En este artículo el autor sostiene que Lula ha llegado a la presidencia con un mandato claro: encabezar una ‘suerte de revolución permanente’ que sea consciente de que un triunfo electoral no significa automáticamente una victoria política y/o cultural.
La sociedad brasileña acaba de pasar por una de sus jornadas electorales más tensas y llenas de contradicciones en lo que va de su vida post-dictadura de seguridad nacional. Y, sin embargo, más allá de los ánimos y hasta de la esperanza que la victoria de Luiz Inacio “Lula” da Silva ha vuelto a despertar entre quienes buscan hacer de este mundo, en general; y de esta América, en particular; un lugar de convivencia social mucho más libre, más justo, más democrático e igualitario para todos y todas sus habitantes, hay un par de preguntas que no dejan de flotar en el aire enrareciendo la atmósfera triunfalista que ya se vive en distintas latitudes del continente y más allá de ambos océanos.
La primera y más importante de ellas, aunque en apariencia resulte obvia, tiene que ver con discernir quién ganó en verdad en este proceso electoral. La segunda, en comprender qué se ganó. Y es que, por supuesto, cualquier persona que cuente con un conocimiento mínimo del panorama político que domina en Brasil sin ninguna dificultad podría afirmar que, por cuanto a los vencedores, es innegable que en las urnas ganaron Lula, el Partido de los Trabajadores y las bases sociales de apoyo tanto del personaje como del movimiento político por él encabezado; mientras que, en relación con los derrotados, es claro que perdieron Jair Bolsonaro, el Partido Liberal y las bases sociales de apoyo respectivas de este candidato y de su plataforma política. ¿Qué tanto esto es, sin embargo, verdad, y en qué medida se comprueba que vencedores y vencidos, en efecto, se han repartido así lo ganado y lo perdido?
La pregunta viene a cuento, sobre todo, porque si se mira al proceso electoral enfocando la atención no en los actores singulares que saltan a la vista de inmediato sino, antes bien, poniendo el ojo sobre la manera en la que se terminaron configurando las fuerzas sociales y políticas en disputa, el abierto y claro contraste entre un bando (la izquierda) y el otro (la derecha), que domina en la narrativa general de los medios de comunicación regionales, ya no parece del todo una división entre dos absolutos antitéticos, irreconciliables y mutuamente excluyentes, sino que, antes bien, aparecen en toda su complejidad y en todas sus contradicciones dos grandes movimientos de masas, populares, en los cuales es posible hallar matices de izquierda y de derecha en cada uno.
En el caso del bando que ahora se da por vencedor incuestionable, por ejemplo, esto se evidencia de manera clara cuando se presta atención al hecho de que, en esta ocasión, a diferencia de lo que ocurrió en sus dos candidaturas presidenciales previas, Lula tuvo que desplazarse ideológicamente mucho más hacia el centro, concertar alianzas estratégicas (no necesariamente coyunturales ni válidas sólo para ganar los comicios) con fuerzas sociales y políticas mucho más cargadas hacia los espectros de la derecha que de la izquierda y, por si ello fuese poco, mesurar mucho más la radicalidad de su proyecto de nación. Lula tuvo que mostrarse, pues, como un personaje ya no tan abiertamente radical como lo fue en su momento, hace una década, en la medida en la que, en el pasado, el enemigo a vencer parecía ser un monstruo de mil cabezas nacido fuera de Brasil, pero cuyos tentáculos alcanzaban a esta nación: la explotación imperialista de las corporaciones transnacionales, el neoliberalismo de autoría intelectual estadounidense, el neocolonialismo occidental, el militarismo gringo, etcétera. Y por supuesto que ello es comprensible: si el enemigo no es el propio Brasil, sino un proyecto civilizatorio venido desde afuera, pero que atenta en contra de la dignidad del pueblo brasileño, ser radical es una apuesta mucho más sencilla de hacer y, hasta cierto punto, mucho más fácil de ganar, porque no hay que responsabilizar ni culpar al propio pueblo del que depende la vitoria de la izquierda de la situación en la que se está.
Ahora, sin embargo, las cosas son esencialmente distintas a como se dieron en aquel entonces porque el enemigo identificado por Lula (el mal que aqueja a la sociedad brasileña y la enfermedad de la cual él, Lula, pretende sacar a su país) no es ni una fuerza ni un programa ni un proyecto que, en principio, se pueda pensar como una imposición desde el exterior y que, mucho menos, se puede achacar a un único personaje, como si este fuese el responsable de todos los males que aquejan a la sociedad; llámese Bolsonaro o como se lo quiera personificar. Ese enemigo de ahora, pues, alrededor del cual Lula hizo gravitar toda su campaña, es el autoritarismo social brasileño y no tiene otra expresión que los casi sesenta millones de brasileños y de brasileñas que refrendaron no sólo la viabilidad político-administrativa de Bolsonaro y de su gabinete, sino, asimismo, la legitimidad propia de su modo de ver el mundo y de vivir en ese mundo.
