La intervención el lunes 13 de octubre del secretario del Tesoro Paulson sobre el plan de rescate plantea algunas cuestiones económicas fundamentales: ¿qué impacto tendrán sobre el grueso de la economía la creación y el posterior regalo sin precedentes de riqueza financiera con que este otoño se ha obsequiado al estrato más rico de la […]
La intervención el lunes 13 de octubre del secretario del Tesoro Paulson sobre el plan de rescate plantea algunas cuestiones económicas fundamentales: ¿qué impacto tendrán sobre el grueso de la economía la creación y el posterior regalo sin precedentes de riqueza financiera con que este otoño se ha obsequiado al estrato más rico de la población? ¿Por cuánto tiempo logrará este plan de rescate de Wall Street (¡no del conjunto de la economía!) por parte del Tesorodel sostener los costes de una deuda elevadísima que crece exponencialmente? ¿Existe algún límite a la cantidad de deuda del Tesoro de los EEUU que el gobierno puede crear en beneficio de los principales contribuyentes a sus campañas electorales?
En tiempos pasados, la deuda nacional era tradicionalmente generada tomando prestado dinero de prestamistas privados y gastándolo en bienes y servicios. La tendencia era la de absorber fondos disponibles para el préstamo aumentando los tipos de interés de un lado, mientras, por el otro, el gasto generaba incrementos inflacionarios de los precios de los bienes y servicios. Pero el actual regalo es distinto. En lugar de prestar o gastar dinero, se imprimen bonos con rendimiento de intereses y se ceden a los bancos y otras instituciones financieras. La esperanza es que estos generen más crédito (que se convertirá en más deuda para sus clientes), presionando a la baja los tipos de interés mientras el dinero se usa para pujar por el precio de los activos – bienes raíces, acciones y bonos-. Se espera que dicho comportamiento genere poca inflación en los precios de las mercancías.
El principal efecto será el de reforzar la concentración de riqueza en manos de los acreedores (el 10% de la población más rica), en vez de la limpieza de activos financieros (y de deudas) que provocaría las bancarrotas resultantes de la acción de las «fuerzas del mercado». ¿Es ir demasiado lejos afirmar que estamos asistiendo al fin de la democracia económica y a la aparición de una oligarquía financiera, una clase que se mueve conforme a sus propios intereses y cuyas acciones amenazan con la polarización de la sociedad y, de paso, con la asfixia del crecimiento económico, es decir, con llevarnos precisamente a la quiebra que el plan de rescate pretendía evitar?
Todo lo que he leído sobre historia económica me hace pensar que estamos entrando en un período de transición que supone una auténtica pesadilla. El ciclo económico es fundamentalmente un ciclo financiero. Los movimientos alcistas tienden a convertirse en esquemas económicos de Ponzi (1) a gran escala, en la medida en que bancos y otros acreedores, ahorradores e inversores reciben intereses y los reinvierten en nuevos préstamos, acumulando así más intereses al tiempo que los niveles de deuda aumentan. Es, dicho en pocas palabras, la «magia del interés compuesto». Ninguna economía «real» en la historia ha crecido a un nivel capaz de mantener esta dinámica financiera. Efectivamente, el pago de estos intereses por parte de familias y negocios deja menos capital para invertir en bienes y servicios, haciendo retroceder al mercado y recortando el empleo y la inversión.
Los bancos no pueden ganar indefinidamente dinero vendiendo más y más crédito (es decir, endeudando cada vez más a la economía no-financiera). Funcionarios del Gobierno como el Secretario de Estado Paulson o el Director de la Reserva Federal Bernanke son profesionalmente incapaces de reconocer el problema, que no aparece tratado en casi ningún manual neoclásico o monetarista. Pero las matemáticas subyacentes del interés compuesto son redescubiertas por cada generación, normalmente de forma acelerada por causas de fuerza mayor como la crisis financiera.
