Conducta sobresaliente fue la promesa del gobierno de Carlos Andrés Pérez al Fondo Monetario Internacional (FMI) en 1989 para tener acceso al financiamiento de 4.500 millones de dólares porque era «la única opción que tiene un país que agotó todas sus reservas», según palabras del entonces mandatario adeco. Para cumplir con ese ofrecimiento, el alumno […]
Conducta sobresaliente fue la promesa del gobierno de Carlos Andrés Pérez al Fondo Monetario Internacional (FMI) en 1989 para tener acceso al financiamiento de 4.500 millones de dólares porque era «la única opción que tiene un país que agotó todas sus reservas», según palabras del entonces mandatario adeco. Para cumplir con ese ofrecimiento, el alumno debía seguir con rigurosidad las premisas de la «disciplina fiscal» ideada por maestros del neoliberalismo.
«Hoy no tenemos reservas, hoy necesitamos préstamos, hoy necesitamos acuerdos con el Fondo, hoy necesitamos que el Fondo nos dé lo que nos pertenece a los venezolanos de nuestras cuotas como miembros de ese organismo que rige las relaciones económicas internacionales de todos nuestros países. No hemos ido a mendigar», fue la letanía que repitió con obediencia Pérez antes de anunciar las «medidas de ajuste».
Las reglas del buen discípulo del FMI también implicaban un adecuado uso del lenguaje. La entonces llamada «disciplina fiscal» fue el eufemismo usado para evitar hablar del «inapropiado» significado del paquete de medidas, el cual contemplaba la reducción de programas sociales a su mínima expresión, congelación de los salarios, liberación del tipo de cambio, aumento de las tasas de interés, eliminación de los subsidios, supresión de los controles de precios, mayores impuestos e incremento de las tarifas de servicios públicos.
«Hemos ido (al FMI) después de largos estudios que realizamos en Venezuela con verdaderos hombres capaces de comprender los fenómenos de nuestra economía», dijo CAP. El gobierno venezolano se mostraba como el dedicado párvulo que no sólo acataría las reglas sino que, además, había hecho la tarea previa de investigar cuáles serían sus repercusiones.
Entre esas «previsiones» estaban las proyecciones de la Oficina Central de Coordinación y Planificación de la Presidencia de la República (Cordiplan). La tabla de indicadores pintaba un país que, siguiendo la receta cabalmente, era capaz de llevar a cero el déficit fiscal en dos años, a crecer 2% anual, cerrar la inflación en 35% para 1989 y conducirla hasta el 10% en 1995, con un desempleo de 5% y la reducción de las importaciones a casi la mitad.
Sin embargo, la aséptica perfección de los números y explicaciones del gobierno de Pérez no evitaron que el 27 de febrero de 1989, nueve días después del anuncio de las medidas diseñadas por el FMI, ocurriera una explosión social conocida como El Caracazo. La revuelta popular en rechazo al paquete neoliberal derivó en saqueos, protestas callejeras y una brutal represión por parte del Estado que dejó al menos 2.000 muertos, aunque Miraflores sólo reconociera 300.
Ese día, «las medidas fueron políticamente derrotadas», tal como relata Margarita López Maya en su libro Del Viernes Negro al revocatorio, pero no impidió que el apretado cinturón continuara asfixiando a los venezolanos. El contrato leonino estaba signado y Venezuela había recibido «el beso mortal del FMI», como diría Gonzalo Barrios, presidente de Acción Democrática (AD).
La fe neoliberal
La credibilidad en el sistema económico venezolano ya estaba en franco deterioro desde el Viernes Negro de 1983. Roto el espejismo de la Venezuela saudita, la oferta de Pérez era dar un giro de timón. El detalle es que el mando del barco dejaría de estar en manos del Estado y pasaría al de los tecnócratas de la burocracia financiera internacional.
López Maya destaca que en 1989 fue «la primera vez que un gobierno venezolano, de manera explícita, aceptaba someterse a las orientaciones del Fondo Monetario Internacional». La decisión se tomó con fe absoluta de que las medidas «reactivarían» la economía y ésta quedaría sometida a la dictadura de la oferta y la demanda, sin que el Estado pudiera intervenir.
Esas medidas económicas y sociales, «en riña con los procedimientos propios de un régimen de democracia, no fueron sometidas a la consulta del Congreso Nacional, ni conocidas por la opinión pública sino después de haber sido firmada la Carta», agrega López Maya.
El gobierno de Pérez trató de justificar la enajenación del país en función de los intereses del FMI con el argumento de que la única salida a la crisis económica era con medidas recesivas. La «fe en el libre mercado», como explicaba monseñor Ignacio Purroy en la revista SIC de abril de 1989, implicaba además de la total apertura comercial internacional, «la redución de la demanda interna», refinada frase que se traducía en la depresión de los salarios reales.
