Han pasado seis meses desde que Trump recuperó el poder en Washington. Si bien en este periodo ha habido muchos signos de resistencia esperanzadores, no sería incorrecto calificar estos seis meses pasados de embestida.
Vale la pena parar un momento para reflexionar sobre la naturaleza del Trumpismo 2.0, ahora que ya tenemos seis meses de experiencia práctica con el mismo. Tomaré como punto de partida la perspectiva de que el trumpismo es la variante estadounidense del nuevo autoritarismo que define la actualidad política mundial. Quiero tratar de entender el trumpismo tanto desde el punto de vista del momento internacional para el capital como del contexto específico de EE UU en que se inserta. Quiero comprenderlo en sus continuidades y fisuras con el periodo previo de capitalismo neoliberal para explorar la relación entre lo que es esencial y necesario para la administración en términos materiales, por un lado, y en qué aspectos sus políticas se derivan de una vinculación ideológica romántica con su base, por otro.
La crisis prolongada, el neoliberalismo y Trump
Para comprender el trumpismo es fundamental referirnos a la larga crisis de rentabilidad del capital, volviendo atrás a comienzos de la década de 1970. Marx explicó que la tasa de ganancia tiende a descender con el tiempo debido a que la competencia lleva a los capitalistas a adoptar nuevas tecnologías que reduzcan la necesidad de trabajo humano. Esto asegura inicialmente una ventaja competitiva y un aumento temporal de la plusvalía para los primeros que las adopten. Sin embargo, a medida que estas innovaciones se propagan a todo el sector, la ventaja desaparece, y la proporción global entre trabajo humano (la única fuente de valor) y capital disminuye. A resultas de ello, la cantidad de beneficio extraída en proporción a la inversión total comienza a reducirse, impulsando la tendencia a largo plazo al descenso de la tasa de ganancia.
Tener presente esta ley de la economía capitalista es fundamental para comprender por qué se producen las crisis. A medida que descienden las tasas de ganancia, los capitalistas tienden a producir más a fin de compensar la disminución de los beneficios, provocando crisis de sobreproducción. Al mismo tiempo, la menguante tasa de ganancia lleva a los capitalistas a buscar otros filones para sus inversiones, a menudo priorizando la especulación arriesgada, generando burbujas que finalmente estallan, como ocurrió en 2007 y 2008.
Los años que siguieron a la segunda guerra mundial trajeron un auge económico sin precedentes. Las dos guerras mundiales y la gran depresión habían causado una enorme destrucción, abriendo nuevas posibilidades para el capital, mientras que se habían gastado enormes inversiones en la producción de armas, con lo que la tasa de ganancia se mantuvo en niveles altos. Esto dio pie a un auge económico que duró hasta comienzos de la década de 1970, cuando la competencia de Japón y Europa Occidental propició nuevas inversiones en tecnologías que permitieran ahorrar en mano de obra, con lo que la tasa de ganancia retomó su tendencia descendente.
Este periodo de auge económico fue el único en la historia de EE UU en que el sueño americano estuvo accesible a amplios sectores de la población. La combinación de las luchas de clases de la década de 1930 y las necesidades del capital durante este periodo concreto permitió que la clase trabajadora gozara de salarios relativamente altos y de estabilidad laboral, particularmente, aunque no en exclusiva, para la clase trabajadora blanca.
Sin embargo, cuando finalizó el auge a finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970, el capital necesitaba una vía para restablecer la rentabilidad. Pudo hacerlo utilizando el Estado como instrumento de guerra de clases, para redefinir las condiciones de trabajo de manera que estas empeoraran junto con los salarios, amplios sectores de la población se vieran excluidas del empleo estable, se recortarían los programas sociales del Estado y el capital pudiera embolsarse la diferencia. Esta fue la revolución neoliberal.
En pocas palabras, el neoliberalismo fue un estrechamiento violento del círculo de la gente que podía acceder a una vida digna. El orden de posguerra sobrevivió a la crisis de la década de 1970 gracias a este estrechamiento. Entonces el Estado militarizó los lindes alrededor de este círculo menguante mediante la estigmatización de quienes se hallaban fuera, tachándoles de vagos, indignos o peligrosos, mientras disipaba violentamente sus aspiraciones a una vida mejor. Esto lo vimos en Chile en 1973, en la huelga de la minería en el Reino Unido, la militarización de ls frontera sur de EE UU y la legislación penal de Clinton, que llevó a prisión a enormes sectores de la juventud trabajadora negra, que volvía a ser superflua.
