Desde hace por lo menos sesenta años estamos acostumbrados a referirnos a los países escandinavos como aquellos que han sido capaces de alcanzar el máximo nivel de bienestar para sus ciudadanos. En todos los rankings internacionales que han comparado la calidad de vida de la población Dinamarca, Finlandia, Noruega y Suecia siempre han aparecido entre los primeros lugares. La imagen colectiva que solíamos tener de aquellos países se puede resumir en conceptos como «tolerancia», «armonía» o «consenso».
Sin embargo, en los últimos años, y sobre todo después de la explosión de la inédita crisis financiera, nos llegan desde ese Norte de Europa informaciones contradictorias: nos enteramos de que en el último año se ha producido un aumento del desempleo sin precedentes, de que se están planteando algunas reformas importantes al welfare state (Estado de Bienestar) o de que se están produciendo conflictos entre las minorías étnicas inmigrantes y los autóctonos (como las polémicas desatadas por la publicación de caricaturas del profeta Mahoma o los incidentes de Norrebo entre jóvenes musulmanes y la policía).
Un poco de historia
Estas noticias nos descolocan y para entender lo que está pasando tenemos que preguntarnos cuáles son los pilares en los que se fundaba ese bienestar y cuáles han sido los factores que lo han hecho tambalear.
Para esto nos tenemos que remontar al siglo pasado, cuando la socialdemocracia escandinava [1] nació como fuerza política original después de la industrialización, la urbanización y las presiones sindicales. Tras la II Guerra Mundial, la socialdemocracia sustituyó tanto al Estado, gracias a su constante presencia en el poder, como a la filantropía de la iglesia luterana, con su planteamiento de prestaciones sociales. En otras palabras, la socialdemocracia consiguió implantar en estos países, de forma duradera, un sistema de seguridad social que, sin alterar el orden de la economía de mercado, denuncia los excesos de liberalismo y se basa en el fundamento de la redistribución y la igualdad social. Consiguió, en aquellos años, trazar una vía nueva, por muchos considerada como una panacea, que, sin fundarse en las doctrinas socialistas, adelantaba los otros modelos de welfare existentes, el liberal y el remunerativo-corporativo.
Por un lado, el sistema liberal se caracterizaba (y sigue caracterizándose cada vez más, por ejemplo, en Estados Unidos y en la Gran Bretaña post-Thatcher) por una asistencia «residual», destinada solamente a los que están en situaciones socialmente marginales, con medios muy limitados, y representa el triunfo de los valores de la iniciativa individual y del mercado libre. Por otro lado, el modelo centro-europeo remunerativo-corporativo (presente en Francia, Alemania, Austria, Bélgica e Italia) se basa en el trabajo asalariado. En este caso, las prestaciones, otorgadas por un Estado fuerte, siempre han sido funcionales a la conservación de las diferencias de clase, aunque las instituciones eclesiásticas, las familias y las redes sociales informales jueguen un papel fundamental.
El sistema socialdemócrata se aleja y se distingue de los dos modelos mencionados por muchas razones, pero todas emanan de lo que Gosta Esping-Andersen, uno de los más destacados estudiosos escandinavos de los modelos de welfare state, llama «de-mercantilización» [2]. En efecto, las medidas sociales tienen siempre una función estabilizadora del poder y el mismo origen del Estado del Bienestar reside en el afán de las elites de poder, de encontrar una nueva forma de legitimación. [3] No obstante, la introducción de los modernos derechos sociales implica la pérdida de la consideración del individuo como mera mercancía, de tal manera que el proceso de «de-mercantilización» comienza cuando este servicio social se ofrece como un derecho y cuando, por tanto, una persona consigue mantener su nivel de vida sin depender exclusivamente del mercado. El welfare state se ve, finalmente, no sólo como un mecanismo que interviene, y posiblemente corrige, las estructuras de desigualdad, sino, sobretodo, como un sistema de redistribución, de estratificación, una fuerza que ordena las relaciones sociales.
