Los intereses empresariales quieren desviar el movimiento climático hacia soluciones individuales, pero no vamos a salvar el ambiente eliminando bolsas plásticas. Necesitamos un movimiento que acabe con el sistema que está destruyendo el planeta.
No hace tanto tiempo que uno de los mayores obstáculos contra el activismo medioambiental era el negacionismo del cambio climático. En una táctica financiada en secreto por la industria de los combustibles fósiles, la ciencia fue ferozmente desacreditada. La desinformación se disparó constantemente para ocultar una realidad mortal.
Hoy en día, con algunas notables excepciones, son pocos los que niegan las pruebas del cambio climático. Ese debate finalmente está caduco. Incluso el gigante petrolero Shell se ve obligado a admitir la emergencia climática, habiendo implorado recientemente en un tuit que nos planteemos “¿Qué estás dispuesto a hacer para ayudar a frenar las emisiones?”
Pero la resistencia a entender correctamente el cambio climático aún no se ha eliminado del todo. Más bien, nos enfrentamos a una forma diferente y más sutil de negacionismo climático.
Esta perspectiva no niega la ciencia de la emergencia climática: niega su política. Pretende que con un ajuste aquí, o una modificación allá, se puede evitar el desastre. Actúa como si el sistema, tal y como lo conocemos, fuera viable, centrándose en fomentar el uso de bolsas reutilizables. Sugiere que la crisis climática es una cuestión de consumo personal, como si un cambio en las preferencias de consumo pudiera ser suficiente para evitar un desastre climático.
Esta fantasía liberal tiene como compañera otra noción engañosa: el llamado “Antropoceno”. Un concepto cada vez más popular entre académicos y activistas por igual, sugiere que los humanos en general somos responsables del aumento del dióxido de carbono en la atmósfera, pasando de 280 partes por millón en 1750 a 417 en mayo del año pasado.
Este enfoque de la crisis climática es similar al tipo de pensamiento del establishment que culpan de los graves males sociales –como la pobreza y el analfabetismo– a la sociedad en su conjunto, en lugar de al sistema económico que los causa y a la riqueza de unos pocos que tienen poder para mitigarlos.
La tesis del Antropoceno tiene también un lado aún más preocupante. Si se puede culpar a la humanidad colectivamente de los males del planeta, entonces, según la lógica, una reducción de la población mundial podría ser una solución. Fue Thomas Malthus quien en el siglo XVIII llegó a esta conclusión, pero no han faltado neomaltusianos desde entonces.
La tesis maltusiana de la superpoblación fue criticada por Marx y Engels, que la calificaron de “difamación del género humano”. Para los socialistas, Malthus había culpado erróneamente a la humanidad de un sinfín de problemas que en realidad se derivaban de un sistema social. Si las cosas se produjeran y distribuyeran en función de las necesidades humanas y no del crecimiento capitalista, y si la tecnología se dirigiera a los mismos fines, no habría razón para que la humanidad no viviera en armonía con el planeta.
Las pruebas respaldan esta tesis. Un informe redactado por el Carbon Disclosure Project en 2017 mostró que 100 empresas son responsables del 71% de las emisiones mundiales de carbono desde 1988. En 2019, un estudio similar del Climate Accountability Institute descubrió que sólo 20 empresas son responsables del 35% de todas las emisiones de dióxido de carbono y gas metano relacionadas con la energía a escala mundial desde 1965.
En otras palabras, nuestro problema no es el Antropoceno. Nuestro problema es el capitalismo. El colapso ecológico al que nos enfrentamos hoy en día puede atribuirse en su totalidad a la gran acumulación de recursos planetarios por parte de una élite minoritaria, que nos está conduciendo hacia el cambio climático a través de su codicia. El capitalismo es un sistema de alta concentración de poder. Y ya sea como consumidores individuales –con sus jets privados y su consumo excesivo y exuberante– o como capitalistas en la economía internacional –forzando una mayor extracción de petróleo y gas o llevando la producción a lugares más baratos y contaminantes–, la clase dominante tiene un impacto enormemente desproporcionado en nuestro clima.
En una sociedad de clases, los deseos de una ínfima minoría tienen prioridad sobre la supervivencia de todos, ya que el capitalismo nos condena a una acumulación infinita. Tanto los capitalistas como los trabajadores están bajo la égida del mercado: vender o perecer. El capital, como decía Marx, es “valor autovalorizante”: la riqueza se ve obligada a generar más riqueza.
Mientras destruimos el suelo que pisamos y anunciamos el aumento de las cifras del PIB en nuestro planeta finito, el orden social actual se asemeja a un culto a la muerte. La peculiaridad del capitalismo es que es un sistema tanto de poder de clase como de dominación universal , y ambos impulsos lo hacen doblemente tóxico para el medio ambiente.
