Con motivo de la publicación, en noviembre de 2020, del libro de Jason E. Smith, Smart Machines and Service Work, Tony Smith entabló un diálogo con él con el fin de explicar su enfoque sobre las innovaciones tecnológicas y el modo en que reconfiguran o no el capitalismo.
Ni tecno-utopía ni tecno-distopía, Jason E. Smith muestra la naturaleza en gran medida ilusoria de la idea de una «ruptura tecnológica», compartida tanto por los apologistas como por los críticos de las nuevas tecnologías. Este mito no sólo enmascara el estancamiento económico y el caos social, sino que también nos distrae de la cuestión -que el autor plantea aquí- de las nuevas formas de organización y de lucha de los trabajadores.
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Tony Smith – En primer lugar, felicidades por la publicación de Smart Machines and Service Work. Es uno de los mejores libros sobre las consecuencias sociales del cambio tecnológico que he leído, mucho más perspicaz que los libros sobre tecnología que reciben tanta atención en la prensa convencional.
Muchos de estos libros defienden el tecno-utopismo, argumentando que, si esperamos un poco más y ponemos en marcha las políticas adecuadas, las tecnologías avanzadas desencadenarán una nueva era de crecimiento y prosperidad. Otros adoptan una posición tecno-distópica, prediciendo niveles de desempleo tecnológico y caos social sin precedentes. ¿Cómo definiría su posición en relación con estas alternativas?
Jason E. Smith – Ambas están equivocadas. Ambas parten de la base de que las economías capitalistas avanzadas están experimentando, o están a punto de experimentar, una profunda transformación impulsada por las máquinas, cuyo principal efecto será un aumento repentino de la productividad del trabajo y del crecimiento económico. Los «tecno-distópicos» hacen hincapié en las probables consecuencias sociales catastróficas para la estratificación de clases y los mercados laborales: una exacerbación de la desigualdad de ingresos y, sobre todo, el desempleo «masivo».
En mi libro me centro en esto último. Los episodios de desempleo masivo no son el resultado del cambio tecnológico, sino del colapso económico. Si se produjera una resucitación robusta y automatizada de las economías de renta alta, la evidencia histórica sugiere que habría una trayectoria totalmente diferente. Sería de esperar que se produzcan trastornos temporales en el mercado de trabajo, ya que se revisan los procesos de trabajo, se redefinen los puestos de trabajo, se reasigna la mano de obra de los sectores de alta productividad a los más intensivos en mano de obra, se crean industrias totalmente nuevas y se imponen nuevas divisiones del trabajo (tanto sociales como técnicas). Surgiría una nueva composición de clase, con nuevas estratificaciones de competencia, género, raza o ubicación.
En Estados Unidos, basta con remontarse al periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial y hasta aproximadamente 1965 o 1970 -lo que yo llamo «Automatización 1.0»- para encontrar este patrón. Ciertamente, a largo plazo, esta transformación conduciría con toda probabilidad a un aumento del desempleo, ya que la mayoría de los nuevos puestos de trabajo serían empleos de servicios mal pagados, especialmente de servicios personales. Miseria y descalabro para muchos, sin duda. Pero la transformación tecnológica radical de las economías avanzadas no está en marcha ni es inminente.
Las afirmaciones de que estas economías están al borde de una ruptura tecnológica proceden principalmente de las facultades de empresariales o de «gestión», y de Silicon Valley. A continuación, los periodistas y los comentaristas las canalizan, las repiten y las repiten. Se acompañan de palabras de moda: «segunda era de las máquinas», «tercera revolución industrial», «industria 4.0», etc. Esta exageración se extiende a la izquierda y se asocia con planes especulativos sobre la UBI (renta básica universal) o incluso con propuestas de «nacionalizar» las plataformas de redes sociales. Estas proyecciones se realizan en un contexto de crisis implacable (en 2018, el Banco de Inglaterra pudo anunciar que la economía británica había «sufrido la peor década de crecimiento de la productividad desde el siglo XVIII»).
La retórica que ha surgido y se ha consolidado en torno a la automatización puede interpretarse como parte de una iniciativa más amplia para alimentar una burbuja bursátil sin precedentes en la historia, alimentada principalmente por un puñado de los llamados valores tecnológicos o de Internet (los acertadamente llamados valores «FAANG»: Facebook, Amazon, Apple, Netflix y Alphabet-Google). La historia de la innovación de la última década se limita principalmente al sector financiero y a la política monetaria: recompras de acciones (800.000 millones de dólares en 2018), tipos de interés casi nulos, endeudamiento masivo de las empresas privadas, ciclo tras ciclo de flexibilización cuantitativa [la llamada política monetaria no convencional]. Los tsunamis de dinero barato llegaron a las economías más ricas del mundo, gran parte del cual se gastó en inmuebles urbanos. Con el inicio de la pandemia, recibimos una nueva dosis de “King Kong”, que llevó a los mercados bursátiles a máximos históricos, mientras sectores económicos enteros cerraban y decenas de millones de trabajadores estadounidenses perdían sus empleos.