Hace una generación, por ejemplo, Hyman Minsky ganó adeptos describiendo lo que acertadamente llamó el estadio de Ponzi del ciclo financiero. Era la fase en que los deudores ya no podían pagar sus créditos a partir de sus ingresos corrientes (como en la Fase 1, cuando ganaban lo suficiente para cubrir los intereses y la amortización) y, al contrario, no ganaban ya siquiera lo bastante para servir los intereses de la deuda (como en la Fase 2), lo que les forzaba a pedir dinero prestado a fin de pagar los intereses debidos a sus banqueros y otros acreedores. En esta Fase 3, el interés era simplemente añadido a la deuda, creciente a un tipo compuesto. El resultado final era un crack.
Esta es la otra cara de la moneda de la magia del interés compuesto, la creencia de que la gente se puede hacer rica «poniendo su dinero a trabajar». El dinero en realidad no trabaja, por supuesto: cuando prestado, extrae interés de la producción y del consumo real, es decir, del trabajo y de la industria, que son los que de hecho trabajan. Es muy parecido a un impuesto, una renta monopolística impuesta por el sector financiero. Este casi-impuesto, esta renta financiera extractora (como Alfred Marshall explicó hace alrededor de un siglo) funda, supuestamente, la dinámica que debería permitir a los fondos de pensión privados, estatales y locales pagar las jubilaciones sencillamente a través de las ganancias en bolsa y de las inversiones en bonos; es decir, mediante mecanismos financieros, y por lo tanto, a cuenta de la economía general, cuyos empleados deberían ser, en teoría, los ganadores del proceso. Esta es la esencia del «capitalismo de los fondos de pensiones», una variante del esquema Ponzi con que opera el capitalismo financiero. Desafortunadamente, está basado en relaciones puramente matemáticas que tiene pocos lazos con la economía «real» en la que producen y consumen familias y empresas.
El plan de rescate de Paulson refleja la negativa a entender esa dinámica. Los gastos de deuda se acumulan unos sobre otros y crecen necesariamente, son cada vez menos «solventables» terminan cobrando la forma de un dilema cada vez más acuciante, es decir, de un problema para el que no se divisa solución alguna. Por lo menos, solución aceptable para Wall Street y, por lo tanto, para Paulson y los dirigente demócratas y republicanos del Congreso. Los bancos y una gran parte del sector financiero están quebrados por haber hecho malas apuestas creyendo que el dinero se podía poner a trabajar bajo condiciones que frenan la subyacente economía industrial y ahogan los sueldos, erosionando el mercado de los bienes de consumo. La deflación de la deuda reduce las ventas y la actividad empresarial en general y, por lo mismo, los ingresos empresariales. Lo que deprime la bolsa y los precios inmobiliarios, y así, el valor de los activos colaterales avaladores de los gastos de deuda del conjunto de la economía. La quiebra técnica (2) de las familias y las empresas lleva a la bancarrota y a la ejecución hipotecaria.
Al incrementar de un tirón la deuda americana, de 5 billones en que estaba a comienzos de este año hasta los actuales 13 billones, por la vía de quedarse préstamos basura y otras malas inversiones en lugar de dejarlas caer como ha ocurrido tradicionalmente en el final del saneamiento de los cracks empresariales (saneamiento en el sentido de dejar limpios los balances de deudas que no pueden ser pagadas), las acciones del plan de rescate de Paulson lo que hacen es incrementar el pago de intereses que el gobierno debe desembolsar, ya cargándolos al contribuyente, ya tomando a préstamo (o imprimiendo) más dinero. Alguien debe pagar por la deuda mala y los créditos basura que no han sido limpiados, saneados y sacados de balance. El gobierno quiere ahora jugar el papel de recolector de deuda para «generar beneficios para los contribuyentes» por la vía de poner de rodillas a la entera economía, la cual, huelga decirlo, se compone principalmente de los «contribuyentes» aparentemente socorridos.