Cada vez es más popular la tesis de que el capitalismo como sistema, y no la humanidad como especie, es el responsable de la crisis medioambiental. El libro Fossil Capital, del sueco Andreas Malm, explora el papel que desempeñó en esta dinámica el uso de la máquina de vapor durante la Revolución Industrial inglesa, argumentando que la lógica del capital –y especialmente su deseo de subordinar a la fuerza de trabajo– fue crucial para el surgimiento de tecnologías que contribuirían al cambio climático.
Jason Moore, historiador y sociólogo medioambiental de la Universidad de Binghamton, va más allá. Afirma que no estamos atravesando el Antropoceno sino el Capitaloceno, señalando que la mayor parte de las emisiones globales provienen de la producción, algo sobre lo que la mayoría de la población tiene poco o ningún control. En nuestras economías, los medios de producción siguen estando realmente en manos de la empresa privada, en manos de los capitalistas.
Una vez que el problema se atribuye al capitalismo, las soluciones son mucho más evidentes. Si el capitalismo significa poder de clase y búsqueda incesante de beneficios, el socialismo debe significar poder democrático y producción según las necesidades. Estas dos cosas deberían ser nuestro norte en la lucha contra el cambio climático.
Apuntar al consumo absurdo e innecesario de la clase capitalista sería un primer paso. El objetivo principal, sugiere Moore, debería ser conseguir el control colectivo de los medios de producción, una forma de garantizar que lo que se produzca hoy no sólo sea lo más rentable, sino lo mejor para la sociedad y el planeta en su conjunto.
Piensa en los beneficios que esto podría aportar. En lugar de pasarnos la vida encadenados a nuestro trabajo, podríamos tener un control democrático y planificar nuestros recursos y nuestro trabajo. Podríamos establecer objetivos climáticos y alcanzarlos al mismo tiempo que garantizamos el aumento del nivel de vida de la mayoría de la población, mediante la redistribución de la riqueza, la organización eficaz de la producción y también, simplemente, más tiempo libre.
Y las políticas de bienestar climático podrían tener beneficios aún más amplios. Hay muchos hogares que necesitan el uso de aislamiento térmico, paneles solares y turbinas eólicas. Podríamos formar a toda una generación de trabajadores para empleos verdes, para que ayuden a arreglar el clima en lugar de contaminarlo más. Los Estados pueden hacerlo, pero sólo si toman la riqueza de los capitalistas y la utilizan para fines comunes y útiles, en lugar de para fines privados y lucrativos.
Esa es la necesidad de un Green New Deal o Nuevo Pacto Ecosocial, cuyo radicalismo no hace más que crecer a medida que se avecina el desastre climático. Sus alternativas no nos ofrecen un futuro: el capitalismo verde, favorecido por el centro liberal, no aborda las tendencias ecológicamente destructivas en el corazón de nuestro sistema. O, peor aún, el ecofascismo: una ideología creciente que pretende aislar a una pequeña minoría occidental de las consecuencias del desastre climático, mientras obliga a la empobrecida población mundial a pagar el precio.
Este programa medioambiental de la extrema derecha arroja luz sobre otro aspecto de nuestra lucha. El capitalismo es un sistema global. Por lo tanto, cualquier resistencia a este sistema debe cruzar las fronteras. Si no, sólo alimentaremos una política medioambiental cada vez más exclusivista, más preocupada por la basura que se tira en las calles de nuestras ciudades que por las inundaciones que podrían desplazar a una de cada siete personas en Bangladesh en 2050.
Las decisiones tomadas en las oficinas empresariales de Londres o Nueva York pueden contaminar los ríos de Bangladesh o destruir los bosques tropicales de Brasil. Un Nuevo Pacto Ecosocial que alimenta los coches eléctricos con baterías de litio extraídas en condiciones insalubres en el Sur global no es suficiente.
Las coaliciones que necesitamos para derrotar al capitalismo fósil ganarán poder uniendo a las víctimas de las inundaciones, desde Alemania hasta Brasil, y a muchas otras en un movimiento ecosocialista que hable en nombre del 99% del mundo a costa de los capitalistas que se benefician de la contaminación, dondequiera que quieran asolar la tierra.
Estos son los primeros principios de un socialismo verde. Queda mucho por hacer para completar los detalles, pero el movimiento de defensa del clima debe empezar por abandonar ciertas ilusiones. Parafraseando una vieja cita, los que no quieren hablar del capitalismo deben callar ante la devastación ecológica.
Lejos de ser un problema, el Antropoceno puede ser una solución: la idea de que la humanidad conduzca su destino colectivamente, haciendo historia deliberadamente a través de las fronteras, en un proyecto común para mejorar las condiciones de vida. Hoy, la exigencia de una planificación democrática que contrarreste la anarquía del mercado y el poder concentrado de los capitalistas es una exigencia nada menos que para nuestra supervivencia.
Fuente: https://jacobinlat.com/2021/08/14/el-capitalismo-verde-es-el-nuevo-negacionismo/