Estas ficciones del cambio tecnológico son de vital importancia para una clase capitalista que se imagina a sí misma como una fuerza histórica progresista, pero que preside una economía profundamente estancada, pasando de una profunda crisis a otra. Esta clase se presenta a sí misma como una fuerza histórica disruptiva, incluso anárquica, cuyas extraordinarias innovaciones plantean problemas (el crecimiento explosivo de la productividad que hace que la mitad de la mano de obra sea superflua, etc.) que sólo ella puede entender y resolver (con el UBI, una garantía de empleo, quizás un New Deal verde..). No es de extrañar que la palabra de moda de la década haya sido «inteligente» (teléfonos inteligentes, casas inteligentes, fábricas inteligentes, coches inteligentes y ciudades inteligentes), un término que refleja la autoestima de quienes lo inventaron. Sin embargo, esta gente se enriqueció con las burbujas inmobiliaria y bursátil.
No nos equivoquemos, vivimos en una época de «caos social», por utilizar su término: de polarización y fragmentación social, de aumento de la deuda y falta de crecimiento, de mercados laborales rotos y de conflictos de clase agudos pero fragmentados e incoherentes. Smart Machines and Service Work intenta tomar la medida de este creciente desorden y ofrecer una explicación diferente de por qué estamos atrapados en él.
Tony Smith – La mayoría de la gente piensa que vivimos en una época de cambios tecnológicos sin precedentes. Sin embargo, en su libro habla de «inercia tecnológica sostenida». ¿Qué quiere decir con esta chocante expresión?
Jason E. Smith: En su mayor parte, los tipos de avances tecnológicos que han tenido lugar durante la última década o más son irrelevantes desde una perspectiva macroeconómica, ya sea el crecimiento de la productividad laboral, el empleo, las tasas de inversión, el crecimiento del PIB o cualquier otra cosa. No es casualidad que la consolidación de esta retórica de la automatización inminente (el aprendizaje automático, la gobernanza algorítmica, la revolución de las plataformas, la economía «colaborativa») haya coincidido con el repentino ascenso de empresas como Facebook, Apple, Alphabet, Amazon, Alibaba y Tencent.
A mediados de la década, estas empresas habían consolidado su estatus de líderes bursátiles -sus valoraciones desorbitadas superaban con creces a las antiguas transnacionales de la banca, el petróleo, las farmacéuticas y el automóvil-, al tiempo que se insinuaban en el tejido de la vida cotidiana de los consumidores de la clase trabajadora y de la llamada clase media. Las empresas de redes sociales como Facebook y las empresas del monopolio de Internet como Alphabet/Google se pasaron la década prometiendo una revolución de la inteligencia artificial o de los coches autoconducidos, mientras que más del 90% de sus ingresos procedían de la venta de espacios publicitarios a otras empresas (como bancos y fabricantes de coches). Estas plataformas han acumulado enormes beneficios durante la última década creando e imponiendo condiciones de funcionamiento similares a las de un monopolio. Aunque se presentan como empresas tecnológicas, invierten relativamente poco en I+D, pero gastan a manos llenas para aplastar a sus posibles competidores, principalmente comprándolos antes.
El «smartphone» se perfila como la innovación o invento estrella de nuestro tiempo, su «producto estrella». Su ubicuidad, su presencia en las aceras, en las salas de juntas, en las aulas o en la mesa, confirma su condición de emblema de la época. En su mayor parte, se limita a reunir dispositivos más antiguos (el teléfono móvil, el ordenador personal). Al proporcionar acceso a toda una serie de entretenimientos -compras, streaming de música y vídeo, comunicación interpersonal- a través de una única pantalla interactiva, estos dispositivos completan una confluencia que lleva décadas en marcha: la fusión del comercio y la información, el entretenimiento y la sociabilidad, la autoafirmación personal y la vida cívica en una única pantalla LCD (u OLED) sensible al tacto.