Es el típico timo basado en ganarse la confianza. Las ganancias financieras se dispararon a partir de 1980, pero los bancos y los inversores institucionales no las emplearon para financiar la formación de capital tangible. Se limitaron a reciclar sus ingresos en intereses (y en cuotas y penalizaciones derivadas del uso de las tarjetas de crédito, a menudo tan copiosas como los propios intereses) para suministrar más créditos, lo que les llevaba a la ulterior extracción de intereses, etc. Esa extracción financiera hace que queden menos ingresos, personales o empresariales, libres para gastar en bienes de consumo, en bienes de capital y en servicios. Las ventas menguan, provocando quiebras a medida que la economía se hace menos capaz de pagar los cargos estipulados de intereses.
Este fenómeno de la deflación por deuda ha ocurrido repetidamente a lo largo de la historia; no sólo en los ciclos económicos modernos, sino inveteradamente, desde hace siglos. El ejemplo de cortoplacismo financiero más autodestructivo es la decadencia y caída del Imperio Romano, primero, en una situación de servidumbre por deudas, y finalmente, en una Edad Oscura. El punto de inflexión político fue la violenta toma de control del Senado por parte de una oligarquía acreedora que asesinó a los reformadores que, dirigidos por los hermanos Gracos en 133 AC, pretendían la cancelación de las deudas: los atrajo al precipicio en que se reunía la asamblea política, y se sirvió de los bancos senatoriales para empujarlos y despeñarlos. Un violento golpe de mano similar se había dado, un siglo antes, en Esparta, cuando los reyes Agis y Cleomenes trataron de cancelar las deudas, a fin de revertir los procesos de polarización económica. La oligarquía acreedora mandó a ambos al exilio y, luego, los asesinó, según describe Plutarco en sus celebradas Vida paralelas de ilustres griegos y romanos. Era, ésta, una lectura obligada entre gentes instruidas, pero en nuestros días todos esos hechos del mundo antiguo han prácticamente desaparecido de la memoria histórica. El conocimiento de la evolución de las estructuras económicas ha sido substituido por meras series inconexas de personalidades políticas y conquistas militares.
La moraleja que arroja la historia, la antigua no menos que la moderna, es que, inevitablemente, llega un punto crítico en que, o bien las economías adoptan leyes que, favoreciendo a los acreedores, pauperizan a la población y socavan social y militarmente al país, o bien optan por salvarse a sí propias, aliviando la carga de la deuda. Lo notable de nuestros días es la práctica ausencia de dirigentes políticos capaces de ofrecer una alternativa al rescate paulsoniano de Wall Street: ni pío cuando la bancarrota de Bear Stern, ni pío cuando el gobierno tomó el control de Fannie Mae y Freddie Mac, ni pío, la semana pasada, sobre los obsequios a los bancos. Nadie está siquiera alertando sobre el sentido de esa destructiva decisión. Gobiernos pretendidamente representantes de la filosofía del «libre mercado» actúan como prestamistas en última instancia: y no para aliviar a deudores no-financieros, como los hogares o los negocios, no para mitigar el exceso de deuda y sanear cuentas corrientes, sino para subsidiar los excesos del sector financiero, cuyas exigencias a la economía se hallan muy por encima de la capacidad de ésta para satisfacerlas y del valor de mercado de los activos ofrecidos como colateral de la deuda.
La pretensión es de todo punto vana. No hay volumen de dinero capaz de sostener el crecimiento exponencial de la deuda, por no hablar del crédito libérrimamente creado o de las recíprocas apuestas sobre derivados financieros cuyo monto no ha hecho sino dispararse en los últimos años. El gobierno se ha comprometido a «rescatar» a los bancos y a otros acreedores cuyos préstamos y apuestas protegidas han salido mal. Y se escabulle de la deflación de deuda que se impondrá al resto de la economía como consecuencia de «dar por buenas» esas tendencias financieras.
