Jugadas solamente las primeras cartas de este nuevo envite económico que nos manda Estados Unidos ya tenemos motivos para estarles agradecidos. Hemos enriquecido nuestro idioma con nuevos anglicismos: subprime, monoline, rating, scoring. Pero sospecho que el aprendizaje nos va a salir caro. Durante años las universidades americanas, becadas por sus grandes corporaciones empresariales, han ido […]
Jugadas solamente las primeras cartas de este nuevo envite económico que nos manda Estados Unidos ya tenemos motivos para estarles agradecidos. Hemos enriquecido nuestro idioma con nuevos anglicismos: subprime, monoline, rating, scoring. Pero sospecho que el aprendizaje nos va a salir caro. Durante años las universidades americanas, becadas por sus grandes corporaciones empresariales, han ido soltando una lluvia fina de ideas desreguladoras. Lo que Frederic Lordon en el número de marzo de Le Monde Diplomatique denominaba «la tenaza liberal». Con el tiempo, la desregulación ha ido derivando hacia un simple «toma el bonus y corre». En la crisis de las subprime es fácil ver la picaresca en versión americana «apalancada» por dos factores: el levantamiento de controles y frenos a los de arriba y las necesidades perentorias de los de abajo.
El sistema financiero norteamericano ha tenido carta blanca para colocar el dinero sin excesivos miramientos. Se financiaron precios imposibles. Se estipularon períodos de carencia de pagos -amortización e intereses- de hasta dos años, plazo que ahora empieza a vencer. Se falsificaron nóminas y declaraciones de bienes. Llegaron a inventarse nombres de compradores y vendedores. El Jefe del Departamento de Investigación del Fraude Hipotecario del FBI ha hecho público el caso de un intermediario que -utilizando compradores y vendedores- ficticios se embolsó los préstamos de unas cuantiosísimas líneas especiales que le habían abierto los bancos. Cuando algunos bancos sospecharon el engaño y empezaron a exigirle la acreditación de los contratantes, el trilero publicó una oferta de trabajo de contable a 200.000 dólares anuales, en donde era indispensable aportar documento de identificación y justificante del domicilio. Ante lo apetecible de la retribución se presentaron centenares de aspirantes. Ya pueden imaginar para que sirvieron los documentos. Al final, ya atrapado, en la inminencia de restituir el dinero, ofreció a inversores casas a buen precio cuyos compradores, que no podían hacer frente a la hipoteca, se quedarían como inquilinos. Obviamente, al mes, los inquilinos -antiguos compradores ficticios- tampoco pudieron pagar la renta y desparecieron. El sujeto acabó siendo propietario de un jet de 21 plazas… y procesado.
La falta del mínimo rigor a la hora de formalizar los contratos ha llevado hasta el extremo de no saberse a ciencia cierta cuáles son los préstamos reales y cuáles los inventados. No estamos ante un problema macroeconómico, una atonía que se arregla con un retoque de los tipos de interés. Se trata simplemente de que se ha fabricado, por falta de control y regulación, un producto defectuoso. Muchos créditos ya no son solamente de dudoso cobro sino de dudosa existencia. El dinero simplemente se ha esfumado y alguien tiene que reponerlo. Y los realmente existentes son difícilmente recuperables, puesto que la excesiva liquidez elevó los precios de la vivienda hasta cotas de las que no podía sino caerse con estrépito. Hoy, el valor de la garantía se halla por debajo de la deuda. Y cuantas más garantías se ejecuten más bajarán los precios ante la avalancha de fincas en el mercado.
El círculo vicioso creado a nivel macroeconómico se comprende fácilmente. Los bancos aseguraron los préstamos en las monolines, que tragaron con pasmosa facilidad. Si ahora las monolines no pueden hacer frente a sus compromisos, todos los créditos hipotecarios deberán modificar su calificación en los balances de los bancos y deberán provisionarse. Y si no hay con qué provisionar, tendremos delante, entonces en toda su crudeza, el escenario final de la crisis.
La solución parece encontrarse en que ahora el Estado abandone el laissez faire y acuda a rescatar entidades naufragadas, bajo la bandera de proteger los ahorros y las pensiones de los asalariados que están colgando de fondos de pensiones propietarios de entidades en riesgo. Desde luego, ahorraríamos tiempo y dinero si de vez en cuando fusilaran a alguno de estos predicadores mercenarios de la libertad económica. Pero están bien protegidos. Saldrá el Estado y, por el bien de todos, pagará con el dinero de todos.
Todo esto será si EE.UU. no acaba con sus fuerzas. Y es que las subprime nos están ocultando -¿deliberadamente?- dos problemas de fondo. Uno es el agujero financiero que puede derivar del elevadísimo grado de apalancamiento con que se han facilitado muchas y cuantiosas operaciones corporativas de adquisición y fusión de empresas. Si la recesión empieza a recortar los beneficios no se devolverán estos créditos, como tampoco se pagan las hipotecas. Y no olvidemos otro agujero. La guerra de Irak que, además de ilegal, ha sido un fiasco económico calculado por Joseph E. Stiglitz en uno o dos billones (trillones ingleses) de dólares. Astutos en el planteamiento, sus organizadores contaron con pagar la misión de rapiña con el petróleo incautado. No se lo han puesto tan fácil como suponían y en algún momento el contribuyente norteamericano va a tener que enfrentarse con la cuenta.
Pero me cuesta aceptar que los norteamericanos sean tan limitados. Presiento que han vuelto a marcar los naipes. Ya nos llevaron al huerto con los valores tecnológicos. Luego no engatusaron con las malogradas ‘Enron’. Y ahora nos han vendido unos préstamos hipotecarios que, superando la noción clásica de lo que debe ser un derecho de garantía, están resultando incobrables. Ante la reiteración empiezo a desconfiar. ¿Lo harán adrede?
Si la riqueza creada por todas estas aventuras empresariales en términos de puestos de trabajo directos e indirectos, industrias auxiliares, inversiones e impuestos quedó fundamentalmente en EE.UU. y las pérdidas se repartieron por todo el mundo, barrunto que no debió ser un mal negocio a nivel de país, aún admitiendo que de los dividendos, cuando los hubo, participaran todos. Por ello, no será extraño que EE.UU. persevere en el «error». Nosotros, por nuestra parte, ¿deberemos seguir confiando en el amigo americano?
Enric Brancós es notario.