Su usuario se debate entre estos registros y los practica todos al mismo tiempo. Su humor oscila entre la diversión inofensiva y la rabia inarticulada. Sin embargo, la pesada mano de las mayores empresas tecnológicas en los mercados bursátiles, combinada con la fuerza e influencia que han desatado en el entretenimiento, el consumo, la identidad personal y el discurso público -todo lo cual ya ha estado erosionando y decayendo durante décadas- ha dado lugar a reivindicaciones por esta tecnología de base que superan con creces su impacto en la forma en que compramos, consumimos medios de comunicación o nos relacionamos con amigos, familiares y desconocidos.
En el lugar de trabajo, estas innovaciones prometían llevar a lo que Paul Mason predijo que sería un «despegue exponencial de la productividad» [en su libro Postcapitalism a Guide To Our Future]. Esto es precisamente lo que no ha ocurrido. En cambio, lo que hemos obtenido son redes de vigilancia y seguimiento cada vez más estrechas, en las calles y en el lugar de trabajo.
Es revelador que los teléfonos inteligentes y las plataformas de medios sociales despegaran en medio de una profunda recesión que nunca llegó a «romperse». El iPhone salió al mercado en vísperas de la crisis financiera de 2008. La forma en que las personas se comunican, obtienen información, ven películas, compran o comparten fotos nunca volverá a ser la misma. Pero la «paradoja de la productividad» de Robert Solow [Premio Nobel de Economía en 1987; nacido en 1924], formulada por primera vez en 1987 – «Se puede ver la era de la informática en todas partes menos en las estadísticas de productividad»- ha resistido la prueba del tiempo. En la última década se ha producido el menor crecimiento de las ganancias de productividad laboral en décadas, incluso en el sector manufacturero. Sin embargo, la ralentización del crecimiento de la productividad del trabajo comenzó ya en 1970, más o menos, al mismo tiempo que debutó el primer microprocesador del mundo, el 4004 de Intel.
Tony Smith – Esto nos lleva a uno de los misterios perdurables de la economía contemporánea, resumido en la frase «estancamiento secular». ¿En qué se diferencia su explicación de la desconexión entre el aparente dinamismo innovador de las últimas décadas y la relativa falta de dinamismo económico de otros que han llamado la atención sobre este fenómeno?
Jason E. Smith – A finales de 2013, cuando la retórica sobre una explosión de la productividad impulsada por la automatización estaba en auge, otro segmento de la clase dirigente de EE.UU. sospesó las cosas con una perspectiva muy diferente. Larry Summers, ex secretario del Tesoro de Bill Clinton, opinó que Estados Unidos y otras economías capitalistas maduras se enfrentaban a la perspectiva de un profundo estancamiento en el que el alto desempleo, el bajo crecimiento del PIB y el estancamiento salarial podrían persistir mucho más tiempo que las breves recesiones de los ciclos económicos típicos.
Los resultados de la economía estadounidense parecen dar la razón a Larry Summers. El despegue prometido nunca se produjo. La década en la que libros con títulos como Rise of the Robots. Technology and the Threat of a Jobless Future (Basic Books, 2016) ocupó el centro del debate público también estuvo marcado por una implacable crisis económica mundial de una escala que no se veía desde la década de 1930. La primera ronda de esta debacle estuvo marcada por una serie de fracasos espectaculares en el sector financiero, con bancos de inversión excesivamente apalancados que colapsaron o fueron comprados por centavos de dólar por empresas menos expuestas. Lo que ocurrió a continuación fue tan previsible como devastador: años perdidos con tasas de desempleo no vistas en décadas, combinadas con la caída en picado de las tasas de participación de la población activa a medida que los trabajadores despedidos abandonaban el mercado laboral (o, en algunos casos, eran reclasificados como «discapacitados»).
Al disminuir la demanda de mano de obra, los salarios de muchos trabajadores se redujeron. A medida que los trabajadores se quedaban sin trabajo, también lo hacía el capital. A lo largo de la década de la crisis, las tasas de utilización de la capacidad instalada, que miden la diferencia entre lo que una economía puede producir y su producción real, alcanzaron los niveles más bajos de la historia de la posguerra, muy por debajo de los de los años de crisis de la década de 1970. El crecimiento del PIB se ha tambaleado, incluso cuando el endeudamiento de las empresas se ha disparado a lo largo de este periodo.
