Todos los dogmas envejecen, se deterioran, pierden color palideciendo hacia el tono sepia de las mentiras mugrientas y finalmente caen en la hojarasca del brumario de invierno. Se trata de un proceso de descomposición que afecta a todos los imperios del presente que, con el paso del tiempo, van desintegrándose en los polvos de un pasado sepulcral. Consecuentemente en la vida real no hay gloria que dure ni mentira que perdure.
Así, conforme el siglo XXI va dejando atrás los días de la agenda, los dogmas de la modernidad van perdiendo color con la sucesión de las nuevas generaciones. El principal de esos dogmas sagrados es el de la separación de poderes tanto en su variante caciquil de la separación entre política y economía, como en su vertiente togada de la (in)dependencia judicial, o lo que es lo mismo; la separación entre política/economía y derecho.
Más que una verdad necesaria, la separación de poderes no deja de ser hoy más que un cuento romántico que ni siquiera el lobo de la caperucíta hobbesiana es capaz de tragarse pese a que ya en el siglo XVIII este lobo sabía hasta latín y decía que: «homo hominis lupus». La cuestión es que si el hombre es un lobo para el hombre ¿por qué separar entonces el alma de semejante criatura darwiniana en dos (o tres) lóbulos independientes?
La fuente del perpetuo progreso y las aguas turbulentas del perpetuo conflicto
Normalmente la visión extendida del dogma de la separación entre política y economía justifica su propia falacia en la necesidad de proteger y blindar la economía de los excesos y distorsiones de la política. Así mientras la economía despolitizada se entiende como la fuente del perpetuo progreso, la política se describe como las aguas turbulentas del perpetuo conflicto.
No es hasta el siglo XIX cuando el grueso de la población pasa a ser considerada sujeto de crédito y la gente común y corriente pasa a ser «cliente» de los bancos al mismo tiempo que los bancos empiezan a ocupar el eje central de todo el sistema económico tanto en su primitiva vertiente de captadores de ahorro como en su más lucrativa innovación de creadores de crédito.
Al mismo tiempo que en los Estados liberales se abría paso la idea del sufragio universal empezó a extenderse el bulo de que la economía obedece a sus propias leyes donde poder y libertad se conjugan con producción y beneficio mediante los entresijos trileros de un juego de deseos y necesidades que la Academia denomina pomposamente la «Ley de la oferta y la demanda del libre mercado.»
El juego era tan divertido para algunos que muchos pillaron un empacho monumental generando, diez años después de la Primera Guerra Mundial, lo que los banqueros llamaron la crisis de 1929, o más eufemísticamente: «la Gran Depresión». No obstante, diez años después estallaba la Segunda Guerra Mundial que acabó en 1945.
El alma del capitalismo: poder, competitividad, ganancia y acumulación de capital.
En el siglo XXI, una crisis en 2008 y el virus COVID–19 han tirado de la manta y se ha visto cómo los Bancos Centrales, con el beneplácito de los gobiernos políticos, dejaban las leyes del libre mercado a un lado para hacer política «monetaria» a lo grande y para los grandes. En EE.UU. la FED (el equivalente al Banco Central), abre la caja y crea dinero en una expansión cuantitativa de dimensiones astronómicas. En Europa, el Banco Central Europeo (BCE) hace lo mismo, aunque en España el rescate bancario lo ordena el gobierno de Mariano Rajoy sobrecargando directamente tanto los Presupuestos Generales del Estado como las espaldas de los contribuyentes austerizando los servicios públicos.
Sin embargo, la doctrina central del capitalismo justifica la separación entre las esferas política y económica como muro de contención contra cualquier injerencia política. Separación drástica que postula en orden a proteger la libre dinámica de las cuatro fuerzas más relevantes del sistema donde poder, competitividad, tasa de ganancia y acumulación de capital definen el alma del capitalismo.
Los turbocompresores de capitales y las agencias de robo y estafa.
Sin embargo, el cuerpo que toma vida con ese alma no es una creación de la economía, sino del derecho. El embrión nace en el siglo XVII, impulsado, entre otros, por la comunidad sefardita de Ámsterdam, que eran judíos de origen español. En 1602 los pequeños comerciantes de Ámsterdam constituyen el primer «turbocompresor de capitales» vinculando una gran suma de capitales a corto plazo a inversiones en empresas a largo plazo.