He aquí por qué el plan del gobierno para recuperar el dinero del rescate es un brindis al sol: llama a los bancos a «labrarse su camino para salir del endeudamiento» vendiendo más producto, su producto, es decir, crédito, es decir, deuda. Los propietarios de vivienda y otros consumidores, los estudiantes y los compradores de automóviles, los usuarios de tarjetas de crédito, así como sus propios empleados -los «contribuyentes» supuestamente socorridos-, son quienes tendrán que pagar a los bancos el dinero que estos tengan que devolver, en vez de usarlo para adquirir bienes y servicios. Con sólo cargar un 6% anual, los bancos extraerán 93 mil millones de dólares en concepto de cargo de intereses (42 mil millones para pagar al Tesoro por sus 700 mil millones, y otros 51 mil millones para los 850 mil millones del préstamo -«efectivo a trueque de basura»- de la Fed).
Si de lo que se trata es de robar al gobierno, supongo que la mejor estrategia es, simplemente, desvalijarlo. De hacer caso a los grandes medios de comunicación, diríase que el Congreso no tenía otra alternativa sino la de suscribir el plan según lo habían redactado los lobistas de Wall Street, «a fin de salvar al mercado de un colapso inminente», ahorrándose audiencias y testimonios críticos y haciendo oídos sordos a los centenares de economistas profesionales que denunciaron el regalo.
La soberbia ha llegado a niveles de engaño no vistos desde los regalos a los barones de los ferrocarriles en el último tercio del XIX. «No queremos ser punitivos», explicó Paulson en una entrevista al Financial Times, como si la única alternativa a eso fuera un obsequio desapoderado. Europa no se ha comprometido con ningún regalo parecido, pero Paulson sostuvo que a Inglaterra y a otros países europeos se les fue la mano en el rescate de sus bancos y que el Tesoro norteamericano lo que quería, simplemente, era que sus bancos siguieran siendo competitivos. Con nervioso y melodrámatico movimiento de manos, el pasado lunes aseguró a la opinión pública «lamentar tener que tomar esas decisiones». Los bancos, pues, además del regalo fabuloso a Wall Street resultante de un plan pergeñado por sus propios lobistas, recibían disculpas por tal horrible intrusión socialista en el «libre mercado». «Las decisiones hoy tomadas son decisiones que nunca habríamos querido tomar», prosiguió Paulson, «pero son las decisiones que tenemos que tomar para restaurar la confianza en nuestro sistema financiero». La confianza de marras era un clásico ejercicio de desinformación, un bien ingeniado timo fundado en la buena fe del estafado.
Paulson describió la compra pública, al estilo europeo, de acciones preferenciales especiales sin derecho a voto como una nacionalización. Pero los gobiernos europeos pusieron a representantes públicos en los consejos de los bancos por ellos rescatados. No es lo que se ha hecho en EEUU. Según se ha informado, los lobistas de los bancos expresaron al Tesoro la preocupación de que sus participaciones accionariales pudieran quedar diluidas. Pero el Plan del Tesoro y del Partido Demócrata lo que hace es invertir 250 mil millones de dólares de crédito público en participaciones sin derecho a voto. Si el receptor de este crédito quiebra, el gobierno queda en la cola de la fila de acreedores. Sus «participaciones» no son préstamos reales, sino «acciones preferenciales». Como explicó el propio Paulson el lunes: «Que el gobierno posea participaciones en cualquier compañía estadounidense privada, es cosa que resulta harto criticable para muchos norteamericanos, yo incluido». De modo, pues, que las participaciones públicas no son siquiera acciones reales, sino algo que tienen que ver con «no votar». ¡La inversión pública en acciones ni siquiera se reserva capacidad de sufragio! De manera que el gobierno se queda con lo peor de los dos mundos: sus «acciones preferenciales» carecen del poder de voto de las acciones comunes, mientras que, en cambio, no pueden reclamar la primacía, característica de los accionistas preferenciales, en la remuneración de lo debido en caso de bancarrota . En vez de llevar a una supervisión y a una regulación mayores, la crisis tiene aquí el efecto contrario: es una capitulación en toda regla ante Wall Street, y sienta las bases para una crisis crediticia más profunda en cuanto los bancos consigan «labrarse su camino» y» salir del endeudamiento» a expensas del resto de la economía, para las deudas de la cual ¡no se ofrece el menor alivio!