En este artículo me referiré a este círculo militarizado que se estrecha con la expresión círculo de bienestar social. No hablo de bienestar en el sentido de Estado de bienestar y sus políticas como Medicaid, Medicare, Seguridad Social y las prestaciones de desempleo (aunque en ocasiones adopta esta forma), sino de bienestar en un sentido más general de acceso a una vida digna, estable y confortable.
Durante este periodo, el papel del Estado no se minimizó, sino que cambió. De la propiedad pública y la inversión directa, el Estado asumió una función de gestión violenta de la implementación de la austeridad. Esta militarización del Estado se profundizó con la Ley Patriota y la creación del Departamento de Seguridad Interior después de 11 de septiembre de 2001, la creación del ICE (Servicio de Control de Inmigración y Aduanas) en 2003, la expansión masiva de la maquinaria de deportación durante la presidencia de Obama y, a pesar del descenso de la criminalidad, el fuerte aumento de los presupuestos de la policía de 10.500 millones de dólares a escala nacional en 1975 a 233.000 millones en 2023. Descontando la inflación, este incremento es de más del 400 % durante este periodo.
El neoliberalismo completó su hegemonía al ganar para su causa a los partidos capitalistas de izquierda: el neoliberalismo progresista de los Tony Blair, los Clinton y los Obama, que aceptaron las premisas económicas del neoliberalismo y trataron de compatibilizarlo con cuestiones sociales progresistas como los derechos LGBTQ+, el feminismo y la justicia racial. Conviene destacar que no se trataba de revertir el estrechamiento del círculo de bienestar social, sino que esos gobiernos dieron por hecho el estrechamiento y trataron de ganar credibilidad progresista mediante la defensa de un mejor reparto racial y de género en el interior de dicho círculo.
Si el neoliberalismo fue una solución temporal a la crisis de comienzos de la década de 1970, entonces el colapso económico de 2007-2008 marcó lo que una publicación del Estado español ha llamado “la crisis de la solución a la crisis”. Aunque la ofensiva neoliberal contra la clase trabajadora había restablecido temporalmente la rentabilidad del sistema, la economía volvió a declinar de forma constante hasta que el capital trató de recuperarla de nuevo mediante el tipo de especulación más arriesgado, generando la burbuja que finalmente estalló.
El papel del Estado ha vuelto ha cambiar una vez más desde 2008. La intervención estatal tras la crisis salvó la economía. Lo que había restablecido la rentabilidad antes de la segunda mitad del siglo XX fue la destrucción masiva del capital no rentable. Ahora, sin embargo, se había acumulado tanto capital que el Estado no tuvo otra opción que intervenir si no quería arriesgarse a un colapsos total del sistema. Fue el llamado fenómeno de “Too Big to Fail” (demasiado grandes para dejar que quiebren). Puesto que no había otra manera de salir de la crisis, el Estado tuvo que asumir una función cada vez mayor para gestionarla.
El resultado ha sido la debilísima recuperación desde 2008, ya que el Estado se ha visto forzado a intervenir cada vez más a menudo y con creciente intensidad para apuntalar el capital no rentable a fin de evitar el colapso. Así se ha disparado el deuda de EE UU, duplicándose con creces de 13,64 billones de dólares en 2007 a 35,64 billones en 2024. En el resto del mundo desarrollado, la deuda pública supera todos los registros desde las guerras napoleónicas. La lucha por las migajas de rentabilidad que quedaron después de 2008 ha dado pie a una creciente tensión interimperialista, que a menudo ha desembocado en guerras por delegación, con la constante amenaza de que estalle un enfrentamiento directo.
Este periodo se caracterizó por una enorme inestabilidad social, ya que la enclenque recuperación y la brecha crítica abierta en la hegemonía de la clase dominante abrieron la puerta a alternativas, tanto de izquierda como de derecha. Occupy, el Tea Party, Black Lives Matter fueron expresión, entre otras, del declive de la hegemonía de la clase dominante en EE UU.
