El antichavismo no es un fenómeno homogéneo, monolítico. Lo hay para todos los gustos y colores, e incluso, con evidentes contradicciones antagónicas entre sus distintas ramas y derivaciones. Mientras las ciencias políticas y siquiátricas encuentran una clasificación más o menos válida y aceptable, se puede precisar de manera empírica que, al lado de las tendencias […]
El antichavismo no es un fenómeno homogéneo, monolítico. Lo hay para todos los gustos y colores, e incluso, con evidentes contradicciones antagónicas entre sus distintas ramas y derivaciones.
Mientras las ciencias políticas y siquiátricas encuentran una clasificación más o menos válida y aceptable, se puede precisar de manera empírica que, al lado de las tendencias ideológicas, clasistas, caprichosas o racistas, convive una rama mercantil que ha hecho del odio a Chávez un negocio próspero y redondo. A este avispado sector, más que el valor de uso, le interesa el valor de cambio del antichavismo.
De ninguna manera se trata de una estratagema nueva u original. Durante los años de la guerra fría muchas personas y organizaciones hicieron del anticomunismo una empresa rentable. La caída del muro de Berlín resultó para ellos una catástrofe peor que para los mismos comunistas.
Se les acabó la manguangua. Aquí en América, junto a los luchadores ideológicos contra Fidel Castro, floreció un anti-castrismo mercantil que creó fundaciones y ONGs, luego convertidas en auténticos y grandes emporios empresariales.
Lo mismo está pasando en Venezuela. Unos cuantos vividores, con visión y olfato para el desplumaje de su especie, se dieron cuenta de que el odio a Chávez podía resultarles una mina. Pusieron manos a la obra y decidieron vivir y nutrirse de los antichavistas furibundos y fanáticos.
Lo único que debían hacer era alimentar periódica y puntualmente ese odio, en una suerte de círculo vicioso que ellos denominan, con petulancia y pedantería, «circuito comercial». Cuando observan que hay un reflujo en la histeria contra el líder bolivariano, de inmediato activan sus inyecciones de ponzoñosos mensajes antichavistas.
Estos empresarios del odio y la tontería ajena conocen y se valen de todas la técnicas del marketing. Usan los medios de comunicación con eficacia para «vender» su producto, crean falsas necesidades y exacerban el síndrome de abstinencia.
Emplean la publicidad, el contacto personal, foros, seminarios, congresos, análisis transaccional, tormentas de ideas y retiros espirituales. Venden y suministran a sus clientes una mezcla de odio y miedo, ilusión y frustración, impotencia y rechazo. Como señuelo, ofrecen una lucecita al final del túnel que sólo existe en sus mentes perversas y avaras.
Este antichavismo mercantil o mercenario -vaya usted a saber- vive de sus propios congéneres y de la inversión extranjera, principalmente gringa. Digo inversión porque los financistas foráneos, cuando envían los billetes verdes, calculan sus ganancias a futuro. Uribe y Aznar también les han arrimado la bola para el mingo. Con el antichavismo como insumo, han nacido docenas de ONG unipersonales que reciben parte del mercado y los aportes.
Son franquicias de maletín que presentan informes piratas y reciben su mascada. Más de un pelabolas crónico ha encontrado su pozo de petróleo con la sola invención de una «organización no gubernamental». Su materia prima es el odio a Chávez, algo que cultivan con esmero de horticultor y colocan con la habilidad de vendedor de pólizas de seguro.
Las estrategias de mercadeo traspasan las fronteras y copian técnicas de las transnacionales, como la Hallyburton del vicepresidente estadounidense Cheney, que destruye países y luego monopoliza su «reconstrucción». Vuelve a destruir para volver a «reconstruir», dejando atrás una estela de cadáveres y ruinas.
El negocio antichavista hace lobby internacional, logra entrevistas en la Casa Blanca, negocia premios en España, tiene su nómina de palangristas, atiza los rumores, propaga chismes en organismos multilaterales, resucita a insepultos cadáveres políticos, fomenta el miedo y alimenta el odio. Los mercaderes del negocio antichavista calculaban mantener próspera la empresa por lo menos hasta el 2021. Pero su clientela empieza a recelar.
La credibilidad, que es vital para mantener un producto en el mercado, en este caso el odio, ha caído en picada. Los inversionistas gringos que apostaron al 11-A, al sabotaje petrolero y la guarimba, están decepcionados de sus socios criollos. Además, muchos de éstos se alzaron con los dólares sin hacer el trabajo ni entregar cuentas.
Hoy se observan nuevas iniciativas para el relanzamiento del odio, pero la clientela opositora, defraudada e intoxicada más de una vez con esa mercancía, se muestra escéptica y apática frente a un producto que enriquece a pocos y decepciona a muchos. Una estafa.