Tanto en EE.UU. como en Europa, surgió un fenómeno que se observó por primera vez durante la «década perdida» japonesa de los años 90: la presencia fantasmal de empresas «zombi» capaces de evitar la ruina refinanciando constantemente su deuda, incluso cuando sus negocios se contraían. Y lo que es más importante, al mismo tiempo que tantos comentaristas anunciaban la perspectiva de una nueva era de la maquinaria, la inversión de la empresa privada en capital fijo se desplomó alcanzando tasas sin precedentes en la era de la posguerra. Las cifras de productividad laboral en EE.UU. han mostrado, como era de esperar, unas tasas de crecimiento desalentadoras, con un aumento inferior al 1% anual, incluso en el históricamente dinámico sector manufacturero.
El descenso del gasto de inversión ha sido especialmente acusado, pero no es en absoluto una aberración con respecto a periodos anteriore. A los pocos años de la crisis, un estudio demostró que, medida como «proporción del PIB, la inversión empresarial ha caído más de tres puntos porcentuales desde 1980». Desde los años setenta, sólo la década de los noventa destaca como una anomalía, durante la cual un grupo de indicadores económicos (PIB, productividad laboral, inversión empresarial) aumentó ligeramente. Pero entre 2000 y 2011, la tasa de inversión empresarial apenas se movió, creciendo solo una décima parte del nivel que prevalecía en la década de 1990.
En la medida en que señalan el agotamiento de la inversión empresarial, los teóricos del «estancamiento» no se equivocan. Pero su explicación de por qué las economías de renta alta del mundo están sumidas en una crisis aparentemente irremediable -la respuesta keynesiana, la insuficiencia de la demanda- es escasa. Vale la pena recordar que Alvin Hansen [1887-1975], el principal defensor estadounidense de Keynes, esbozó por primera vez la teoría del estancamiento secular en respuesta a la fuerte recesión de 1937, después de que la estrategia fiscal anticíclica de Roosevelt no lograra sostener el colapso de la demanda y estimular la inversión privada.
Este fracaso obligó a Alvin Hansen a considerar la posibilidad de un letargo crónico e intratable, y a especular sobre las razones por las que las economías capitalistas maduras tienden a estancarse (estasis) y a ir a la deriva (¿descenso demográfico? ¿cierre de fronteras?). Sin embargo, hoy en día, las prescripciones políticas de los de este bando siguen basándose en nuevas rondas de gasto deficitario a gran escala. Permanecen deslumbrados por los aparentes éxitos de la gestión keynesiana de la demanda durante algunas décadas después de la Segunda Guerra Mundial, para luego reprimir mejor la derrota de esa escuela en los años 70, cuando esas mismas políticas contribuyeron al nacimiento de un monstruo macroeconómico -la «estanflación»- del que no pudieron dar cuenta teóricamente ni idear antídotos.
En 1981, la relación entre la deuda pública y el PIB de EE.UU. era sólo del 31%; incluso antes de la ley de gasto masivo aprobada en marzo de este año (2020), esta cifra superaba el 100%, muy cerca de la registrada en 1945-46, cuando se realizaban gastos de defensa para una guerra mundial. Sin duda, hoy es mucho más alto. Del mismo modo, el gasto público como porcentaje del PIB ha crecido constantemente desde 1970, alcanzando un máximo del 43% en 2010, un año después de la «recuperación» de la crisis de 2008. El tamaño de la economía capitalista privada sigue disminuyendo, en relación con la actividad económica total.
Lo que los economistas de la corriente principal, ya sean keynesianos o neoclásicos, no reconocen es la distinción fundamental entre la actividad capitalista privada y el gasto público, financiado con fondos del sector privado (en forma de impuestos o deuda). Cuando los gobiernos compran bienes y servicios a empresas privadas para estimular la demanda, el resultado puede ser un aumento del empleo a corto plazo. Pero, como demostró con gran claridad Paul Mattick [1904-1981] hace tiempo en Marx & Keynes. Les limites de l’économie mixte (edición francesa, Gallimard 1972), este tipo de gasto no es más que una forma de consumo a gran escala, dirigido por el gobierno y pagado con el fondo de beneficios (o «plusvalía») generado por la economía privada. El gasto público de este tipo simplemente redistribuye esta parte del beneficio total a determinados capitalistas, como Raytheon, Pfizer o Purdue Pharma.
Del mismo modo, cuando los gobiernos producen directamente servicios, como la educación pública, estos servicios no se venden en el mercado y no generan beneficios que se inviertan en ampliar la producción. Aunque el gasto estatal en educación o sanidad a menudo satisface necesidades reales, desde el punto de vista del propio sistema capitalista, es un gasto improductivo. No producen valor o plusvalía directamente, sino que se pagan con la plusvalía extraída por el sector privado.