Y llegó Trump, tras ocho años de crisis sin resolver, ocho años de una crisis que probablemente no tiene solución. Llegó Trump en una situación en que la única cuestión es cómo gestionar un sistema que está cada vez más fuera de control, en el que la fe en el sistema se ha desvanecido y la economía solo puede reflotarse temporalmente mediante una mayor desposesión de una clase trabajadora ya exhausta y un salto cualitativo de la violencia estatal. Mientras que la primera presidencia de Trump estuvo limitada por su control incompleto de su partido, el colapso de la resistencia interna y el efecto de radicalización que tuvieron actos como el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 han permitido que en su segundo mandato el trumpismo se haya hecho plenamente con las riendas del Estado.
El One Big Beautiful Bill [proyecto de ley de reforma fiscal firmado por Trump en julio de 2025] (OBBB) es un ejemplo perfecto del neoliberalismo autoritario de la política del trumpismo. Representa ambos lados de la ecuación neoliberal: austeridad y violencia estatal. Supone la mayor transferencia de riqueza de la gente más pobre a la más rica en la historia de este país, mientras que al mismo tiempo adjudica 75.000 millones de dólares al ICE, potenciando masivamente lo que se ha convertido en una verdadera gestapo.
La segunda presidencia de Trump ha marcado una diferencia entre antes y después en la gobernanza neoliberal, cuando unas tendencias graduales dieron a luz finalmente a algo completamente nuevo, y la naturaleza de la gestión del Estado adoptó una nueva forma en una economía en declive y una sociedad fuera de control. Los problemas de la crisis económica y la falta de fe en el sistema se resuelven mediante la violencia estatal. Trump representa un nuevo tipo de política para un sistema que requiere un grado cualitativamente más alto de militarización de la frontera alrededor del círculo de bienestar social, que ya no podía depender de la coerción ideológica para mantener la estabilidad, y ha militarizado a un sector de la población contra el otro para que luchen por hacerse un sitio dentro del círculo menguante. Build the Wall [levanta el muro] no fue más que la expresión más genuina de esta nueva política.
Trump ha sido capaz de ofrecerse como alternativa atacando el neoliberalismo progresista, que había combinado cuestiones sociales progresistas con una política de austeridad . Este es el origen de un intensa cruzada potra el wokismo, que coloca a sectores de población en el exterior o en la periferia del círculo contra poblaciones que han obtenido supuestamente una ventaja que no merecen debido a sus antecedentes demográficos.
El grotesco romance de Trump
Estas posiciones muestran lo que está haciendo el trumpismo por el capital en estos momentos. Sin embargo, no explica los aspectos grotescos y alucinantes de la ideología y la práctica de Trump. ¿Cómo podemos dar sentido a ocurrencias del trumpismo que parecen ajenas a la realidad, como los aranceles, la confrontación con los aliados más cercanos de EE UU, la amenaza de invadir Groenlandia, el aumento explosivo de la deuda pública debido al OBBB y el secuestro de trabajadores y trabajadoras agrícolas inmigrantes esenciales?
La política de masas cuya base social es la pequeña burguesía, como el trumpismo y el fascismo, siempre son en la práctica real el resultado de una complicada síntesis entre las necesidades de por lo menos un sector de la clase capitalista y la ideología pequeñoburguesa de su base. Esta ideología, que pretende resolver la crisis sin cuestionar el capitalismo, es en cierta medida ajena a la realidad. En suma, siempre tiene un pie en la realidad y otro fuera de ella.
El pie que se halla fuera de la realidad es de naturaleza romántica. Esta corriente artística, concebida a finales del siglo XVIII, ha sido siempre la expresión cultural de la pequeña burguesía alienada, que trata de paliar las tristes realidades del presente capitalista mediante una idealización del pasado nacional. En cierto sentido, Hitler y Mussolini fueron el ideal romántico de la pequeña burguesía en sus respectivos países, y de manera similar, la figura de Trump es de naturaleza romántica casi grotesca, expresada, por supuesto, de la manera más americana posible.
En muchos sentidos, Trump es el ideal romántico de la pequeña burguesía estadounidense. Rudo, deseoso de que todo funcione, dispuesto a “decir las cosas como son”, aparentemente exitoso en los negocios y despiadadamente egoísta de la forma más grosera, siempre ocultando la conciencia reprimida de su propia mediocridad. Ese romance autorreferencial que llamamos megalomanía le define perfectamente. Representa un tipo de megalomanía que ve en la dominación global de EE UU su propio mérito personal y su derecho natural inalienable.