Nace así lo que hoy se conoce como «Sociedad anónima», que no es otra cosa que una creación de naturaleza eminentemente financiera donde los denominados «inversores» ponen a disposición de la empresa un capital que les da derecho a participar de sus ganancias y solo lo puede recuperar vendiendo su título a otros «inversores». En 1602 este invento financiero se denominó «Vereenigde Oost Indische Compagnie» (VOC), la famosa Compañía de las Indias Orientales holandesa.
Más tarde, en 1877 el prestigioso jurista alemán Rudolf von Ihering describía la patología criminal del alma capitalista que da vida a la persona jurídica de la Sociedad Anónima. Decía lo siguiente: «A los ojos del moderno legislador, las sociedades anónimas se han transformado en agencias de robo y de estafa. Su historia secreta descubre más bajeza, infamia y truhanería de la que hay en un presidio; solo que aquí los ladrones, los estafadores, los truhanes viven entre rejas, allí nadan en la opulencia».
Bussines as usual
No obstante, las palabras de Ihering se han normalizado en el siglo XXI con la globalización, toda vez que cuando se acepta una doctrina, ésta condiciona todas las observaciones de la realidad, y lo que antes se veía como estafa ahora se ve como negocio. Razón por la que este proceso de normalización de las «bussines as usual» impulsa el rápido crecimiento de la Sociedad Anónima y su evolución hasta el tamaño de las gigantescas corporaciones empresariales actuales. Amazon, Google, Facebook, etc., por un lado y Wall Street, junto con las grandes agencias financieras globales –Goldman Sach, Blackstone, etc– por otro.
La realidad es que el tamaño, la fuerza y la dinámica del metabolismo de las grandes corporaciones empresariales supera con creces el tamaño, y la fuerza de la principal criatura política creada por la modernidad; el Estado. La desproporción entre el autoritarismo corporativo y la democracia liberal muestra con toda su crudeza el desequilibrio insostenible de la sociedad moderna, y representa el choque esquizofrénico de dos lógicas diametralmente opuestas.
La naturaleza de la inflación y la libertad de los propietarios
¿Qué es la inflación? La Academia responde siempre a esta cuestión en términos matemáticos, con fórmulas, curvas y teorías para iniciados. Sin embargo, se trata de una cuestión de naturaleza eminentemente política y jurídica que pone nombre al efecto de la libertad del propietario para poner precio arbitrario en función de sus expectativas de ganancia que pueda extraer del comprador. De esta forma la voluntad de los propietarios se convierte en fuente de legitimidad del orden social. O, dicho de otra forma; los propietarios no votan, pero fijan precios y establecen salarios. Y además votan e influyen en la política.
La cuestión no es tanto que la política pueda distorsionar la economía, sino cómo y cuanto de profundo la economía distorsiona la esfera política y jurídica, toda vez que es manifiesto que la economía es la que controla y dirige la dinámica del sistema político-jurídico mucho más allá de los sistemas de cabildeo, las actividades de los «lobbies», o la relación íntimamente comprensiva entre gobierno y oligopolios financieros, productivos o comerciales.
Consecuentemente, bajo la amenaza de una gigantesca crisis de deuda que potencialmente puede generar una incontrolable reacción de impagos en cadena, los Bancos Centrales pierden el velo de la independencia y se meten de lleno en la política monetaria generando gigantescos déficits fiscales para sostener la banca y la actividad bursátil. Política que en Europa levanta la reacción del Tribunal Constitucional Alemán con el argumento de que la separación entre política monetaria y política económica es una falacia cuya aspiración no es otra que la de extraer del control democrático las decisiones de política económica.
El Estado instrumento
No obstante, y pese al ímpetus del Tribunal Constitucional Alemán, éste no ha tenido gran éxito en su empeño de judicializar la política monetaria del BCE en la falsa creencia de que política monetaria y política fiscal son instituciones entre sí independientes y sin efecto alguno sobre las políticas redistributivas de los gobiernos. No obstante, y pese a que toda doctrina condiciona las observaciones, la realidad muestra –con contundencia en los hechos observables– que sucede justo todo lo contrario.
Esto es lo que crisis tras crisis emerge a la superficie bajo la forma de la gran paradoja del capitalismo que entraña la condena constante a la intervención del Estado, por un lado, y la dependencia absoluta de lo público, por el otro. Sin embargo, la gran anomalía se encuentra en el hecho de que el Estado liberal –o social de derecho– responde más a las necesidades de la economía neoliberal, que a los planteamientos de un orden social equilibrado. Así para las grandes corporaciones, la banca y los ricos inversores, el Estado practica la solidaridad del compadreo de los grandes amigos, mientras que para el resto reparte la culpa inquisitoria y «hace justicia» con los austericidios, los desahucios, los embargos, y demás técnicas jurídicas.
