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El cine «americano»

Fuentes: Rebelión

(Ante todo, perdón a los países latinoamericanos por apropiarme -como ellos, los yanquis, han hecho durante un siglo-, pero yo para abreviar, del sustantivo americano aplicado a Estados Unidos) No hay nada que influya más en una persona ordinaria que lo que le entró por los ojos. Y si le ha entrado miles y miles […]

(Ante todo, perdón a los países latinoamericanos por apropiarme -como ellos, los yanquis, han hecho durante un siglo-, pero yo para abreviar, del sustantivo americano aplicado a Estados Unidos)

No hay nada que influya más en una persona ordinaria que lo que le entró por los ojos. Y si le ha entrado miles y miles de veces por ellos más de lo mismo o similar, se le incrusta en el cerebro como la herrumbre en el hierro. Y si además es sugestivo, embelesador o constituye un recreo de fantasía y no ha corregido el proceso de interiorización por ajustes culturales o de autodominio, entonces tenemos a la mente prototipo del siglo XX modelada básicamente por «el cine». Al menos esto apuesto que sucede en la inmensa mayoría de las cabezas de Occidente talladas por el espíritu de vaqueros, de superpolicías, de pistoleros y de falcon crest. Al final, cabezas llenas de pájaros pseudosociales en Europa y el resto del mundo, pero que sí existen allí. La realidad, allí, desde que se inventó el país supera a la fantasía…

En los años sesenta yo tenía un amigo ruso perteneciente a los servicios secretos de la Embajada de la desaparecida Unión Soviética. Me decía que Rusia tenía por enferma a la sociedad americana. Desde entonces los acontecimientos no han hecho más que ir confirmando más y más la diagnosis…

El cine americano, por cierto impuesto con fórceps en todos los países del mundo gracias a la coartada político-comercial de cuotas de pantalla delirantes es, y ha sido, determinante de los conceptos estéticos, morales, sociales y políticos. Es posible que ya desde entonces, desde que se percataron de la fuerza que había en él, los think-tanks supieran lo que tenían que hacer para preparar el futuro que ahora tenemos encima. Sea como fuere, la sociedad americana iba degradándose a ojos vista. Lo anunciaba precisamente su cinematografía. Ver morir insistente y reiteradamente a otros seres humanos y particularmente a los de un tipo, clase, etnia, o rango social, aunque sea ficción, acaba insensibilizando a las masas que se pasan la vida metabolizando, como la serpiente que engulle lentamente su presa, la escenificación del homicidio fácil.

Al cine creo que no se le da la suficiente validez sociológica como exponente de la mentalidad y de la idiosincrasia de un pueblo. Hasta que irrumpió con su magia, el referente era la literatura. Pero es mucho más expresivo que la literatura, y con mayor motivo que la literatura mediocre de hoy. Y mucho más sugestivo, habida cuenta tres cosas: que en la literatura ya no se hace nada sublime, que el cine cuenta con el cómplice de la prisa, con la facilidad de la lectura visual de lo que en el libro llevaría mucho más tiempo, y con que la moralina o la tesis correspondiente llegan a un número de «lectores visuales» que supera con creces a los de la literatura.

El cine creado fuera de Estados Unidos es testimonial, al lado del impacto que ha causado en el mundo el fabricado en Hollywood durante los más de cien años que tiene el invento de los franceses hermanos Lumière. Y su cine, el de consumo masivo -no naturalmente el de minorías- ya da buena cuenta del nulo valor asignado a la vida de los ciudadanos marginales junto al dado a la vida de los protagonistas; protagonistas por defecto policías, militares, superinteligentes detectives y espías, y ricos por los cuatro costados.

En estas condiciones ¿qué clase de baremos, de axiología, de mandamientos pueden presidir las decisiones del legislador americano que combina inseguridad y miedo y la atribución del mejor derecho a la vida de los rubicundos, ricos u opulentos sobre el resto?