Paulson derramó las oportunas lágrimas de cocodrilo a propósito de los propietarios de vivienda y de la clase media, cuyos intereses, según él, andan mejor servidos por unos precios siempre al alza en los mercados inmobiliarios y en las bolsas. «En las pasadas semanas, el pueblo norteamericano ha sentido los efectos de un sistema financiero congelado», explicó. «Ha visto reducirse los valores de sus fondos de jubilación y de sus cuentas de inversión. Se ha visto acuciado por los vencimientos de los pagos y por los puestos de trabajo perdidos». A pique estuvo de servirse de las consabidas viudas y de los socorridos huérfanos e implorar a los norteamericanos que no desconectaran a [la manzana verde] Granny de su sistema de sostén vital en la nutrición hogareña. Necesitamos preservar el valor de sus acciones y ayudarles para que puedan tener un retiro feliz, y necesitamos hacerlo restaurando los procesos normales de ingeniería financiera de Wall Street para que puedan volver a hacer ricos a los votantes.
Los ejecutivos europeos que llevaron a sus bancos al iceberg financiero han sido despedidos. Inglaterra borró de un plumazo el pasado verano a los accionistas de Northern Rock y, más recientemente, ha hecho lo propio en Bradford and Bingley. Pero en EEUU los culpables siguen en su sitio. Aquí nadie se ha quitado de encima tampoco a accionista alguno, a pesar de la quiebra técnica en que han caído los bancos que tomaron los peores riesgos y a pesar de los procesos iniciados contra esos bancos, acusados de préstamo predatorio, fraude al consumidor y delitos parecidos.
La ayuda pública será usada para pagar remuneraciones exorbitantes a los ejecutivos que llevaron a esos mismos bancos a la insolvencia. «Las instituciones que vendan participaciones al gobierno aceptarán restricciones a la compensación de sus ejecutivos, incluida una cláusula de reintegro y una prohibición de los paracaídas de oro», dejó dicho Paulson, para matizar enseguida que la regla sólo valdría «durante el período en que el Tesoro mantenga obligaciones emitidas a través de este programa». Los ejecutivos podrán seguir en su puesto y podrán seguir obsequiándose a sí propios con los usulales regalos de jubilación, lo que llevó al congresista demócrata Barney Frank a quejarse de la laxitud de las restricciones puestas por el Tesoro. «Los expertos en compensaciones dicen que, aun si lo bastante prudentes como para apaciguar la cólera pública, tendrán probablemente poco impacto real en las remuneraciones venideras de los ejecutivos financieros. Lo que predicen es que los bancos se limitarán a pagar más impuestos y hallarán otras vías creativas para pagar a sus ejecutivos según les acomode. Algunos dicen incluso que las compensaciones se dispararán en cuanto el programa del gobierno toque, en unos pocos años, a su fin, llegando a cifras exorbitantes… Cuando el Congreso limitó a 1 millón de dólares la deductibilidad fiscal de las remuneraciones en efectivo, por ejemplo, la consecuencia fue, simplemente, una explosión de las opciones sobre acciones, a modo de compensación, y unas pagos todavía mayores.»
Y a propósito de opciones sobre acciones, tampoco tardó aquí el gobierno en corregirse a sí mismo, deshonrando sus promesas de asegurarse una participación en las ganancias cuando los bancos se recuperaran. El Senador Schumer llegó incluso a asegurar a los votantes: «en todo plan de inyección de capital proyectado por el Tesoro, los dividendos habrán de ser eliminados, las compensaciones de los ejecutivos, restringidas, y habrá que dar primacía a las actividades bancarias normales». Humo, a lo sumo. Inglaterra y otros países han insistido en que los bancos no paguen dividendos hasta que el gobierno esté completamente resarcido. La idea consiste en evitar que se use dinero público para seguir pagando dividendos a los actuales accionistas y mantener las exorbitantes remuneraciones de los ejecutivos que han llevado al banco a la catástrofe. Pero los términos en que está concebido el rescate estadounidense se limitan a advertir a los bancos de que no aumenten los pagos de dividendos, una política que, de todos modos, y a la vista del desplome de sus ingresos, seguirían de todos modos.
