Traducido para Rebelión por L.B.
Los senadores republicanos que han consagrado sus carreras a vapulear a la ONU raramente son acusados de pusilanimidad. Sin embargo, el pasado jueves permanecieron extrañamente callados. Henry Hyde se transformó entonces en Henry Jekyll. La mostaza de Norm Coleman se convirtió en miel. Convencidos de que la ONU es una conspiración contra la soberanía de los EEUU, estaban listos para lanzar el ataque que habría derribado definitivamente al odiado Kofi Annan y destruido su organización. Un informe elaborado por Paul Vockler, antiguo presidente de la Reserva Federal estadounidense, iba a demostrar que, como resultado de la corrupción en el programa petróleo por alimentos de la ONU, Sadam Hussein pudo mantener su régimen mediante el desvío de ingresos petrolíferos hacia su bolsillo. Sin embargo, lo que Volcker desveló fue algo diferente.
«La mayor fuente de recursos financieros externos del régimen irakí», informó, «provenía de violaciones de las sanciones realizadas fuera del marco del programa [petróleo por alimentos]». Estas violaciones consistían en «ventas ilegales» de crudo por parte del régimen irakí a Turquía y Jordania. Los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, incluidos los EEUU, tenían conocimiento de dichas violaciones pero no hicieron nada por atajarlas. «La ley estadounidense establece que los programas de ayuda a otros países que impliquen violación de las sanciones de la ONU sean interrumpidos salvo que se determine que continuarlos favorece a los intereses nacionales. Eso es precisamente lo que determinaron las sucesivas administraciones de los EEUU».
En otras palabras, el Gobierno de los EEUU, a pesar de haber sido informado de la operación de contrabando que reportó al régimen de Sadam Hussein cerca de 4.600 millones de dólares, decidió que continuara adelante. Lo hizo así porque consideró que dicho contrabando era de interés nacional ya que ayudaba a países amigos (Turquía y Jordania) a sortear las sanciones impuestas a Irak. La mayor fuente de fondos ilegales para Sadam Hussein fue aprobada no por funcionarios de la ONU sino por funcionarios de los EEUU. Resulta extraño que ni Mr Hyde ni Mr Coleman hayan comenzado aún a refunfuñar sobre el particular. Pero esto no es ni la mitad de la historia.
Es cierto que la auditoría de la ONU debió haber sido mejor. Algunos de los fondos del programa petróleo por alimentos se abrieron paso hasta las manos de Sadam Hussein. Un funcionario [de la ONU], auxiliado por un diplomático británico, ayudó a garantizar que un contrato fuera a parar a una firma británica en lugar de a una compañía francesa. El caso más grave se refiere a un funcionario [de la ONU] llamado Benon Sevan a quien se acusa de haber canalizado petróleo irakí hacia una compañía a la que favorecía, servicio por el cual pudo haber recibido hasta 160.000 dólares como pago. Kofi Annan, el secretario general de la ONU, ha tomado medidas disciplinarias contra ambos individuos y ha prometido despojarles de su inmunidad diplomática si resultan imputados. No podría haber mayor contraste entre esa conducta y el modo como los EEUU han reaccionado ante las harto más graves acusaciones contra sus propios funcionarios.
Cuatro días antes de que Volcker informara de sus descubrimientos sobre Sadam Hussein, el inspector general estadounidense para la reconstrucción de Irak publicó un informe acerca de la Autoridad Provisional de la Coalición (APC), la agencia estadounidense que gobernó Irak desde abril del 2003 hasta junio del 2004. La tarea del inspector general consiste en cerciorarse de que el dinero que la Autoridad gastaba era debidamente justificado. Y no lo fue. En solo 14 meses, 8.800 millones de dólares desaparecieron sin dejar rastro. Eso es más de lo que Mobutu Sese Seko robó en los 32 años que se pasó saqueando el Zaire. Es 55.000 veces más de lo que Mr Evan supuestamente recibió como coima.
Según descubrió el Inspector general, la Autoridad estaba «lastrada por serias ineficiencias y una pobre gestión». Una descripción benévola. Otros investigadores sugieren que también estaba lastrada por falsa contabilidad, fraude y corrupción.
