El consenso que ha prevalecido durante los últimos 40 años nos decía que la política monetaria debe despolitizarse, de modo que los bancos centrales puedan perseguir de forma independiente el objetivo de la estabilidad de precios en la economía sin atender a los políticos, las finanzas privadas o las empresas. Andrew Bailey, el gobernador del Banco de Inglaterra (BdI), echó por tierra esa tradición la semana pasada cuando sugirió que los trabajadores no deberían exigir mayores salarios para contener las presiones inflacionistas a las que se enfrenta la economía británica en 2022.
«No estoy diciendo que nadie se suba el sueldo», dijo. Pero «tenemos que ver la moderación en la negociación salarial, de lo contrario se saldrá de control».
Cuando los bancos centrales piden que los trabajadores carguen con el dolor, su papel como guardianes del statu quo distributivo -la lucha por la distribución de la renta nacional entre el trabajo y el capital- se hace evidente para todos. Se trata de una equivocada proclama, que desgarra el velo de una neutralidad cuidadosamente conservada, y muestra los intereses de quién protege realmente el Banco.
El razonamiento de Bailey es claro. En la década de 1970, los bancos centrales se asustaron ante la perspectiva de una espiral alcista de los salarios, cuando los poderosos sindicatos consiguieron aumentos salariales para los trabajadores que iban de la mano de los aumentos del coste de la vida y, a su vez, las empresas trasladaron esos mayores costes laborales a precios más altos, provocando nuevas demandas salariales.
La escasez de mano de obra relacionada con la coyuntura, los cuellos de botella de la oferta mundial y el renovado apetito por la huelga amenazan con reavivar estos ciclos. Pero Bailey no explicó que las espirales de precios salariales sólo se producen si las empresas vuelcan los aumentos salariales en los precios, en lugar de limitarse a reducir sus beneficios. Lo que estaba implícito en su discurso no era que era el capital quien debiera moderar las expectativas de beneficios para hacer frente a la inflación. Más bien lo contrario: los trabajadores deben pagar (otra vez) por el capital.
Sin embargo, el BdI es consciente de lo mala que ha sido la década posterior a 2008 para los trabajadores británicos. En 2017, su entonces economista jefe, Andy Haldane, explicó que el «débil rompecabezas salarial» -un crecimiento salarial sorprendentemente débil incluso durante períodos de auge de los mercados laborales- no se debía solo al lento crecimiento de la productividad, o a la holgura del mercado laboral, sino también al poder del capital para «dividir y conquistar» a los trabajadores. La disminución de la sindicalización erosionó el poder de los trabajadores para negociar mejores salarios y defender, y mucho menos aún aumentar, su participación en la renta nacional.
La clara postura del BdI en este sentido plantea cuestiones clave sobre su futuro.
En primer lugar, ¿estamos viendo ya los límites del acuerdo institucional que enalteció a los bancos centrales como los guardianes de los objetivos de inflación por encima de todo? Al fin y al cabo, externalizar el control de la inflación a los trabajadores apesta a impotencia en la política monetaria. Si las subidas de los tipos de interés, por muy dolorosas que sean para los titulares de las hipotecas, no pueden conseguir la estabilidad de los precios, quizá sea el momento de adoptar otro enfoque, aprendiendo de los experimentos de la época de la posguerra.
Aunque se suelen descartar a las malogradas políticas salariales fallidas de los años 70, la Junta Nacional de Precios e Ingresos, creada por un gobierno laborista en 1965 y desmantelada por uno conservador en 1970, ofrece un mejor punto de partida. En palabras de su presidente, el diputado conservador Aubrey Jones, el NBPI pretendía frenar tanto a los poderosos empresarios como a los sindicatos.
En más de 160 informes sobre diversas industrias, públicas y privadas, se preguntaba si las empresas podían absorber los mayores costes salariales y de otro tipo reduciendo los beneficios, en particular si éstos se derivaban de un poder de mercado excesivo. Y, de forma bastante premonitoria para la economía británica actual, advirtió que permitir que las empresas repercutan los aumentos salariales en precios más altos reduce sus incentivos para buscar ganancias de productividad.
Aunque el consejo no tenía poderes para hacer cumplir sus conclusiones, planteó un claro argumento para que los gobiernos se comprometieran a realizar controles estratégicos de precios en los casos en que las empresas no pudieran justificar los aumentos de precios. Hoy en día, probablemente se preguntaría si en lugar de subir los tipos de interés y eliminar los topes existentes en los precios del gas la respuesta a las presiones inflacionistas relacionadas con la energía no debería ser mantener los topes, introducir un impuesto extraordinario sobre los beneficios récord de los productores de gas y una reforma estructural, que incluya la propiedad pública, para alinear el sector energético con las ambiciones de una economía baja en carbono. El Banco de Inglaterra, por desgracia, no se plantea estas cuestiones.
En segundo lugar, ¿podemos confiar en que el BdI disciplinará al capital fósil, como exige su mandato medioambiental de marzo de 2021? Entonces, el Banco había creado expectativas de que sería pionero en una ambiciosa estrategia para hacer más verdes las finanzas privadas, el primero entre los países de renta alta. Poco después, esbozó un innovador plan de «prueba de concepto» para descarbonizar su cartera de bonos corporativos, reduciendo primero la intensidad de carbono en un 25% hasta 2025.
Aunque su gradualismo no cumplió con las expectativas, el plan suscitó debates constructivos sobre cómo reducir las subvenciones del BdI al capital fósil. Pero en su lucha sin rumbo contra la inflación, el BdI tiró ese plan por la ventana cuando anunció en febrero que se desharía por completo de sus tenencias de bonos corporativos a finales del próximo año. Esto le hace a uno sospechar que está demasiado interesado en eximirse de la tarea de penalizar las finanzas sucias, una tarea para la que su gobernador parece estar ideológicamente en contra.
En tercer lugar, el Banco de Inglaterra tiene el poder de interponerse en el camino de los gobiernos que pretenden asumir una mayor responsabilidad en la estabilidad de los precios o en la política climática. Su marco de objetivos de inflación dicta que debería deshacerse de sus compras masivas de bonos del Estado, emprendidas para apoyar las medidas fiscales de Covid-19. Esto elevaría los costes de los bonos públicos justo cuando los gobiernos se ven sometidos a una presión cada vez mayor para proteger a los ciudadanos de unos aumentos desorbitados del coste de la vida y apoyar la transición hacia una economía con bajas emisiones de carbono mediante inversiones públicas.
Un banco central que está demostrando una notable falta de voluntad para disciplinar al capital tiene a su disposición herramientas para disciplinar a los gobiernos, todo ello en nombre de un marco político que, según admite, es bastante ineficaz. En su lugar, debería desarrollar nuevos mecanismos para coordinarse con las autoridades fiscales, como el Tesoro, para hacer frente al doble reto de la inflación y el clima.
Si Alan Greenspan fue venerado durante mucho tiempo como el banquero central que siempre tomaba las decisiones correctas, Andrew Bailey corre ahora el riesgo de tomar siempre la decisión equivocada, ya sea en lo que respecta a la subida de los tipos de interés, la contención salarial, la deuda pública o el clima. Pero estos tiempos exigen un liderazgo más creíble y una apertura al cambio institucional. De lo contrario, citando a Ariana Grande, siguiente, gracias.
Daniela Gabor es profesora de economía y macrofinanzas en la University of West of England de Bristol.
Texto original: https://www.theguardian.com/commentisfree/2022/feb/08/bank-of-england-rising-inflation-workers-pay-andrew-bailey
Traducción: Ayoze Alfageme
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