Schumer rozó el ridículo cuando proclamó: «Tenemos que operar exactamente igual que cualquier inversor importante en estos caso: cuando Warren Buffett invirtió en Goldman Sachs y en General Electric en las pasadas semanas, lo hizo con exigencias estrictas, pero no onerosas. El gobierno debe actuar protegiendo de modo similar los intereses del contribuyente». Pero Buffett logró cerrar un trato mucho mejor con su inversión de 5 mil millones de dólares en Goldman Sachs, incluyendo garantías de compra de acciones a un precio inferior al corriente cuando contribuyó a rescatar la compañía. Análogamente en Inglaterra, en donde el gobierno se hizo con la propiedad de acciones a bajo precio antes del rescate, ¡no a un precio elevado después del rescate! Pero, en vez de ejercer las garantías reservadas conforme a los precios deprimidos en que se hallaban las acciones de los bancos en el momento en que Pualson detalló los términos del rescate, el Tesoro de EEUU sólo podrá ejercer esas garantías (que equivalen al 15% de su inversión) a precios que serán fijados luego de que los bancos hayan tenido tiempo de recobrarse con ayuda del Tesoro. Los actuales accionistas, pues, se beneficiarán más que el gobierno, razón por la cual las acciones de los bancos se dispararon al conocerse los términos del rescate. De modo que el gobierno no parece ser un buen negociador en defensa del interés público: en realidad, Paulson es seguramente culpable de actuar deliberadamente en menoscabo del interés público que, como Secretario del Tesoro, está supuestamente obligado a defender.
Dada su experiencia financiera, Paulson no puede ignorar el carácter engañoso de su promesa y de su énfasis en las opciones gubernamentales de acciones, el dulcificante que hizo a tantos ejecutivos fabulosamente ricos: «los contribuyentes no sólo entrarán en posesión de participaciones que deberían ser recompensadas con retornos razonables, sino que recibirán también garantías de acciones comunes en las instituciones participadas», explicó. Pero los «retornos razonables» son sólo el 5% anual, justo por encima de lo que el gobierno típicamente paga, no una tasa que refleje nada parecido a lo que el «libre mercado» carga ahora a las empresas de Wall Street en situación de quiebra técnica. Los 250 mil millones del gobierno en acciones preferenciales comportarán un dividendo que montará hasta el 9% luego de cinco años, sin límites en lo tocante a la duración del préstamo.
Todo lo que puedo decir es: ¡uau! ¡Ojalá los propietarios de vivienda pudieran lograr un recorte semejante! ¡Una reducción de su tasa de interés hasta el 5%, con una tasa de penalización de sólo un 9%! Nada que ver, pues, con las penalizaciones y los cargos por mora de Countrywide/Banc of America. En cambio, los bancos alemanes rescatados públicamente pagarán «un cargo de al menos el 2% anual de la cantidad públicamente garantizada. El Reino Unido cargará un 0,50% más el coste del seguro de impago de la deuda del banco». Un banquero británico me escribió que «el gobierno ofrece participaciones preferenciales al 12%, y participaciones comunes a un valor de descuento de activos absolutamente enorme para suministrar efectivo». Pero el gobierno de los EEUU accedió a ejercer sus opciones de acciones a precios posrescate, no a los precios anteriores al salvamento. Incluso prevé no ejercer esas opciones, si los bancos devuelven el préstamo del Tesoro. Con la excusa de estimular a los inversores privados de Wall Street a venir en substitución de la «propiedad» y de la «intrusión» públicas en el mercado, los bancos pueden «recortar a la mitad el número de participaciones comunes que el gobierno pueda llegar eventualmente a comprar. Lo que puede conseguirse si un banco vende acciones antes de fines de 2009 y consigue al menos tanta liquidez como la invertida por el gobierno».