La semana pasada un consejero británico del Consejo de Gobierno Irakí declaró al programa File on Four de la BBC que funcionarios de la APC reclamaban sobornos de hasta 300.000 dólares a cambio de concesiones de contratos. Dinero irakí capturado por tropas estadounidenses simplemente desaparecía. Cerca de 800 millones de dólares fueron entregados a los comandantes estadounidenses sin siquiera ser contados ni pesados. Otros 1.400 millones de dólares fueron transportados en avión desde Bagdad hasta el gobierno regional kurdo en Irbil y nadie los ha vuelto a ver.
La APC concedió contratos a empresas estadounidenses sin ninguna garantía financiera. Fueron otorgados sin concurso en forma de contratos «cost-plus». Esto significa que se pagó a las empresas por los gastos que realizaban, más un porcentaje de esos gastos en forma de beneficio. En otras palabras, se les proporcionó un poderoso acicate para gastar tanto dinero como pudieran. Como resultado, la Autoridad parece haber obtenido una espantoso relación valor-dinero. Los auditores del Pentágono, por ejemplo, afirman que en un sólo contrato una subsidiaria de Halliburton infló los costos por petróleo importado en una cifra de 61 millones de dólares. Parece que esto recibió sanción oficial. En noviembre, el New York Times obtuvo de una oficial del cuerpo de ingenieros del ejército estadounidense una carta en la que insistía en que no «tenía intención de ceder ante las presiones políticas provenientes de… la embajada estadounidense para que vaya en contra de mi integridad y pague el combustible a un precio más caro del necesario». La oficial fue desautorizada por sus superiores, quienes emitieron una nota insistiendo en que los precios que estaba cobrando la empresa eran «justos y razonables» y anunciando que no tenían intención de exigirle presentar las cifras necesarias para justificarlos.
Otras empresas parece que han cobrado a la Autoridad trabajos que nunca realizaron, o que han pagado a subcontratistas para que los realicen en su lugar pagándoles a cambio tan sólo una fracción del dinero que recibieron de la APC. No obstante, incluso cuando era confrontada con la evidencia palmaria de una práctica fraudulenta, la Autoridad continuó empleando a esas empresas. Cuando el inspector general recomendó que el ejército estadounidense congelara el pago a empresas que parecían haber inflado los precios, fue ignorado. Nadie ha sido procesado o castigado. El departamento de justicia de los EEUU se niega a prestar ayuda a los informadores que están llevando a esas empresa ante los tribunales.
Lo que hace que todo esto sea tan serio es que más de la mitad del dinero que la APC estaba distribuyendo no pertenecía al gobierno de los EEUU sino al pueblo de Irak. La mayor parte de ese dinero provenía de ventas de petróleo realizadas por la coalición. Si usted piensa que el programa petróleo por alimentos de la ONU tenía fugas, échele un vistazo al programa petróleo para la reconstrucción de la APC. Durante todo el mandato de la APC nunca se computó la cantidad de petróleo que corría por los oleoductos irakíes, lo cual significa que no había forma de saber cuánta de la riqueza del país estaba extrayendo la Autoridad [de ocupación], o si estaba pagando un precio justo por él. La ACP, según el organismo de control internacional encargado de su auditoría, fue asimismo «incapaz de calcular la cantidad de petróleo… que había sido sacada de contrabando».
La ACP estaba vulnerando de forma flagrante las resoluciones de la ONU. Tal como señala Christian Aid, la distribución del dinero de Irak realizada por la APC se supone que debía estar sujeta a control internacional desde el principio. Sin embargo, no se nombró ningún auditor hasta abril del 2004, justo dos meses antes de que expirara el mandato de la APC. Incluso entonces, los auditores carecían de poder para pedir responsabilidades a la ACP, ni siquiera para solicitar que colaborara en su auditoría. No obstante, se filtró la suficiente información como para sugerir que 500 millones de dólares provenientes del petróleo irakí podrían haber sido «desviados» (una bonita palabra para decir «trincados») para sufragar los gastos de la ocupación militar.
Confío en que los señores Hyde y Coleman no cesen de preguntar si el dinero proveniente del petróleo irakí ha sido gastado correctamente. Aunque tal vez no debería sorprendernos demasiado si su agradable silencio persistiese.