Cuesta reconocerlo, pero la moderación actual de Lula se debe a un imperativo moral que hoy, en toda América, es irrenunciable, pese a ser producto de una paradoja: en unas sociedades en las que la extrema derechización de su ciudadanía demanda una mayor radicalización (o una menor moderación) de la izquierda para contenerla y contrarrestar sus efectos (sin recurrir a estrategias que sean simétricas a las de la derecha), sólo la moderación se ha vuelto una alternativa histórica viable porque en una posición así es posible reconocer al enemigo nacional sin obligarlo a cobrar conciencia de sí como un antagónico al que se está atacando o, habría que decir: al que se está señalando como el principal problema de la sociedad en cuestión. Y es que, en efecto, ante cualquier tentativa de radicalización de la izquierda en una población en la que ya se instalaron como sentido común imperante, como ideología dominante y como cultura política hegemónica el autoritarismo social y la derechización sistemática de lo social, el principal problema que se presenta es el de la tentativa derechista de zanjar el atrevimiento de la izquierda a través de la instauración de un Estado de contrainsurgencia.
De ahí, pues, que, al preguntar sobre quién ganó las elecciones de este octubre en Brasil la respuesta clara sea que el proyecto esperanzador que encabezan Lula y sus bases sociales de apoyo, sí, pero al precio de haber aceptado un corrimiento excesivo hacia el centro, edificado en un frente amplio en donde una multiplicidad y una diversidad de derechas cuentan con la capacidad suficiente como para restringir el alcance y la profundidad de los cambios que, por lo menos en el discurso, el nuevo presidente brasileño tiene planeado conseguir. Corrimiento al centro, asimismo, que, además de tener que lidiar con una Legislatura nacional dominada por tendencias político-ideológicas ubicadas en distintos matices del espectro de la derecha (con el Partido Liberal como primera minoría) y de tener que hacer frente a una geografía nacional con presencia mayoritaria (simple, pero mayoritaria) de gobiernos locales de oposición, tendrá que encontrar la manera de salir del marco de referencia discursivo que la derechización y el autoritarismo social por los que atraviesa el Brasil contemporáneo le han impuesto a la izquierda al momento de definir los horizontes de posibilidad de su propio proyecto de nación (y lo que ello implica en relación con las prioridades de su gobierno, los términos de la discusión pública en los que debe de ser planteada cada prioridad, la posibilidad de redefinir lo que implica ser una izquierda radical en medio de un contexto cultural en el cual el conservadurismo derechizante hace pasar por radicales hasta las medidas más moderadas de la izquierda, etcétera).
Entre la intelectualidad y entre los sectores populares que constituyen las bases de apoyo de Lula, en este sentido, se debe de cobrar plena conciencia de que esta victoria electoral no es sinónimo de una victoria política ni, mucho menos, consecuencia de una victoria ideológico-cultural. Bolsonaro, después de todo, no fue en ningún momento el artífice ni de la derechización ni de la agudización y la ampliación del autoritarismo social en el Brasil. Seguro, durante su periodo de gobierno su persona operó como una caja de resonancia que magnificó tendencias que ya estaban ahí, sembradas y germinando en la sociedad brasileña desde mucho tiempo antes de que Bolsonaro si quiera fuese candidato para gobernar el país, pero él no las engendró en su origen. La izquierda brasileña (y, por extensión, la regional) debe de tener claro que este autoritarismo y esta derechización ya existían antes de él, y, ante su derrota en los comicios, también lo van a sobrevivir. Es ahí, de hecho, en donde lo ganado en las urnas aún no se convierte en un triunfo integral: ético-político.
En última instancia, después de todo, esta necesidad de llevar a cabo una renovación ético-política tanto de la sociedad civil como de la sociedad política en Brasil no puede ni debe de ser pensada (a la manera en que se hace, en estos momentos, desde cierta izquierda intelectual autocomplaciente con los progresismos en los que monta sus banderas de lucha y en los que cifra sus aspiraciones) como una cuestión ajena al imperativo de pensar y de llevar a la práctica un proyecto que sea capaz de trascender a Lula en dos sentidos elementales: primero, a él como persona (lo que implica formar nuevos cuadros políticos y, sobre todo, relevos generacionales, para que la esperanza no dependa del carisma de un único individuo) y, en seguida, a él como presidente, con un mandato constitucional claro y acotado (lo cual conduce a abandonar la idea de los ciclos progresistas y, más bien, abrazar al proyecto que ahora él encarna como una demanda colectiva de larga duración: una suerte de revolución permanente que sea consciente de que las victorias electorales de la izquierda no significan, en automático, victorias políticas y/o culturales).
Ricardo Orozco, internacionalista y posgrado en estudios latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México.
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