No hay que olvidar que este modelo nórdico es el menos difundido, ya que tan solo se manifiesta en los países escandinavos (que, por otra parte, están muy poco poblados: Suecia tiene 9 millones de habitantes y Dinamarca, Finlandia o Noruega tienen la mitad). Se articula alrededor del principio del «universalismo», en el sentido de que la cobertura de las prestaciones se extiende a todos (incluida la clase media) por el solo hecho de ser ciudadanos. El doble papel del Estado es, en este caso, el de sustituir tanto al mercado como a la familia. La característica más importante del sistema es la fusión entre welfare y trabajo, ya que sólo una estructura social plenamente empleada puede soportar el coste de programas tan ambiciosos y onerosos. Aunque siempre se trate de un orden definido según las relaciones de poder entre la burguesía y el movimiento obrero, este conjunto de políticas se ha basado desde el principio (aunque ahora, como veremos, no es siempre así) en el consenso social entre las clases, donde la clase media ha terminado por beneficiar tanto a la clase obrera como al tercer sector. Este consenso se extendió a los actores políticos y a los partidos, que han defendido orgullosamente esta implantación sin apenas reparos ideológicos.
Hasta aquí llega la parte encantada de la historia. Pero la placidez del bienestar escandinavo empieza a manifestar algunos temblores, primero con la crisis económica de los años noventa y, después, con el colapso de la globalización financiera de hace ya cerca de dos años.
¿Fin del sueño?
Como en todas partes, las recesiones provocadas por estas crisis han dañado el tejido laboral de todos estos países provocando importantes bolsas de desempleo entre su población activa. Si esto, además, se produce en países poco poblados y tradicionalmente caracterizados por el pleno empleo (Dinamarca, por ejemplo, presentaba en verano de 2008 una tasa de desempleo que no llegaba al 2 por ciento), donde unas prestaciones sociales muy generosas se financian por medio de las retenciones fiscales, el choque puede ser muy violento. Y si en estos países ricos (tradicionalmente muy sensibles a la acogida de refugiados políticos desde zonas de conflicto) se convierten, también, en un destino más de los fenómenos migratorios Sur-Norte que caracterizan nuestra época, llega un momento en que el ciudadano escandinavo, todavía arropado por sus garantías de bienestar, se siente amenazado y pierde seguridad. El inmigrante que resida regularmente en uno de estos países tiene derecho a percibir algún tipo de prestación desde su primer día de estancia en el país, pero, o quizás también por esto, se topa con un mercado del trabajo excluyente e incapaz de integrar a sus capacidades. [4] Cabe preguntarse al respecto si es más efectivo para los inmigrantes tener unos trabajos residuales y poco regulados, como pasa en la mayoría de los países occidentales, o un sistema que le permita a todos una vida digna pero, en efecto, al margen de la sociedad.
Desde el punto de vista de los ciudadanos autóctonos, que tienen una ética del trabajo y de la fiscalidad extraordinaria (es muy raro y socialmente censurado que alguien abuse o se aproveche de las prestaciones sociales, como pasa muy a menudo en otros países), los inmigrantes son vistos no ya como competidores en búsqueda de empleo, ya que en muchos casos no llegan siquiera a esto, sino como perceptores de unas costosas ayudas sin adecuadas contraprestaciones por parte de ellos.
Es éste el momento en que se va perdiendo ese factor clave caracterizado por el consenso social [5] al que se llegó gracias a una cultura política de participación democrática que ha llevado a los escandinavos a presumir, puede que con razón, del mejor modelo posible, capaz de garantizar el equilibrio y la igualdad social. Al tratarse de Estados-Naciones naturales, étnicamente muy homogéneos hasta entonces (si es que es lícito hablar de homogeneidad étnica en un mundo multicultural), donde las tradiciones y la religión protestante siguen jugando un papel muy importante, las autoridades, en un principio, han intentado, con cierto grado de chovinismo, homogeneizar e institucionalizar la diferencia del inmigrante, tratando de crear un estatus de nuevo escandinavo, que, de alguna manera, compartiera los mismos valores. Cuando quedó claro que las diferencias no permitían ese grado de absorción, en el debate público la inmigración se empezó a ver ya como una amenaza a la integridad étnica, cultural, religiosa de los países en cuestión y, en última instancia, a su propio modelo de Estado del Bienestar. [6]
Grietas en el Estado de Bienestar
Ya que toda inquietud pública con cierto grado de popularidad se formaliza en la constitución de asociaciones, partidos y grupos de presión, empezaron a aparecer en el espectro de estos sistemas parlamentarios movimientos y partidos xenófobos de ultra-derecha, tal y como pasó, algunos años antes, en otras partes de Europa. Haciendo hincapié en la defensa del orgullo identitario nacional, de sus tradiciones, e incluso en la aversión a la Unión Europea y en la necesidad de un laicismo público, estos partidos tienen una discreta presencia parlamentaria y, en algunos casos, como el danés, son piezas clave para toda decisión de los gobiernos. [7] Esta situación genera un ambiente enfermizo y violento, sobre todo hacia las minorías de inmigrantes de origen musulmán, que nos hace entender las dinámicas que subyacen al estallido de graves hechos de crónica como los que citamos al principio.