Tony Smith – Las categorías de trabajo «productivo» e «improductivo» no se encuentran en la economía convencional. ¿Podría hablarnos un poco más de esta distinción, que desempeña un papel crucial en su libro?
Jason E. Smith – Esta distinción fue crucial para la economía política clásica, para Smith, Ricardo y Malthus, así como para el gran crítico de esa escuela de pensamiento, Marx. Creo que también se siente mucho en la experiencia cotidiana de la gente, y por eso el eslogan espurio de David Graeber «trabajos de mierda» ha tenido la resonancia que tiene. Del mismo modo, Adair Turner [ex jefe de la Confederación de la Industria Británica] habló recientemente de «actividades de suma cero» para caracterizar la creciente fracción de la actividad económica dedicada no a la producción de riqueza sino a la lucha por su distribución. Sin embargo, esta distinción conceptual fundamental se les escapa por completo a los economistas de la corriente principal.
Los economistas no distinguen entre las actividades que producen valor y las que lo hacen circular o lo distribuyen. Tampoco ven la necesidad de dar cuenta de la forma en que los beneficios de ciertos tipos de capital -el capital bancario, las empresas comerciales- representan partes de lo que Marx llamó «plusvalía» del empleo propiamente productivo. En lugar de distinguir entre las actividades que producen valor y las que captan la plusvalía redistribuida mediante la competencia intercapitalista, los economistas adoptan más o menos la noción de «productividad» utilizada por los empresarios y la prensa económica. Se dice que toda actividad económica que genera ingresos es productiva. Y la productividad del trabajo se mide dividiendo la producción, expresada en términos monetarios, por las unidades de trabajo. Por supuesto, la existencia de un sector público expansivo que no está sometido a los rigores de la competencia intercapitalista y que proporciona bienes y servicios que no se venden en el mercado plantea algunos problemas para esta noción simplista. Pero hay sutiles trucos contables para tapar los huecos.
Volvamos a la «paradoja de la productividad» mencionada anteriormente. Al parecer, la solución a este enigma se propuso en un famoso artículo de William Baumol [1922-1987]. Donde sostiene que cuando ciertos sectores económicos introducen innovaciones que ahorran mano de obra y cuyo efecto neto es una reducción de la demanda de trabajo, la nueva mano de obra sobrante se reasignará de forma más o menos transparente a sectores más intensivos en mano de obra y menos productivos. Muchos de estos trabajadores se trasladarán a lo que los economistas llaman el sector de los «servicios». El modelo de William Baumol predice que, a medida que los aumentos de productividad se distribuyen de forma desigual entre lo que él denomina sectores tecnológicos «progresivos» y «estancados», se concentrará cada vez más mano de obra en los puestos de trabajo menos productivos, lo que dará lugar a menores aumentos de productividad para el conjunto de la población activa. Si se extrapola a muy largo plazo, la creciente disparidad en el aumento de la productividad entre los sectores dará lugar a una economía en la que el crecimiento de la productividad será casi nulo.
Esta historia es conceptualmente defectuosa. Se basa en una noción de productividad que es confusa o contradictoria incluso en sus propios términos. En mi libro, exploro algunas de las contradicciones que surgen cuando intentamos comparar la productividad del trabajo entre sectores, medida unas veces en unidades físicas y otras en unidades monetarias. ¿Cómo se mide la productividad del sector financiero, cuya producción es difícil de caracterizar en términos físicos? ¿Tiene siquiera sentido medir la productividad de una actividad que sólo sirve de intermediario entre otras actividades económicas, sin producir «valores de uso» consumidos por las empresas o los hogares? Los economistas lo hacen todo el tiempo. ¿Cómo medir la productividad de los profesores de la escuela pública, que prestan servicios que son administrados principalmente por los gobiernos locales y no se cambian por dinero en el mercado? A pesar de que los procesos de trabajo y las funciones sociales de estos ejemplos son radicalmente diferentes, ambos se agrupan en la categoría única e incoherente de «servicios».
Más importante aún, William Baumol no distingue entre las actividades que producen valor y las que no. No distingue entre los bienes y servicios proporcionados por el sector público y los producidos por la economía privada capitalista y, dentro de esta última, entre las actividades que producen directamente valor y las que se limitan a hacerlo circular o distribuirlo. Explorar estas distinciones conceptuales es una de las principales preocupaciones de Smart Machines and Service Work. Si utilizamos estas categorías, llegamos a una noción de productividad muy diferente a la que manejan los economistas y los empresarios.
