En la Cumbre de países americanos realizada hace pocos días frente a las aguas poco cálidas del Atlántico Sur, pareció enfriarse por largo tiempo la propuesta presentada por los Estados Unidos en Miami, en 1994, a fin de establecer un Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) para integrar las economías del Hemisferio Occidental […]
En la Cumbre de países americanos realizada hace pocos días frente a las aguas poco cálidas del Atlántico Sur, pareció enfriarse por largo tiempo la propuesta presentada por los Estados Unidos en Miami, en 1994, a fin de establecer un Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) para integrar las economías del Hemisferio Occidental en un espacio comercial único. En aquel momento, la temperatura más acogedora del mar y el calor de las políticas neoliberales predominantes en todo el continente pudo haber ayudado a convencer a las delegaciones y Jefes de Estado participantes de acordar el establecimiento del área, en la cual se eliminarían progresivamente las barreras al comercio y a la inversión, previendo con optimismo finalizar las negociaciones en enero de 2005. La reciente Cumbre mostró cuan lejos nos hallamos de esa instancia transcurrido ya el plazo fijado. Especialmente, la resistencia de los países del Mercosur más Venezuela, quebró la posibilidad de un acuerdo próximo.
Pero ni en 1994 fue la primera vez que EEUU planteaba una propuesta parecida, ni tampoco resulta una novedad que hoy la Argentina, a través de su delegación, e incluso de su presidente, alce su voz contra tales objetivos. Cabe recordar al respecto una experiencia histórica más lejana y las razones que tuvo entonces nuestro país para actuar en forma parecida en hechos que sucedieron hace más de cien años.
En la Primera Conferencia Panamericana que se realizó en Washington en 1889, el entonces Secretario de Estado de la potencia del norte, James G. Blaine, propuso una Unión Aduanera para las Américas, a fin de favorecer la entrada en los países de la región de los ya competitivos productos norteamericanos y, de paso, instalar una barrera a los rivales del otro lado del Atlántico. Uno de los delegados del norte, el multimillonario Andrew Carnegie, declaraba que «había llegado el momento en que la República (los EEUU) tiene que luchar para asegurar la mayor parte del comercio de América del Sur». En suma, aunque con un nombre distinto, parecían ideas similares a las que resuenan hoy día en las negociaciones del ALCA. Pero aquella conferencia, como ésta de Mar del Plata, resultó un rotundo fracaso para las intenciones de EEUU y la entera responsabilidad recayó entonces en el comportamiento de la delegación argentina.
Es cierto que no asistió ningún presidente, aunque nuestros representantes llegarían a ocupar ese cargo algunos años más tarde. Roque Sáenz Peña y Manuel Quintana, cuyos nombres ilustran hoy céntricas calles porteñas, se opusieron con fervor desde un principio a todas y cada una de las propuestas planteadas por la delegación norteamericana. Sáenz Peña, el más elocuente, en uno de sus discursos, puso de relieve el carácter geopolítico más que económico de la Conferencia, citando las propias palabras de un senador norteamericano, quien había llegado a afirmar en el recinto del Congreso con toda claridad, que «los estados hispanoamericanos comenzarán entregándonos las llaves de su comercio, para terminar entregando la de su política». El futuro mandatario argentino no ahorró críticas al proyecto norteamericano y concluyó su larga intervención contraponiendo al lema de la doctrina Monroe, «América para los americanos», otro igualmente solemne, que le hizo el centro de los comentarios de la prensa del país del norte: «América para la humanidad». De hecho, la historia ya había demostrado en ese mismo siglo que la política económica exterior norteamericana si bien proclamaba los principios de igualdad -nación más favorecida- y reciprocidad, no los aplicaba en la práctica. Por ejemplo, como dice el historiador norteamericano Alfred Eckes, con los tratados comerciales de 1844 y 1854, EEUU había ganado acceso a los mercados de Japón y China en términos de igualdad entre los principales extranjeros más privilegiados, pero los japoneses y chinos no obtuvieron los mismos derechos en EEUU: era como si el este y el oeste se confundieran y el sol saliera y se pusiera solamente de un mismo lado. Hoy, con el tema de los subsidios agrícolas norteamericanos, la situación sigue siendo parecida pese a la retórica del libre comercio.
Sin duda, la importancia de Europa para la economía argentina hacía imposible en aquel entonces asumir una actitud diferente y tanto Sáenz Peña como Quintana actuaron en consecuencia. Pero es cierto también que el carácter de las economías norteamericana y argentina resultaba ya -como lo sigue siendo en la actualidad- fuertemente competitivo. Estados Unidos empezaba a presentar rasgos de su potencialidad industrial a la vez que continuaba siendo un importante productor de productos agropecuarios y se notaba, con toda evidencia, que su objetivo era el de alejar a los mercados europeos de América Latina ganándolos para si mismo. Además, desde 1867 el proteccionismo norteamericano había comenzado a afectar el comercio con nuestro país, poniendo barreras a la entrada de las lanas argentinas, el principal producto de exportación de entonces, algo que los futuros mandatarios que nos representaban en Washington tenían muy presente.