Son precisamente estas cualidades las que han proporcionado a Trump la base de masas que le alzó al poder, pues la pequeña burguesía estadounidense se reconoce en él y lo ve como su campeón. Esas cualidades también explican cómo sus políticas se apartan por completo de la realidad, fruto de una creencia romántica del carácter ilimitado tanto de sus propias capacidades como de las de EE UU, mientras obra en su propio estrecho interés económico.
No obstante, en este terreno hay una diferencia crucial entre el fascismo tradicional y el trumpismo. La fusión del poder del Estado y de las empresas que practicó el fascismo permitió un nuevo auge económico y cierta estabilidad durante un tiempo. La diferencia con la actualidad es que hoy no existe ninguna solución posible para el capital, lo que permite a los elementos románticos del trumpismo zafarse de la disciplina de la necesidad y gozar de un mayor grado de independencia. Lo que queda es una combinación de autoridad brutal y una orgía de robos y violencia a medida que los orígenes lumpencapitalistas y semicriminales de Trump se manifiestan en la jefatura del Estado.
Posibles futuros
La crisis económica irresoluble junto con la política errática de Trump hacen que el trumpismo sea un sistema extremadamente inestable. Además de gestionar el descontento en las filas de la población general, Trump también ha de manejar la coalición inestable que encabeza, formada por sectores del capital como las grandes tecnológicas y el grupo Project 2025, y el movimiento MAGA, alejado del poder pero crucial para su coalición. La divorcio con Elon Musk y el cisma dentro del MAGA a causa de la lista Epstein son manifestaciones de esta inestabilidad.
Lo que cabe decir con certeza sobre esta política es que sus características alejadas de la realidad tienden a llevarles a la autodestrucción. La cuestión es qué forma adoptará esta autodestrucción y quiénes serán sus víctimas.
Una primera forma de autodestrucción posible sería, a resultas de los daños producidos por las políticas de Trump, que el centrismo del partido Demócrata se recuperara tras las elecciones parciales de 2026 y ganara las elecciones generales de 2028. Esto suponiendo que haya elecciones libres y limpias, desde luego, cosa que por desgracia no podemos dar por descontada. Dada su edad, este podría ser el fin de Trump personalmente, pero puesto que la crisis seguirá y los Demócratas serán como siempre incapaces de ofrecer una solución real, la amenaza de la extrema derecha, tal vez con formas más radicales y coherentes, seguirá en pie.
Una posibilidad terrible, dentro de esta perspectiva, es que de la misma manera que el Partido Laborista en el Reino Unido y el Partido Demócrata en EE UU se adaptaron a la política neoliberal tras su implementación inicial por parte de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, esos partidos puedan adoptar buena parte del autoritarismo y de la política de austeridad de Trump en el futuro. Ya estamos viendo algunos signos de esto con la austeridad brutal impuesta por el Partido Laborista de Keir Starmer mientras hacen calificar legalmente de terroristas a las y los miembros de la organización de solidaridad Palestine Action.
Otra posibilidad es la autodestrucción mediante una guerra. Trump no se ha mostrado reacio a la acción militar, y a medida que crezcan las tensiones imperiales con China y Rusia, la megalomanía de Trump puede llevarle a lanzarse a un conflicto militar directo con trágicas consecuencias para la humanidad.
La escasa posibilidad de que el trumpismo se estabilice como sistema se basaría en la erosión de los derechos democráticos hasta el punto de que pueda mantenerse en el poder usando la fuerza y la violencia. Es una posibilidad real. Por supuesto, el desenmascaramiento completo de la naturaleza del poder del Estado en semejante contexto daría pie probablemente, de una manera u otra, a una inestabilidad social que solo podría contenerse con más fuerza.
Lo más importante que debemos recordar es que el futuro no está escrito. El factor decisivo en la historia sigue siendo, como siempre, lo que haga la gente común, por muy lúgubre que pueda parecer el cuadro. Podemos evitar los desastres provocados por el descarrilamiento del trumpismo si ‒parafraseando a Walter Benjamin‒ la clase trabajadora mundial encuentra la manera de tirar del freno de mano.
Texto original: Tempest
Traducción: viento sur
Fuente: https://vientosur.info/el-bufon-el-imperio-y-la-crisis/