Muchas actividades que emplean a personas generan ingresos pero no aumentan la riqueza total de la sociedad; muchas actividades que crean «valores de uso» -proporcionadas por el Estado o los hogares- no producen valor ni valor de cambio. Un número importante de los llamados empleos del sector de los servicios producen valor, independientemente de su intensidad y de su resistencia al cambio tecnológico; otros no producen ningún valor e implican procesos de trabajo que pueden reformularse para ahorrar mano de obra. La distinción entre trabajo productivo e improductivo atraviesa esta categoría, haciéndola analíticamente irrelevante.
Esta distinción es esencial porque, como he señalado anteriormente, las actividades improductivas deben pagarse con el total de la plusvalía generada por la economía privada: son un coste incurrido en el proceso de acumulación. Las convenciones nacionales de contabilidad de la renta registran estos costes como ingresos. Una de las tendencias a largo plazo en una economía capitalista madura es el aumento del número de actividades improductivas, frente a las actividades productivas necesarias para la acumulación: llevar a cabo la realización de partes del proceso de intercambio, la facilitación de las actividades capitalistas a través de las transacciones financieras, el arrendamiento de terrenos y edificios a las empresas productivas.
Este creciente exceso de actividades laborales que circulan o distribuyen valor en lugar de crearlo es tanto una condición para la acumulación de capital como, a medida que aumenta esta proporción entre actividades improductivas y productivas, un obstáculo para la misma. Este es un tema espinoso, y mi pensamiento al respecto debe mucho a Paul Mattick y al trabajo del economista Fred Moseley [autor, entre otros, de The Falling Rate of Profit in the Postwar United States Economy, St. Martin Press, 1991; Marx’s Capital and Hegel’s Logic: A Reexamination – con Tony Smith – Haymarket Books, 2015]. La consecuencia es que existe una tasa diferencial de crecimiento de la productividad entre las dimensiones productiva e improductiva de la economía; los aumentos de productividad del trabajo en las actividades productoras de valor, con importantes excepciones, tienden a crecer más rápidamente que los de las actividades de circulación o distribución de valor.
La expansión relativa resultante del sector improductivo ejerce una presión a la baja agobiante sobre la tasa global de beneficios. La única esperanza de aliviar esta presión es un aumento de la productividad laboral en el «sector» improductivo (un término engañoso, ya que la distinción entre actividades productivas e improductivas se extiende a todos los sectores e incluso a las empresas individuales). Pero, por las razones que ya he explicado, tal escenario es muy improbable, entre otras cosas porque la contracción de la tasa de beneficio reduce las tasas de inversión.
Incluso entre las empresas que extraen plusvalía directamente en el proceso de trabajo, no hay correspondencia entre la cantidad de plusvalía que extraen y la plusvalía que toman, en forma de beneficios; estos beneficios reflejan la parte máxima de la plusvalía total producida por la economía en su conjunto que las empresas son capaces de apropiarse en el proceso de distribución. A medida que la acumulación se ralentiza y las empresas capitalistas intensifican la competencia por un conjunto cada vez más reducido de plusvalía, dedicarán cada vez más recursos a lo que Adair Turner llama «actividades de distribución de suma cero».
A menudo se trata de actividades de supervisión, ya que el aumento de la disciplina en el lugar de trabajo requiere personal adicional para imponer la aceleración del trabajo a falta de perfeccionar las técnicas de producción. Pero con la misma frecuencia adoptan la forma de los llamados «servicios empresariales», ya que cada vez se dedican más recursos a la contabilidad, la publicidad y las operaciones financieras, o a los procesos eficientes de marketing y ventas. El efecto neto de esta guerra distributiva en la economía es una mayor ralentización de la acumulación, precisamente porque estas actividades representan gastos generales adicionales pagados por los capitalistas a partir del conjunto total de la plusvalía creada por la explotación en las actividades propiamente productivas. Cuando la tasa de ganancia se reduce, la disminución de la plusvalía obliga a las empresas a destinar aún más recursos a la apropiación de esta plusvalía, en lugar de a su producción, lo que reduce aún más la tasa de ganancia. Esta es la dinámica de la vorágine de una economía inexorablemente estancada.
Tony Smith – Al final de su libro parece usted bastante pesimista sobre los sindicatos y las formas de lucha colectiva, y reclama nuevas formas de organización. ¿En qué se basa este pesimismo? ¿Tiene alguna idea sobre cómo podrían ser estas nuevas formas?