En el mediano plazo, esa receta conduciría al saneamiento de la economía. La doctrina evangelizadora neoliberal prometía que tras el inicial apocalipsis social por los recortes, vendría un paraíso donde «la tasa de cambio se estabilizará, las tasas de interés bajarán, el clima de inversión se restablecerá y los conflictos sociales serán manejables», profetizaba Purroy en ese entonces.
El paquete no sólo pedía que los venezolanos tuvieran salarios congelados y muy por debajo de la inflación, como parte de la «disciplina salarial» que atraería las inversiones foráneas, sino que adicionalmente planteaba una reducción de los aportes al llamado gasto social.
Como «compensación» a los duros tijeretazos, planteaban invertir en un «minipaquete social» que apenas llegaba a 31.000 millones de dólares. Ese año, sólo producto de la devaluación, entrarían al país 170.000 millones de dólares adicionales, pero la mayoría de esos ingresos irían a parar a las arcas de los prestamistas del FMI.
Mientras Pérez se portaba como alumno ejemplar de los neoliberales aumentando el «clima de confianza» para los capitales extranjeros, en Venezuela lo único que se incrementaba era la pobreza, la inflación y el desempleo.
El desengaño del laissez-faire
Pese al estallido social del 27 de febrero, el paquete de medidas siguió su rumbo en Venezuela. El pacto signado con el FMI, organismo que ya había vaciado ocho toneladas de oro del Banco Central para colocarlas en las bóveda de entidades financieras en Londres, era intransigente. No había protesta que hiciera mella en las pretensiones de tutelar la economía del país petrolero a costa de los préstamos.
No pasaría mucho tiempo para que los venezolanos comprobaran que el «sacrificio» que pedía el gobierno de CAP no traería las recompensas que habían prometido los profetas del neoliberalismo.
Si bien las reservas internaciones pasaron de los 6.555 millones de dólares en 1988 a 7.411 millones en 1989, y el déficit en la balanza de pagos se redujo de 9,9% a 1,7% en ese mismo período, se hizo a costa del aumento de la pobreza a 66,9%, al ascenso de la miseria absoluta a 33%, al repunte de más de tres puntos en la tasa de desempleo y la contracción de 8% del Producto Interno Bruto (PIB), la mayor registrada en ese entonces.
El récord de «inéditos» también se rompió con las cifras de inflación. Las sesudas proyecciones de un aumento inflacionario de 35% que había hecho Cordiplan se quedaron cortas. Ese año, con la economía a merced de «juego de la oferta y la demanda» que se vendía como el laissez-faire, el índice de precios de disparó hasta alcanzar 84,5%.
Irónicamente, los más beneficiados con esa situación eran las instituciones financieras, que gozaban de libres tasas de interés. Al cierre de 1989, el sector registró un crecimiento de 23%. El banquero Pedro Tinoco, para ese entonces presidente del Banco Central de Venezuela (BCV), estampó su rúbrica en la carta de intención con el FMI junto con la de la ministra de Hacienda, Eglé Iturbe, y del ministro de Cordiplan, Miguel Rodríguez.
Gracias a esas medidas, los banqueros recibieron la última década del siglo veinte a manos llenas, mientras el FMI restringía los aumentos de sueldo de los venezolanos aduciendo que debían «tener salarios rezagado detrás de la inflación para reducir la demanda interna», y por ende, las importaciones. Es decir, el mentado «equilibrio macroeconómico» se lograría con la fórmula expedita de darle menos dinero a los trabajadores para limitar su capacidad de compra.
Tan convencidos estaban de la infalibilidad de la fórmula dictada por la dictadura financiera, que un año más tarde, pese a los negativos indicadores económicos y el creciente descontento social, Pérez dijo en una entrevista con Roberto Giusti: «Yo no tengo ninguna clase de remordimiento de conciencia, de preocupación: Me duele lo que pasó (El Caracazo) pero lo que se hizo fue evitar cosas peores».
Aún más osado, el mandatario afirmaba que su Gobierno no había tenido nada que ver con la revuelta popular en contra de las medidas del paquete: «Si usted analiza el desenvolvimiento de los hechos, encontrará que no hubo un solo local público atacado, no hubo ni una sola casa del partido (atacada)».
CAP estaba seguro de que El Caracazo no tendría repercusiones futuras porque sólo «fue una situación lamentable. Estalló y punto», y resumía el episodio como «una lección de los pobres contra los ricos y no contra el gobierno». En 1992, dos rebeliones cívico militares y su salida del gobierno en 1993, por casos de corrupción, le restarían credibilidad a esa tesis.
Fuente: http://www.avn.info.ve/contenido/27-f-y-beso-mortal-del-fmi