Desde que veíamos, una tarde tras otra, película tras otra, caer como moscas en las pantallas, con el consiguiente jolgorio de la sala, a los indios que cortaban cabelleras; desde que nos acostumbramos a ver a aquellos humanos vestidos con plumas como siniestros enemigos de los conquistadores del Oeste, ya los convertían de paso también en los enemigos del espectador… Desde que sus gánsters y los policías mataban a diestro y siniestro, no hemos dejado de ver en América un campo de batalla virtual de todos contra todos plagado de retorcidas intrigas. Pero al mismo tiempo tampoco hemos dejado de interiorizar engañosamente una filosofía pervertida y demoledora sobre el valor de la vida humana. Desde entonces la distinción es clara. Tanto para la sociedad americana, que la vive, como para nosotros que la presenciamos. Por un lado están los rubios, los guapos, los elegantes, los ricos dominadores, los poseedores de acciones o de medios de comunicación… y por otro «ellos», los indios, los negros, los mestizos, los morenos, los marginados. Estos efectos psicológicos han sido inoculados hasta en la médula ósea en varias generaciones. Y no en balde.

Desde entonces, desde aquel cine que entraba en las circunvalaciones cerebrales con fuerza inusitada, la filosofía aristotélica, la griega en general sobre las categorías humanas, la filosofía kantiana y la filosofía humanista, incluso la católica no estrábica, empezaron a sufrir tal convulsión, tal mutación, que cien años después pocos en aquel país infernal no ven en la legitimación de la tortura, a través de leyes inmundas, algo perfectamente normal. El Congreso acaba de aprobar una auténtica licencia para torturar; a los presos de Guantánamo y a todos. Un ultraje más que la sociedad norteamericana se hace a sí misma, una infamia que prueba que semejante sociedad cuenta con la complicidad del infierno.

Los presos de Guantánamo fueron presos cogidos al vuelo. Nadie puede creer otra cosa. Llegan las tropas, entran y, con la estrategia ya en la cabeza y «siguiendo instrucciones de la superioridad», apresan a 600, como podían haber cogido a mil o a un millón, y los encierran para que empiece la farsa.

¿Quién puede admitir sin tener enfermo el seso que en Guantánamo hay 600 sospechosos de terrorismo, con lo que cuesta detener sólo a uno de manera convincente? ¿Quién puede aceptar sin estupefacción que las medidas adoptadas en una invasión armada puedan combinarse e imbricarse con las propias de un ordenamiento jurídico para tiempos de paz? ¿Qué provecho puede obtenerse en todo caso de la tortura?

Estas y otras muchas preguntas son las que un psiquiatra podría hacer a un psicópata convicto de asesinatos en serie. Y sin embargo no sólo la ley aprobada americana empieza a verse como algo normal -como también lo eran las escenas de indios cayendo muertos como moscas-, sino que la sociedad que votó a Bush por segunda vez y el Congreso que mayoritariamente la representa, han entrado moralmente en coma profundo.

De la misma manera que ya no hay un solo indio para contar lo que fue el genocidio que sufrieron sus antepasados, pocos ciudadanos quedan en Estados Unidos que no sean frenopáticos. Los únicos justos que deben quedar son Chomsky, Jeremy Rifkin, Woody Allen, Richard Moore y pocos más. Porque los «demócratas» son los mismos perros con distinto collar.

Ahora canjea el emperador tropas por tanques. Lo mismo que le sucedió al Imperio Romano cuando ya no podía pagar siquiera a sus levas. Y es que en el último tramo de la madre de las batallas, lo que cuentan son los hombres sobre el campo. Cuando no tienen más que a mercenarios que luchan sólo por dinero y encima no se les paga, empieza el decaer…

América se pudre y se hunde. Y si eso ha de ser así, cuanto antes, mejor para que el mundo respire hondo y tranquilo. De momento yo hace cinco años que no veo una sola película suya actual. Pero cuando me asomo con ojo crítico para volver a ver alguna de las tantas que vi, comprendo ahora qué clase de calaña se ha ido fraguando en aquel ya maldito país por culpa de un puñado de locos con derecho a protocolo.