Jason E. Smith: Sólo soy pesimista en cuanto a un resurgimiento del viejo movimiento obrero, una perspectiva a la que se aferran muchos en la izquierda de Estados Unidos. La forma en que se desarrolla actualmente el conflicto de clases me parece prometedora y estimulante, aunque el proceso siga siendo fragmentado, desorientado y lleno de sorpresas.
Desde el cambio de siglo, casi todo el crecimiento del empleo en EE.UU. se ha producido en los «servicios» de baja productividad, y las recientes proyecciones de la Oficina de Estadísticas Laborales predicen que el segmento del mercado laboral que más rápido crecerá en la próxima década será el de los empleos de baja remuneración que no requieren formación formal.
Esta tendencia es desastrosa y agrava una dinámica que se ha mantenido durante décadas. En cierto modo, seguimos atrapados en la vorágine creada por la gran ola de innovación capitalista que tuvo lugar entre 1920 y 1960 aproximadamente. Yo la llamo «Automatización 1.0», pero esta ola incluye el desarrollo y la difusión generalizada del motor de combustión interna, la construcción de infraestructuras a escala capitalista, las «promesas» y los peligros de la energía nuclear, además de los desarrollos más estrechamente asociados a la automatización de las fábricas.
No es ningún secreto que los salarios reales de los trabajadores estadounidenses apenas se han movido desde mediados de la década de 1970. Muchos atribuyen este estancamiento salarial a largo plazo a la derrota de los sindicatos desde principios de la década de 1980. Es cierto que las tasas de afiliación sindical se han reducido a la mitad en los últimos años. Pero la derrota no fue simplemente política. Las condiciones materiales que hicieron posible la consolidación del poder sindical en las décadas de la posguerra empezaron a erosionarse a partir de mediados de los años 60, a medida que la composición de la clase obrera y la naturaleza del propio trabajo cambiaban.
El estancamiento salarial estuvo estrechamente relacionado con el inicio de un drástico descenso de la tasa de crecimiento de la productividad laboral. La Oficina de Estadísticas Laborales de EE.UU. muestra que, durante el periodo de 1973 a 1990, la productividad de los trabajadores estadounidenses creció a un ritmo anual de sólo el 1,3%, una fracción de las ganancias registradas en las dos décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
El crecimiento de los salarios reales de los trabajadores requiere un aumento de la producción por hora trabajada. Por eso, los acuerdos de posguerra entre el capital y el trabajo en Estados Unidos y Europa vinculaban explícitamente los aumentos salariales al incremento de la productividad: trabajadores y propietarios «compartirían» los beneficios del aumento de la producción por hora. Cuando esas ganancias son difíciles de conseguir, como ocurre desde hace tiempo en Europa, América del Norte y Japón, cualquier aumento potencial de los salarios de los trabajadores provocaría la correspondiente caída de los beneficios de los empresarios. Esta perspectiva la clase capitalista la ha combatido y la combatirá con uñas y dientes.
La naturaleza cambiante del mercado de trabajo, de la composición de las clases y del propio trabajo ha tenido otros efectos paralizantes en el movimiento obrero. Dado que cada vez más trabajadores son asignados a puestos de trabajo en el proceso de distribución en lugar de en la producción, o se concentran en los puestos de trabajo mal pagados del llamado sector de los servicios -en tiendas, centros de llamadas, hospitales o guarderías-, están dispersos en una miríada de industrias y, a diferencia de sus padres y abuelos, que a menudo se concentraban en grandes lugares de trabajo, que reunían a miles de trabajadores, tienden a estar dispersos espacialmente, en lugares de trabajo más pequeños, a menudo trabajando con muy poco capital fijo.
Si hay un rasgo característico del vasto sector de los servicios, en el que se concentra gran parte del trabajo «improductivo», es un rasgo negativo: reúne procesos de trabajo concretos muy divergentes cuyo único rasgo común es la intensidad del trabajo. Los efectos «homogeneizadores» de la racionalización capitalista del núcleo manufacturero fueron una condición material decisiva para el crecimiento en tamaño y poder de los sindicatos de posguerra.
En anteriores periodos de rápida industrialización, los avances tecnológicos en una industria se extendían rápidamente a todas las líneas de producción, haciendo converger los procesos de trabajo. Los trabajadores que antes estaban divididos por sus habilidades, clase, región, género y salarios se encontraron realizando actividades laborales cada vez más similares, con sus habilidades y niveles salariales convergiendo. A medida que las antiguas diferenciaciones de cualificación basadas en la artesanía se erosionaban y se externalizaban en las máquinas a gran escala, y que esta convergencia de los procesos de trabajo daba lugar a saltos en la productividad del trabajo, a los trabajadores les resultaba mucho más fácil definirse a sí mismos como
trabajadores en general, definidos por encima y en contra de la clase capitalista, en lugar de como empleados de una empresa específica, cuyas quejas se expresaban contra tal o cual jefe.