Por otra parte, este razonamiento también explica las razones que se encuentran en la base de las crisis de los partidos socialdemócratas y, por consiguiente, de las reformas del welfare state que se están planteando en los últimos tiempos. Empiezan a aparecer algunas grietas en un pilar de este modelo que parecía inquebrantable hace sólo unos años, el del «universalismo» de las prestaciones. Por iniciativa de muchos partidos, no sólo de derechas, se están haciendo cada vez más impermeables las fronteras, cada vez hay más obstáculos para obtener residencia o ciudadanía (requisitos formales para tener derecho a toda clase de prestaciones) y, por último, se está planteando la reducción de la cobertura a las familias inmigrantes. En otras palabras: el Estado del Bienestar nórdico, siempre considerado de vanguardia en los estudios del sector y en el imaginario colectivo, se va pareciendo (todavía muy poco, pero cada vez más) a los homólogos modelos centro-europeo, en relación a la conexión entre la posición laboral y la prestación garantizada, e incluso al americano, en lo que a participación privada en la seguridad social se refiere. El mismo invento nórdico (ahora tan de moda también en nuestros medios) que se conoce por la infeliz expresión de «flexiseguridad» indica un equilibrio entre la necesidad de flexibilidad de los empresarios y la de seguridad de los trabajadores, pero parece ser ya un útil instrumento en mano del capital para deshacerse con facilidad del personal sobrante.
Podemos concluir evidenciando otra más de las innumerables paradojas que la globalización de los mercados lleva consigo. La extrema facilidad de movimiento de los trabajadores dentro de las fronteras europeas provoca una fuerte tensión entre Estados del Bienestar muy cerrados y sistemas económicos muy abiertos. Quizás debamos finalizar con una cuestión abierta: ¿Es que los welfare states nacionales no pueden coexistir con la libertad de movimiento de los trabajadores? ¿Cuántos trabajadores se quedarán de pié en este baile de las sillas?
Ivan Pivotti es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de Trieste (Italia). Este artículo ha sido publicado en el nº 41 de la Revista Pueblos, marzo de 2010.
Notas
[1] En este artículo la expresión «países escandinavos» se utiliza en sentido amplio, incluyendo a los países de la Península Escandinava (Noruega y Suecia), a Dinamarca (Estado continental de lengua también mayoritariamente escandinava) y a Finlandia.
[2] Esping-Andersen, G. The Three Worlds of Welfare Capitalism, Cambridge, Polity Press, 1990.
[3] Alber, J. Le origini del welfare state: teorie, ipotesi ed analisi empirica, en «Rivista Italiana di Scienza Politica», XII, n. 3, 1982.
[4] En el informe OCDE de 1999, por ejemplo, Dinamarca figura con diferencia en la cola de los países OCDE respecto a la integración de los inmigrantes en sus respectivos mercados de trabajo y Suecia también está en las últimas posiciones.
[5] Kuhnle, S. y Hort S. The Developmental Welfare State in Scandinavia: Lessons to the Developing World en United Nations Research Instutute for Social Development. 2003.
[6] Necef, U. Inmigration, the Nation-State and the Welfare State, en «Sameness and Diversity», Research Institute Swedish School of Social Science, University of Helsinki. 2008.
[7] Séréni, J.P. Las sombras del paraíso danés, en «Le Monde Diplomatique, nº 169. Noviembre 2009.