Semejantes términos del rescate sugieren que la pretensión de Wall Street es conseguir, sobre poco más o menos, lo que la Gran Bretaña colonialista logró durante años en la India y en África: dirigentes políticos manejables como títeres por un supervisor imperial, en el caso de los EEUU, por el secretario del Tesoro y un virrey que figura a la cabeza de la Reserva Federal. Pero lo que el resto de la economía necesita son dirigentes verdaderamente libres, capaces de imponer una legislación mejor y más equitativa para aliviar y aun cancelar la deuda, no para fortificarla y rescatar más préstamos fallidos. Hasta una persona de la actual Administración, Sheila Bair, a la cabeza de la Federal Deposit Insurance Corporation, se ha quejado: en una entrevista concedida al Wall Street Journal declaró no entender «por qué se ha hecho tanto hincapié político en garantizar que no estamos ayudando indebidamente a los prestatarios , para luego, en cambio, ofrecer toda esa asistencia masiva a nivel institucional». En la misma entrevista, la señora Blair habló de los «penosos esfuerzos realizados por los legisladores al elaborar el programa federal de Esperanza para los Propietarios de Vivienda, a fin de asegurar que ese programa limitaría los beneficios de reventa de los propietarios que recibieran préstamos inmobiliarios accesibles» dando al gobierno una participación en los precios de venta al alza.
En realidad, el problema es precisamente el de la disparidad entre las exigencias de los acreedores y la capacidad de pago de los deudores. Paulson dijo en su comunicado de este lunes que precisaba llegar a la raíz del problema económico. Mas esa raíz, en su opinión, se halla en el hecho de que los bancos «no están en situación de prestar tanto como sería necesario para sostener la economía. Nuestro objetivo es ver… si pueden ofrecer más crédito a las empresas y a los consumidores de toda la nación». Como explicó en su entrevista al Financial Times, «se ha visto, por vez primera, una acción que es sistemática, que va a las causas en que arraiga» la crisis financiera. Pero su perspectiva es sorprendentemente estrecha. Niega que el problema sea el de una deuda que está por encima y más allá de la capacidad de pago del conjunto de la economía, de una deuda superior al precio de mercado de las propiedades y los activos que la avalan como colateral.
Crear un sistema para que los bancos puedan «labrarse su camino para salir del endeudamiento» significa generarle al conjunto de la economía más deuda con os consiguientes intereses. Se supone que los préstamos hipotecarios lograrán restaurar los elevados precios inmobiliarios y los altos costes de las oficinas, que es precisamente lo que propició el desplome crediticio. A despecho de la caracterización que hacen de la presente crisis el señor Paulson y la señora Blair, como si de un mero problema de liquidez se tratara, de lo que se trata en realidad es de un problema de deuda. El volumen de la deuda inmobiliaria, de los préstamos para la compra de automóviles, de los préstamos académicos para estudiantes, de la deuda bancaria, de las deudas de los municipios y de los estados en materia de pensiones, así como de las deudas de las empresas privadas, rebasan por mucho sus respectivas capacidades de pago.
Poco después de la rueda de prensa de Paulson el pasado lunes, un profesor de economía holandés, Dirk Bezemer, me escribió lo siguiente: «Lo que me viene ahora a la cabeza es un juego Ponzi, en cuyas etapas finales la única vía para mantener las cosas en marcha un trecho más es seguir inyectando liquidez. Eso es una solución, en el sentido de que restablece la calma, pero sólo a corto plazo. Y eso es lo que estamos viendo ocurrir ahora mismo -a pesar del alza de la bolsa un 10% hoy-. Por mi parte, me preparo para ver el inevitable fin de este juego de Ponzi, ya subitáneo, ya en forma de una larga y duradera deflación de deuda». Bezemer entró a explicar lo que él mismo y otros colaboradores míos han venido sosteniendo desde hace muchos años: «La solución real pasa por separar la economía fundada en un esquema Ponzi de la economía no fundada en ese esquema, y en dejar que la primera arrostre todos los daños para salvar todo lo que se pueda de la segunda. Eso significa el rescate de los propietarios de vivienda, pero no de los bancos de inversión, etc. La matización que conviene introducir en ese esquema general de solución es que hay que sostener a los grandes jugadores del juego Ponzi cuya quiebra representa una real ‘amenaza para el sistema’, pero sólo con condiciones punitivas. Exactamente igual que los países del Tercer Mundo, no tienen elección.»
