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Recordando a aquel truclento diario

El Caso

Fuentes: Rebelión

Nada que ver con la tragedia griega. Ese afán de conocer y regodearse en los detalles más escabrosos y desagradables de la desgracia ajena no guarda la menor relación con la catarsis, ni siquiera con la dudosa compasión cristiana. Es puro morbo. Curiosidad malsana. Egoísmo de mala cepa. Sucios cotilleos de alcahuete. Habladurías de baja […]

Nada que ver con la tragedia griega. Ese afán de conocer y regodearse en los detalles más escabrosos y desagradables de la desgracia ajena no guarda la menor relación con la catarsis, ni siquiera con la dudosa compasión cristiana. Es puro morbo. Curiosidad malsana. Egoísmo de mala cepa. Sucios cotilleos de alcahuete. Habladurías de baja estofa.

En las últimas semanas asistimos a un insoportable despliegue de noticias truculentas que nos infestan el horizonte mediático de cada mañana. El suicidio del adolescente de Hondarribia, la muerte de dos mujeres policías a manos de un violador psicópata recién salido de prisión, el suicidio colectivo de siete jóvenes en Japón o la crónica diaria de mujeres maltratadas o asesinadas a manos de sus parejas llenan los titulares de prensa. Se nos revuelven en el estómago de las tertulias. Se repiten en las sobremesas de la familia, en el café del trabajo o en los corrillos de la oficina. ¿Volvemos a los tiempos en que El Caso era el diario más difundido y manoseado del mercado? Se sabía que entonces este periódico de sucesos, sensacionalista, amarillo donde los hubiera, actuaba como bálsamo de las conciencias, para sosegarlas, en una época -el franquismo- en que había que convencer a la población de la fortuna de que disfrutaba en medio de la miseria generalizada, porque las peores calamidades caían en otras casas. Funciona una suerte de íntima complacencia en la sorpresa de que «otros» sufren peores desgracias.

En el caso de Hondarribia, por ejemplo, a pesar de todo lo leído y escuchado, no me atrevo a decir que sepa demasiado de lo ocurrido realmente. Sí sé, porque lo dice cualquier manual de psicología, algo tan obvio como que la publicidad es deplorable en un episodio de esta naturaleza, susceptible de provocar imitaciones. En ningún caso estamos ante un suceso que deba ser discutido en público. Tampoco es de recibo el linchamiento desatado a diestro y siniestro, sin las cautelas de la presunción de inocencia, sin la prudencia de una investigación que, desde luego, no ha existido por parte de los periodistas.

Y sin embargo, todos hemos participado, hemos escuchado sentencias rotundas, condenas, hemos proyectado nuestras viejas memorias de adolescencia sobre una historia muy personal, muy privada, muy delicada.

No pienso comentar el triste suceso de Hondarribia porque de entrada, a diferencia de tanto tertuliano y comentarista, no me siento informado ni perito en la materia. Pero sí me pregunto: ¿A qué viene tanta noticia trágica, tanto sensacionalismo, tanta adversidad y tanto episodio de mala nota?

Con el estilo de informar de El Caso se divulga y construye una visión policial de la convivencia y del comportamiento humano. Los hechos y sucedidos importantes son delitos. Los actores y protagonistas son criminales, o sus variantes de desviados, marginales, miserables, categorías sociales que a la larga se confunden y se meten en el mismo saco en el imaginario colectivo.

La vida en sociedad, en esta lectura cotidiana, es una selva en la que los individuos deben estar sujetos a unas normas (indiscutibles, supremas, establecidas por la autoridad), y que cuando alguien se las salta pone en peligro a los demás: su vida, su hacienda, su integridad, su sexualidad, la de su familia o la de cualquiera. Es, por añadidura, una visión fragmentaria de la realidad, descontextualizada, que no indaga en clases, ni en causas, ni en discriminaciones, ni en responsabilidades de las autoridades o de los grupos de poder. Al contrario, al destacar con escándalo la ruptura de la norma da por bueno, por natural, el orden imperante.

La sociedad es un lugar habitado por potenciales delincuentes. Todos somos culpables en potencia, y cuando un ciudadano observa un acto irregular, es decir, sospechoso, presuntamente peligroso, debe llamar a la policía. El ser humano es un peligro, y debe ser protegido -con la fuerza, con la policía- de sí mismo y de los demás.

La violencia impregna estos actos que se nos cuentan; la insolidaridad es preferible a la confianza; el recelo es mejor que la bulliciosa alegría comunitaria; sólo nos podemos fiar de la Policía.

Ante los problemas, en efecto, la única solución es restablecer el orden; es decir, el control, la represión, en resumen el discurso de seguridad, que como sabemos es tan querido de las derechas.

Esta perspectiva compone un discurso de autoridad (según explica Gérard Imbert), en el que domina una interpretación policial de las relaciones y las actitudes humanas: no hay sitio para los diferentes, ni disidentes, ni accidentes; sólo se contemplan asaltos, golpes, crímenes e ilegalidades. Ante la protesta, la disidencia, la crítica a la norma, la desviación (la homosexualidad, la locura, la droga…), ante cualquier problema, la solución es la restauración del orden y la ley.

Cuando hablamos de tantos sucesos, que se nos destacan, que se nos seleccionan, que nos apelan con su morbo, recordemos que tras ellos asoma la autoridad competente, con su eterna mano dura. Es para tomárselo con cautela, tanta policía en nuestras vidas. Pero, ¡cuánto nos gustar pensar que ha caído el de más allá, que otro ha mordido el polvo, y hacernos cruces ante esas calamidades ajenas!