A medida que los trabajadores son expulsados de las industrias centrales, intensivas en capital, las condiciones materiales esenciales para la coherencia de clase desaparecen. A pesar de las especulaciones de los entusiastas de la automatización, la mayoría de los empleos del sector servicios siguen siendo impermeables -por su propia naturaleza- a la mecanización. Y en los casos en que son susceptibles de mecanización, los bajos salarios imperantes disuaden a los empresarios de emprender grandes revisiones de estas actividades (servicios de reparto, cajeros, guardias de seguridad, limpieza de hoteles, viajes en taxi).
El escaso aumento de la productividad, la persistencia de los bajos salarios, la propia naturaleza del trabajo (que para muchos adopta la forma de servicios personales) y, sobre todo, la falta de solidaridad son desmoralizadores para los trabajadores. Tienen poco percepción de formar una clase en sentido positivo, de prefigurar una sociedad futura que se construya a su imagen. En estas condiciones, puede prevalecer entre ellos un sentimiento de conflicto exacerbado, que se alimenta de las formaciones identitarias de larga data (raza, etnia, género) que los dividen. Durante la pandemia, estas divisiones se han ampliado para incluir la distinción entre los que se consideran «esenciales», y por lo tanto se ven obligados a arriesgar sus vidas para seguir trabajando, los que han perdido sus puestos de trabajo por completo, y aquellos, a menudo empleados de clase media, que han migrado fácilmente a las plataformas en línea.
A pesar de la erosión de las condiciones que dieron origen al antiguo movimiento obrero, los últimos años han sido testigos de extraordinarias iniciativas de los trabajadores, tanto en el lugar de trabajo como en la calle. No olvidemos que fue la amenaza real en 2019 de una huelga ilegal de los trabajadores de la TSA (Administración de Seguridad en el Transporte), con los trabajadores de las aerolíneas dispuestos a unirse a ellos, lo que acabó con el cierre del gobierno.
En los últimos años, los profesores de las escuelas públicas también han estado dispuestos a emprender acciones a gran escala; éstas han tenido lugar a menudo en estados supuestamente conservadores, pero han contado con un apoyo popular abrumador. Los profesores de la escuela pública se han mantenido en gran medida al margen de la mecanización que ahorra mano de obra, como la que ha transformado algunas industrias, y su lugar en la división social del trabajo les confiere un extraordinario poder social.
En Francia, hace poco vimos cómo puede ser una revuelta en lo que Phil Neel llama «el interior», cuando el movimiento de los Gilets jaunes -con todas sus contradicciones- se dirigió al centro de las ciudades y a las rotondas durante meses. Que Dios ayude a la clase capitalista si los trabajadores de los centros de distribución y de las redes logísticas deciden atacar el flujo de mercancías en los puertos y a lo largo de las arterias de las redes just-in-time. Hace apenas unos meses, las tropas de la Guardia Nacional patrullaban las calles de Estados Unidos bajo toque de queda mientras los disturbios y las manifestaciones contra la policía se extendían por todo el país en medio de una pandemia mortal.
El verdadero pesimismo, para terminar con una nota personal, fue ver a cientos de miles de personas manifestarse contra el próximo ataque a Irak en 2002 y 2003, sabiendo lo impotentes que eran esas «masas». A pesar de la miseria reinante e incluso del trauma infligido por los años de crisis, hoy se tiene la sensación de que podríamos estar al borde de una verdadera ruptura, de un quiebre. Pero sean cuales sean las cifras de la lucha en los próximos años, es poco probable que vuelvan a los patrones del movimiento obrero en su apogeo a mediados del siglo XX. A pesar de todo lo que se interpone en su camino, tanto material como políticamente, los trabajadores tendrán que abrirse paso a tientas hacia algo nuevo.
Jason E. Smith es autor de Smart Machines and Service Work, Reaktion books, 2020.
Tony Smith es profesor de filosofía en la Universidad Estatal de Iowa y autor de Technology and Capital in the Age of Lean Production: A Marxian Critique of the «New Economy», Suny Press, 2020.
Texto original: The Brooklyn Rail
Traducción de Marc Casanovas
Fuente: https://vientosur.info/el-capitalismo-estancado-y-la-ilusion-de-la-ruptura-tecnologica/