (securitization process) de bajo riesgo -las agencias de riesgo daban la nota máxima AAA a esos títulos hipotecarios, que representaba (equivocadamente) el nivel de máxima seguridad para el inversor. Lamentablemente -para los bancos-, las burbujas son imposibles de inflar para siempre. La expansión del crédito, que caracterizó los años inflacionarios previos al estallido, dejó a muchos estadounidenses con deudas impagables. Fue el inicio del período deflacionario, en el que una economía que vive del gasto de los consumidores -aproximadamente un 70% del PIB en EEUU- agotó la capacidad real de pago de sus ciudadanos, cargándolos de deudas. Los estadounidenses empezaron a declararse en bancarrota en porcentajes cada vez más altos, causando un abandono masivo de sus compromisos de pago -en su mayoría, a los bancos más grandes. En última instancia, esto produjo la quiebra de centenares de bancos regionales y locales, y la insolvencia de los 16 bancos e instituciones financieras más grandes de los EEUU -además del sufrimiento de millones de familias que perdían sus casas. Pero a diferencia de los ciudadanos ‘comunes y corrientes’ y de la mayoría de bancos pequeños, los mega-bancos no fueron sometidos a procesos de quiebra. Fueron salvados por el Estado, en nombre del bien público y el bienestar económico.
Para darse cuenta del absoluto compromiso de los gobiernos de Bush y Obama en resucitar al sector financiero, basta este revelador dato. De acuerdo con el funcionario del gobierno estadounidense encargado de supervisar los más de cincuenta programas estatales de ayuda para el sistema financiero de ese país, los ciudadanos podrían llegar a aportar hasta 23,7 billones de dólares (trillion dollars!) en préstamos, inyecciones de capital, respaldos crediticios y otras medidas de emergencia a los bancos -¡más del 150% del PIB! La lógica detrás de este mega-rescate ahora resulta clara. En momentos de abundancia, cuando los bancos hacían miles de millones de dólares en el mercado hipotecario, y sus directivos se pagaban millones (Dick Fuld, el antiguo jefe del hoy desaparecido Lehman Brothers se pagó $500 millones en esta época dorada), el Estado no debía intervenir -más bien, favorecer la desregulación. Pero cuando los negocios no fructificaron (estallido de la burbuja), los bancos impunemente transfirieron sus pérdidas al Estado, i.e., a los ciudadanos que sufrieron inflación en los años de incremento de los precios de la vivienda, y desempleo masivo en los años de la caída (algunos sitúan la tasa de desempleo de los EEUU en más del 20%). Ganancias privadas y socialización de las pérdidas, o como dicen los estadounidenses, escudo gano yo, corona pierde usted.
En vez de permitir que la corrección del mercado surtiera efecto, purgando a la economía de los grandes bancos insolventes, los jefes de Wall Street movilizaron su ejército de lobbyists –y más de un funcionario de su absoluta confianza- para crear los decenas de programas de rescate dirigidas a las instituciones financieras. Es decir, de acuerdo a los alguna vez devotos del credo de los mercados libres, la intervención del Estado se justificaba cuando sus apuestas comerciales no rendían las utilidades esperadas. Esto a pesar de su irrefutable incompetencia e irresponsabilidad, al destinar buena parte de sus recursos a inflar una burbuja inmobiliaria que resultó ficticia. Lamentablemente, esta prueba palpable de torpeza y corrupción no impidió que tanto el gobierno de Bush, como el de Obama, se alinearan con Wall Street, para rescatarla de su propio desastre auto-infligido.
Quisiera agregar un par de asuntos más. La corrección del mercado inmobiliario, mostrada en el cuadro arriba, deja en evidencia que el camino de la financiarización de la economía de los EEUU, hace cada vez más difícil la existencia de procesos de creación de riqueza real. Las autoridades políticas de los años de la corrección no debieron haber rescatado aquellos mega-bancos del sector financiero. Debieron haber dejado que los grandes administradores de fondos de inversión y capitales especulativos, asumieran el riesgo de sus apuestas equivocadas, sometiendo a los bancos a programas de quiebra administrada (receivership). Entre tanto, la economía estadounidense sigue exportando trabajos a sus competidores mundiales de bajos costos de producción. Los bancos, en cambio, gozan de nueva vida, y fomentan esa desindustrialización, junto con el consumo masivo de importaciones.
Por estas razones, muchos analistas ven inminente una segunda corrección en la economía de burbujas estadounidense, esta vez más intensa, y con toda seguridad, más difícil de combatir (¿de dónde van a sacar más fondos para el sector financiero, si ya el país está al borde de la insolvencia?). Nada de provecho se ha hecho para ‘restablecer’ la confianza en el sector financiero. Trasladar las deudas privadas al Estado no es una solución beneficiosa. Solo una reorientación de las finanzas a tareas productivas concretas de la economía real, podría lograr esa seguridad. No es accidental el papel de China como el mayor acreedor de los EEUU.