Mientras la clase política estadunidense se enreda en elucubraciones sobre posibles maneras de no perder una guerra, que está perdida desde hace mucho tiempo, la violencia generada por la ocupación extranjera en Irak sigue cobrando vidas a un ritmo aterrador. La semana pasada la cifra de muertos fue de mil, incluidos los más de 130 […]
Mientras la clase política estadunidense se enreda en elucubraciones sobre posibles maneras de no perder una guerra, que está perdida desde hace mucho tiempo, la violencia generada por la ocupación extranjera en Irak sigue cobrando vidas a un ritmo aterrador.
La semana pasada la cifra de muertos fue de mil, incluidos los más de 130 por el atentado del sábado 3 de febrero en una zona chiíta de Bagdad y los cerca de 30 causados ayer en bombardeos de represalia contra un barrio sunita y en otras acciones militares. En enero murieron, entre civiles y militares, más de mil 800 iraquíes y 87 ocupantes. En los primeros cuatro días de febrero las tropas de Washington perdieron 13 efectivos.
Tanto en lo político como en lo militar, el gobierno de George W. Bush se encuentra ya totalmente perdido en el teatro de operaciones. En Estados Unidos, la oposición mayoritaria a la persistencia de la ocupación se manifestó en forma contundente el fin de semana antepasado, cuando una multitud de más de cien mil personas se dio cita en los alrededores del Capitolio para exigirle al Congreso que incida en una pronta retirada de las fuerzas estadunidenses en Irak. El único aliado de importancia que le queda a la Casa Blanca en el extranjero, el primer ministro Tony Blair, ha caído a extremos abismales de impopularidad, no sólo por su empecinamiento en acompañar a Bush hasta el fin en el desastre iraquí, sino también por las investigaciones acerca de financiamientos políticos ilegales recibidos por el Partido Laborista.
Por su parte, la resistencia nacional de Irak, lejos de debilitarse por efecto de los bárbaros e indiscriminados ataques lanzados por las fuerzas aéreas y la artillería terrestre de los ocupantes, parece fortalecerse y multiplicar su poder de fuego. Así lo indica el dato de que en los pasados 15 días Estados Unidos ha venido perdiendo helicópteros a un ritmo de dos por semana, cuatro en total en el periodo, y más de cincuenta desde mayo de 2003, por acción de las armas antiaéreas de los insurgentes. Por lo demás, la capacidad de la inteligencia militar de los agresores se ve severamente cuestionada por un asunto que cae en el terreno de lo tragicómico: Abu Ayu Al Masri, el hombre al que Washington considera el principal dirigente de Al Qaeda en la nación invadida, se encuentra preso desde hace años en una cárcel egipcia, según lo señalan familiares del propio Al Masri en una carta publicada por el diario cairota Asharq Al Awsat.
La Casa Blanca argumenta que no sería procedente el retiro de sus efectivos antes de que se logre poner fin a la violencia atroz desatada por la invasión de 2003. El alegato deja de lado que la presencia de los estadunidenses es el principal factor de confrontación en el territorio iraquí y que, a estas alturas, la única forma que tendría el gobierno de Washington para colaborar en la pacificación de Irak sería sacar de allí a sus tropas.
El más elemental sentido de humanidad, la más básica noción geopolítica y hasta el cálculo político más ramplón y pragmático indicarían la pertinencia, por no decir la urgencia, de que las fuerzas de ocupación sean retiradas de Irak. Pero Bush parece tener una razón poderosa, además de la soberbia personal, para perpetuar la carnicería: su lealtad a la mafia político-empresarial y al complejo industrial-militar de Estados Unidos, los cuales han venido realizando negocios espléndidos con un costo «colateral» de centenas de miles de vidas y con cargo a los bolsillos de los contribuyentes desde el inicio mismo de la agresión bélica contra los iraquíes.