Traducido por Antonia Cilla para Rebelión
Hace un año y medio, cuando inicié mi colaboración quincenal en este espacio de JORNAL DO BRASIL, traté el tema del trabajo. Desde entonces hasta ahora apenas he podido seguir desarrollándolo, tantos han sido los caminos y vericuetos de la crisis política del (des)gobierno de Lula que era casi imposible dejar de contemplarla. Hoy cuando estamos en vísperas de cerrar el 2005, vuelvo al argumento del trabajo.
En la actualidad, casi un tercio de la clase trabajadora disponible, a escala global, o está ejerciendo trabajos parciales, precarios, temporales, o ya ha vivido la barbarie del desempleo. Más de un billón de hombres y mujeres padecen las vicisitudes del trabajo precario, inestable, casi virtual. Para centenas de millones su cotidianidad está moldeada por el desempleo estructural. En los países del Norte todavía podemos encontrar algunos resquicios del welfare state, lo que un día denominamos como estado de bienestar social. En los países del Tercer Mundo, los trabajadores y trabajadoras oscilan entre buscar sin éxito un empleo o aceptar cualquier labor. No es por casualidad que una de las actividades que más crece en el país del lulismo es la de los catadores de basura que empezaron a serlo porque necesitaban encontrar alimentos para la sobre vivencia propia y la de su familia. Y por eso se convirtieron en catadores de basura. Y hay que añadir que casi un 60% de nuestra clase trabajadora se encuentra en una situación próxima a la irregularidad, sin derechos y sin papeles de trabajo.
Como los capitales globales no pueden eliminar totalmente la fuerza humana viva que trabaja, entonces se ha generado, en la actualidad, un movimiento pendular que modula a la clase trabajadora. Por un lado, cada vez hay menos hombres y mujeres que trabajan mucho, en ritmo e intensidad, asemejándose a la fase pretérita del capitalismo de la era de la Revolución Industrial, configurando una reducción del trabajo estable que, por otra parte, no elimina el trazo de perennidad del trabajo, que se amplia, ya sea por la progresiva precarización del trabajo ya sea por la apropiación creciente de la dimensión cognitiva del trabajo.
Al otro lado del péndulo, cada día hay más hombres y mujeres que encuentran menos trabajo, esparramándose por el mundo a la búsqueda de cualquier labor, configurando una creciente tendencia superflua en la que el desempleo estructural es el ejemplo más brutal.
Mientras tanto, y contrariamente a las tesis que abogan el fin del trabajo, estamos ante un desafío para comprender lo que yo vengo llamando «la nueva polisemia del trabajo», su nueva morfología, es decir, tenemos que comprender cuál es el diseño ampliado y polifacético que caracteriza a la clase trabajadora hoy, cuál es la nueva realidad del mundo laboral después de las fuertes mutaciones que han debilitado el mundo productivo en las últimas décadas.
La nueva morfología comprende desde el operario industrial y rural, pasando por los asalariados de servicios, por los nuevos contingentes terciarizados, subcontratados, temporeros, por las trabajadoras de telemarketing y call center, por los motomuchachos que mueren en las calles y avenidas, por los digitalizadores que trabajan (y se lesionan) en los bancos, por los asalariados de los fast food, por los trabajadores de los hipermercados, etc.
Sabemos que, en la génesis del capitalismo, a la clase trabajadora se la disoció de sus medios de producción quebrando la indisoluble unidad entre «el caracol y su concha». Esto nos obliga a señalar un desafío candente de la sociedad contemporánea: urge recuperar, con bases completamente nuevas, la identidad inseparable entre el caracol y su concha. En pleno siglo XXI.
A tiempo ( y en sintonía con lo dicho hasta aquí) reproduzco el importante grito del Movimiento de los Trabajadores Sin Techo de Sâo Paulo que están consiguiendo un pujante movimiento que parece no encantar a los medios de comunicación: «En este exacto momento más de 800 familias de trabajadores y trabajadoras sin techo sufren la angustia de no saber si se despertarán, en sus barracones humildes, para vivir un día más de sus vidas duras o si serán desahuciados por la insensibilidad de los que todo pueden y nada hacen. La comunidad «Chico Méndez» es un ejemplo de dignidad y esperanza, el desalojo de esos sueños es un crimen. Durante los 80 días, en los que mantuvieron la ocupación de Taboâo da Serra, nuestros luchadores y luchadoras se organizaron para vindicar el derecho básico a la vivienda, que siempre ha sido negado al pueblo pobre de este país, construyendo un nuevo horizonte para sí y para sus hijos. «Con nuestra lucha camina la esperanza de más de 6 millones de familias brasileñas que viven en condiciones precarias (…). Sólo tenemos un deseo de dignidad y una vida mejor».
El caracol y su concha reaparecen en Taboâo.
22/DIC/2005