Hoy día, los términos de la cuestión no difieren demasiado. Los EEUU con proyectos como los del ALCA quieren lograr que los países latinoamericanos mantengan sus economías abiertas, aún si esto significa sacrificar, en cada uno de ellos, la capacidad de decisión nacional.
Más concretamente, los problemas que presenta el ALCA son varios. Ante todo, la enorme disparidad de las dimensiones económicas, tecnológicas, comerciales y financieras de EEUU, por un lado, y de los países latinoamericanos, por otro, y, la aún mayor diferencia en sus dimensiones políticas, estratégicas y militares. Si algunas disparidades entre Brasil y Argentina o entre éstos dos países y Paraguay y Uruguay han causado problemas y controversias en la instrumentación del Mercosur, podemos imaginar lo que se generaría en las negociaciones y en los cursos de acción común con la hoy única superpotencia. En esa relación de fuerzas el ALCA y el Mercosur, de subsistir por un tiempo, se tornarían rápidamente incompatibles y el ALCA terminaría absorbiendo al Mercosur, una perspectiva claramente contraria a los intereses de la región.
Otro aspecto crucial es que el proyecto contempla la reducción paulatina de aranceles para las importaciones provenientes de los países del continente hasta lograr su eliminación completa. En contrapartida, no da igual tratamiento a las restricciones no arancelarias, como los subsidios agrícolas norteamericanos, que se elevaron considerablemente debido a la última ley agraria de mayo del 2002. EEUU sostiene que esas medidas no forman parte de las negociaciones del ALCA y deben tratarse en el marco de la Organización Mundial de Comercio (OMC), argumentando que la supresión de las mismas está vinculada a una acción similar por parte de la igualmente proteccionista Unión Europea, lo que sin duda no es cierto. En verdad, la política arancelaria no significa mucho para Washington, que tiene aranceles muy bajos, pero sí para los países latinoamericanos, sobre todo los del Mercosur, cuyos niveles de protección son mucho mayores.
Sin embargo, la cara más importante del ALCA no es el libre comercio sino la ausencia de restricciones en el flujo de capitales, el reconocimiento de la propiedad intelectual y la libre prestación de servicios, la reglamentación común de las condiciones de trabajo y ambientales y la plena participación en los sistemas de educación, salud y seguridad social y en los contratos gubernamentales. En este último caso, por ejemplo, los gobiernos de la región deberían comprometerse a elegir al proveedor de bienes o servicios más barato de la región, en lugar de privilegiar con sus compras a empresas nacionales. El ALCA tiene, en definitiva, poco que ver con la libertad de comercio, salvo en el tema de las tarifas.
Igualmente, la implementación de un área de comercio hemisférico crearía un único territorio económico desde el punto de vista comercial que, en ausencia de fuertes sistemas de compensación y reorganización económica, conduciría a una reproducción cruda de la situación existente a fines del siglo XIX, cuando Gran Bretaña era el polo industrial y los países latinoamericanos los proveedores de productos primarios con escaso valor agregado. A esto se suma el hecho, poco tenido en cuenta, de que, reducidas las tarifas a cero, y dado que una de las razones para la inversión externa es la superación de las barreras aduaneras y fiscales, además de afectar las industriales nacionales la región dejaría de ser atractiva para los capitales extranjeros. De una u otra forma, el nuevo proyecto traería efectos negativos sobre el empleo y sobre la pobreza, que son los principales problemas de América Latina.
Recordemos que en el caso del NAFTA, aunque México recibió inversiones norteamericanas e incrementó su comercio con el país del norte, lo hizo a costa de sus bajos salarios, una redistribución más regresiva del ingreso y un empeoramiento de las condiciones de trabajo, sin impedir la fuga de capitales y con un enorme flujo de remesas al exterior. Tampoco evitó una crisis financiera de envergadura como la de 1994.
De modo tal que lo más ventajoso para la Argentina es mantener y reforzar el Mercosur y negociar a través de él con los otros bloques regionales: NAFTA, UE, países asiáticos, otras naciones latinoamericanas, y también en la OMC. Para lo cual el Mercosur debería avanzar rápidamente en la construcción de instituciones comunes; en especial en la coordinación de políticas macroeconómicas que reafirmen el polo negociador y amplíen los mercados. En todo caso, el ALCA nos plantea una problemática juzgada ya negativamente hace más de cien años, en el mismo corazón de un imperio en tren de nacer, por los entonces representantes y luego presidentes, Sáenz Peña y Quintana.