Este desequilibrio de los tres poderes del Estado se encuentra ya completamente normalizado por amplios sectores de la población abducidos por el viejo dogma thatcheriano de que no hay alternativa pese a que crisis tras crisis el desequilibrio se muestra manifiestamente insostenible.
El futuro de la burbuja política de suma cero y las corporaciones de interés político
Pero aún siendo cierto que todos los dogmas de fe envejecen, se deterioran y pierden color virando hacia el tono sepia de las mentiras mugrientas, todavía le queda inercia a la doctrina neoliberal para alumbrar lo que sería la segunda gran criatura de la modernidad, esta vez en la esfera política.
Así, en el mundo de la política del siglo XXI lo determinante es la fragmentación y heterogeneidad doctrinal del electorado consumidor de ideas políticas. Fragmentación que ya no puede justificarse en los factores sociales clásicos de género, clase, poder adquisitivo, etc. sino que también abarcan factores endógenos tales como creencias; nivel de conciencia; experiencia y/o conocimiento real de las instituciones; entusiasmo, o apatía. Esta «nueva realidad» no solo imprime una gran presión en la competitividad política, sino que además hace de la actividad política una carrera profesional cuyo fin apunta hacia la obtención de cargos y puestos institucionales. Y quien reparte esos cargos es, siempre, la dirección del partido, que, a su vez, necesita retroalimentarse de cuadros técnicos de la misma forma que un CEO, o director empresarial, conforma su equipo técnico de gestión.
Este modelo político se desarrolla en el siglo XXI dentro de un contexto social profundamente despolitizado donde sólo un pequeño número de personas se sitúan en la actividad política para competir en una burbuja política de suma cero donde lo que gana una parte lo pierde la otra. O lo que es lo mismo; los cargos públicos –y/o prebendas–, que gana una parte son los que pierde la otra.
De esta forma la política deviene cada vez más un producto de márketing dirigido a un público potencialmente consumidor a la par que los partidos políticos están evolucionando hacia un modelo de Corporaciones de interés político (CIP). Corporaciones que se organizan verticalmente en sistemas jerárquicos de gestión y mando al igual que las empresas civiles lo hacen para defender su negocio en el mercado, solo que, en este caso, las CIP se sitúan frente a un consumidor político anónimo que vota lejanamente su imagen mediática.
La distopía del pueblo lejano y fracturado
El embrión de las CIP se encuentra ya en un avanzado estado de gestación, y en su gran parte normalizado, constituyendo así la segunda gran creación de la doctrina neoliberal que asume el alma del capitalismo. Su consolidación definitiva daría lugar a una política concebida como competencia entre corporaciones ideológicas donde las ideas –conservadoras y progresistas–, están tasadas y son objetos de transacción en un mercado electoral controlado por los medios de comunicación; sus inversores capitalistas y las empresas anunciantes.
La realidad muestra que los grandes medios de comunicación ya están funcionando en esa clave bajo dos esquemas sintéticos: de un lado, bajo el esquema de la información como «entertainment», se restringen los temas de interés social, se transforman los debates de ideas en combates de pseudo expertos que compiten por el estrellato, se elimina, o se edulcora, el pensamiento crítico con potentes reductores y se circunscribe la pluralidad al ámbito de los intereses del negocio. Por otro lado, se tiene el esquema del porno social de los «reality shows» en los que se muestra como normalidad los efectos más dañinos, o perversos, de la lógica popular.
El alumbramiento definitivo de esta nueva criatura hermana de la Sociedad anónima no es algo que esté distante por cuanto la lógica de las cuatro fuerzas del sistema –el poder, la competitividad, la tasa de ganancia y la acumulación de capital–, no solo definen el alma del capitalismo, sino que esos mismos valores anidan también en el alma del pueblo junto a un sentimiento de cinismo, frustración y apatía. Y cuanto mayor es la riqueza acumulada mayor es la distancia entre los distintos estamentos de la jerarquía, y mayor es la fragmentación social. En este estado de cosas, los niveles de abstención no solo son indicativos de la pérdida de confianza en el sistema, también muestran la insostenibilidad del engaño.
Blog del autor: https://lacalledecordoba21.blogspot.com/2021/07/el-alma-del-capitalismo-y-la-burbuja-de.html