El problema de la «polución deudora» pretende «resolverse» creando más deuda, no reduciendo el volumen de la misma. Ni el Tesoro ni el Congreso están contribuyendo a resolver este problema. El supuesto de partida es que ofrecer a los bancos y a Wall Street crédito nuevo creado por el gobierno llevará a reanudar la actividad crediticia y a reinflar los mercados inmobiliarios y los mercados de valores. Pero ¿quién prestará más a esa sexta parte de los hogares norteamericanos que ya se han despeñado por los derrotaderos de la quiebra técnica y cuyas casas valen menos de lo que deben a los bancos por ellas? Puesto que la deflación generada por la deuda fagocita el mercado interior de bienes y servicios, las ventas y los ingresos de las empresas encogen, lastrando así los precios de las acciones. Wall Street está en el puente de mando, pero sus políticas son tan miopes que lo que consiguen es la erosión general del conjunto de la economía. Estamos en trance de pasar de la democracia a la oligarquía, y en verdad, se diría que a una cleptocracia financiera bipartita.
NOTA T.: (1) En el léxico de la economía financiera, un «esquema Ponzi» es un negocio fraudulento de inversiones consistente en atraer inversiones de dinero con promesas de intereses a corto plazo inopinadamente altos, pero puntualmente satisfechos, lo que trae consigo un alud de nuevos inversores -o sucesivas reinversiones de los antiguos-, generándose así un flujo de dinero que permite durante un tiempo pagar altos intereses a corto plazo con el dinero que va entrando a espuertas. Charles Ponzi, de quien recibe el nombre este truco financiero, fue un emigrado italiano que se hizo millonario en pocos meses en el Boston de los años 20 del siglo pasado organizando un negocio fraudulento fundado en tal esquema. (2) La «negative equity» se traduce aquí por «quiebra técnica» por ser la única voz del léxico económico con tradición castellana que se acerca al significado original en inglés. Pero la locución inglesa es propiamente intraducible, a causa de las diferencias legislativas. Mientras que cuando en los EEUU se deja de pagar una hipoteca lo único que puede hacer la institución financiera acreedora es subastar el bien inmobiliario y quedarse con el dinero de la subasta, en la legislación hispánica, si el dinero conseguido en la subasta no basta para cubrir la hipoteca, la institución financiera puede proceder al embargo de otros bienes del deudor -incluida la nómina-, hasta cubrir el total de lo adeudado. «Negative equitiy» es la situación que se produce cuando el precio del inmueble cae por debajo de la deuda hipotecaria: quien tiene entonces un problema es la institución financiera tenedora de los títulos hipotecarios. Mientras el deudor norteamericano en situación de «negative equity» tiene abierta la posibilidad de soltar el bien inmobiliario de consuno con la hipoteca, los deudores europeos e hispánico se hallan, en cambio, en situación de «quiebra técnica»: deben más de lo que vale el bien por el que está endeudado y no tienen otra salida que seguir satisfaciendo esa deuda.
Michael Hudson es ex economista de Wall Street especializado en balanza de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después en el Hudson Institute. En 1990 colaboró en el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del mundo para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña primaria presidencial demócrata y ha asesorado a los gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la Investigación. Distinguido profesor investigador en la Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de numerosos libros, entre ellos Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire.
Traducción para www.sinpermiso.info: Ernest Urtasun Domènech y Mínima Estrella