He escuchado en varias ocasiones al presidente Chávez hablar de la Alternativa Martiana para la América, el ALMA, relacionándola con la Alternativa Bolivariana para la América, el ALBA. Chávez ha dicho que pudiera ser cualquiera de las dos, y es cierto, puesto que Bolívar y Martí no son más que la expresión condensada y genial […]
He escuchado en varias ocasiones al presidente Chávez hablar de la Alternativa Martiana para la América, el ALMA, relacionándola con la Alternativa Bolivariana para la América, el ALBA. Chávez ha dicho que pudiera ser cualquiera de las dos, y es cierto, puesto que Bolívar y Martí no son más que la expresión condensada y genial de la identidad de este «pequeño género humano», como nos llamó el primero, o de esta «raza original, fiera y artística», como nos llamó el segundo. Sin embargo pienso que deben ser las dos.
En varias ocasiones se ha propuesto en foros internacionales, en festivales de la juventud y otros eventos, la creación del Movimiento Juvenil Nuestra América. No sería una organización más, sino un «movimiento» encaminado a divulgar lo mejor de la historia americana, la cultura de nuestros pueblos, la vida y la obra de nuestros próceres y pensadores. Esa podría ser una vía. Todas las organizaciones que hoy apoyan el despertar de nuestra América deberían entender y asumir como una prioridad la creación de alternativas que permitan cumplir este objetivo.
Se trata de que en cada uno de nuestros países un grupo de personas, maestros, profesores, investigadores o promotores en general, se dediquen a organizar con el pueblo charlas, concursos, seminarios, conferencias, simposios, sobre aspectos y figuras esenciales de cada rincón de nuestras regiones. Que se publiquen textos. Que se revisen los planes de estudio. Que se junten los vecinos cada cierto tiempo en los barrios a hablar sobre la historia más cercana, porque la patria es también «aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca y en que nos tocó nacer», según dijo Martí.
Hablando de nuestra América, el Apóstol escribía desde los Estados Unidos en 1891: «Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos.» Es imprescindible conocernos.
Felizmente el ALBA ha comenzado a ser una realidad. Los tratados de colaboración suscritos por Cuba y Venezuela, a los que se han adherido luego Bolivia y Nicaragua, le van dando cuerpo a la propuesta integracionista soñada por el Precursor Francisco de Miranda y anhelada por el Libertador y el Apóstol. Surgen cada día nuevos acuerdos, especialmente en los ámbitos económico y social, como el recién aprobado sobre la seguridad energética. Es sabido que todo ha de hacerse un paso a la vez. Sin embargo creo que no anda al mismo ritmo un aspecto que me parece fundamental en este proceso: el aspecto ideológico.
Esta palabra suele despertar sospechas de inmediato a los asustadizos. Por eso me apresuro a adelantar que no me refiero a confeccionar un grupo de «manuales» para establecer cuáles deben ser las ideas que todos tenemos que defender y cuáles no. El manualismo ha dejado recuerdos tristes y consecuencias desastrosas. No hablo precisamente de «ideologías» sino de «ideas». No es a un «modelo ideológico» sino a ese manantial infinito y riquísimo de ideas casi olvidadas unas, tergiversadas otras y ocultadas intencionadamente la mayoría, y por lo tanto muy nuevas, muy actuales. Me refiero al «conocimiento y reconocimiento mutuo» de aquellos pueblos que estamos llamados por la historia, la cultura en todos sus aspectos, y el más elemental sentido común, a integrarnos como una gran nación.
No puede ser verdad la integración si no hay una conciencia mayoritaria sobre cuáles son las cosas que nos acercan y cuáles las que podrían dividirnos, cuáles las causas comunes de nuestras desgracias, cuáles los posibles amigos y los sempiternos enemigos que nunca querrán mirarnos como a semejantes. La integración basada solamente en la actividad económica no es la verdadera integración. Al menos no es a la que aspiraron los padres fundadores del espíritu integracionista de nuestros pueblos.
La «integración» de la vieja y decadente Europa es un ejemplo elocuente. Luego de tantos siglos de guerras de todo tipo entre sus diversos pueblos, ha terminado «uniéndose» para poder escapar al desmadre creciente y turbulento del hijo bastardo y ambicioso que ella misma engendró: los Estados Unidos de Norteamérica. Pero las fisuras, grietas y derrumbes de esa cacareada «integración» son cada vez más visibles, puesto que han prevalecido en ella más las conveniencias que los sentimientos, y al cabo el bartardillo continúa zarandeándolas o las emplea de arria para acarrear sus culpas.
La unidad de nuestra Madre América se salvará de esos errores, no cabe duda. La buena fe en lo que se hace es ostensible aún para quien no quiera verlo. Pero falta una materia aglutinadora esencial: el conocimiento de la historia de nuestros pueblos. Solo así será completa y segura la integración latinoamericana y caribeña. Porque no puede defenderse lo que no se conoce. Porque no se puede estar dispuesto a darlo todo por algo que no sabemos cuánto costó en siglos de sufrimientos, lágrimas y sangre hasta llegar aquí. No podemos unirnos si no nos conocemos. La gente no suele unirse a extraños. Siempre media un proceso más o menos breve de reconocimiento mutuo y luego, si nos parece bueno, echamos a andar juntos. Los hombres y los pueblos han demostrado siempre un sentido especial para intuir la compañía adecuada, pero no es suficiente. La ingenuidad y la improvisación no son ya la característica de estos tiempos.
Aún conscientes de esta realidad, y deseosos de transformarla, tenemos un gran obstáculo que vencer: la historia de nuestros pueblos ha sido secuestrada durante quinientos años. Los oportunistas han plagiado o silenciado a los cronistas verdaderos y a los investigadores honestos para tergiversarlos. La historia que conocemos ha sido escrita a la medida de nuestros dueños, y hemos sido privados de nuestra principal, tal vez la única, herencia: el orgullo de ser americanos de nuestra América. La historia que han enseñado nuestras escuelas, salvo honrosas excepciones, ha sido la que escribieron los que expulsaron a Bolívar, los que asesinaron al Gran Mariscal Sucre, los que vilipendiaron a Simón Rodríguez y difamaron a José Martí.
Para las masas juveniles americanas que hoy deben asumir con alegría la reconstrucción, al fin, de nuestra patria grande, Simón Bolívar es dos cosas a lo sumo: el título de Libertador y una estatua ecuestre en el centro de Caracas. Su pensamiento político, filosófico, social y su visión profundamente humana de los pueblos no se conocen.
Para esos mismos jóvenes José Martí es cuando más «un poeta», «El Apóstol» o «el Héroe Nacional de Cuba». Así, parcelados y disminuidos en su esencial sentido, los han enseñado para que se crea que los conocemos. Gracias a Fidel el pensamiento revolucionario de Martí se ha conocido; gracias a Chávez se están acercando cada vez más los jóvenes de nuestra América al pensamiento de Bolívar.
En la edad difícil de la adolescencia, cuando el espíritu humano se predispone ya a las utopías, los sueños, las grandes empresas, y se buscan paradigmas, nuestros hijos han tenido delante durante demasiado tiempo los íconos de Hollywood. No deberíamos sorprendernos entonces de que en nuestras librerías y bibliotecas los jóvenes busquen, compren, soliciten los afiches de Batman, Superman o Harry Poter, y dejen olvidados en sus estantes los libros y las imágenes de San Martín, O´Higgins, Morazán, Tiradentes, Hostos, Juárez, Sandino, Mariátegui y tantos otros que le dejaron la hermosa herencia de un ideal noble, superior, digno de dedicarle todas las fuerzas y el ímpetu de esa edad sublime.
Triste el hombre que no tenga en la plenitud de sus fuerzas una idea justa y elevada que defender. Podrá no ser un hombre pobre, pero será sin duda un pobre hombre.
Las ideas que dieron origen a este afán libertario e integracionista nacieron en aquellas tertulias en las que casi de forma permanente se debatía la política del mundo. No en balde el varón de Humbolt se sorprendió de la universalidad de nuestros pensadores. Sin embargo en estos pueblos de conversadores el arte de conversar se ha perdido. El chisme ha sustituido a la conversación, y el enriquecimiento espiritual que esas reuniones de ideas suelen producir en los que tienen la dicha de promoverlas y participar, ha quedado diluido entre el hastío y la maledicencia.
En la época de los teléfonos celulares, la Internet y los satélites, a pesar de la tan cacareada globalización (o tal vez por causa de ella) los seres humanos estamos más incomunicados que nunca y nos morimos solos en medio de las muchedumbres.
Un ser humano que no ha recibido en los tiempos de educarse, que preceden a los de salir a verse de frente con el mundo, los elementos necesarios para ponerse a la altura de su tiempo, es como un árbol que se coloca a ras del suelo, sin raíces, sin referencias, sin sentido de la orientación. El menor vientecillo lo echará a tierra, o los instintos naturales con que nace, sin los frenos morales imprescindibles, lo corroerán a poco de nacer y lo reducirán a la infamia y la desesperación.
El ALMA del ALBA nos exige entonces la necesidad urgente de crear mecanismos y acciones concretas que propicien el conocimiento, por todos nuestros pueblos, de aquellos referentes culturales, históricos, políticos y filosóficos imprescindibles, que nos harán sentirnos más cercanos y fundamentarán lo que se viene repitiendo desde hace tanto: que tenemos una lengua, una religión y una cultura común. Es excelente la idea de la creación de la biblioteca y la videoteca del ALBA. La preservación de esa diversidad cultural es esencial para que la integración no sea, como en otras partes, un choque. Pero para preservar y defender las diferencias primero hay que conocerlas.
Abundan en los nuevos gobernantes americanos que siguen a Bolívar y a Martí el patriotismo, el valor y la inteligencia necesarios para apoyar también estas empresas, pero es necesario que pongamos todas las manos en la obra que a todos nos pertenece, para que sea completa y duradera la integración de América. Todos sabemos que no se va a producir por generación espontánea, sino que tenemos que construirla con nuestras propias manos. No hay que tener miedo a hacer por temor a equivocarnos, ya Simón Rodríguez nos absolvió de ante manos cuando aseveró que «inventamos o erramos».
Por lo pronto, podríamos repetir aquella jubilosa descripción martiana del despertar de nuestra patria grande, hecha en 1891: «En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.»[1]