En varias pláticas con amigos ha surgido la osadía de comparar la voluntad política de los salvadoreños en los años 70 con la presente. En un contraste tan marcado, no resulta necesario mitificar a las masas populares de dichos años para notar la abismal diferencia entre la voluntad política de los primeros y la pasividad, […]
En varias pláticas con amigos ha surgido la osadía de comparar la voluntad política de los salvadoreños en los años 70 con la presente. En un contraste tan marcado, no resulta necesario mitificar a las masas populares de dichos años para notar la abismal diferencia entre la voluntad política de los primeros y la pasividad, o permisividad, de los últimos. Tal diferencia se vuelve aún más chocante al poner a la luz las consecuencias que el primer grupo debía asumir en tanto les tocaba enfrentarse con un gobierno militar al cual no le temblaba la mano para frenar a tiros cualquier tipo de manifestación. En ese sentido, ¿cómo se explica entonces la permisividad salvadoreña actual, en un contexto en donde tal nivel de represión no es una posibilidad tan grande como lo era en aquel entonces?
Dicho fenómeno se puede explicar desde la concepción de la ideología y las actuales formas de creencia propuesta por el filósofo esloveno Slavoj Zizek.
Probablemente alguno habrá escuchado una frase muy común entre los progresistas que dice «No soy religioso pero sí espiritual». La primera reacción ante aquel que repite dicha frase podría ser la de «¿a qué diablos se refiere alguien con eso?» seguidamente de una justificable indiferencia ante tal incomprensión, pero yo siento que la frase tiene más sentido del que algún cínico podría imaginarse. Dicha frase se refiere a la negación de una creencia directa en cualquier tipo de entidad trascendental (llámese ésta Dios, Alá, Visnú, etc.) pero que no obstante acepta una valoración del carácter ritual de las creencias en tanto su utilidad afectiva; es decir, en tanto la parte ritual de una religión sea capaz de provocar en las personas todo tipo de emociones placenteras como paz, éxtasis, etc. Tal situación explica la razón por la que hoy en día se puede practicar todo tipo de rituales (yoga, meditación, etc.) sin creer directamente en las nociones trascendentales a las que dichos ritos corresponden.
No obstante, la idea de que se vive en un mundo secular no podría estar más lejana de la realidad, puesto que la creencia en algo, no es una cuestión meramente conceptual o de imágenes en mi cabeza que creo ciertas, sino más bien una cuestión primera y fundamentalmente práctica. En otras palabras, lo importante no es si la persona cree o no directamente en una serie de ideas, sino que actúa como si lo hiciera. Para el caso de los espirituales, está de más el hecho de si creen o no en un ente trascendental, el hecho de que actúen como si lo hicieran es lo que verdaderamente hace que un sistema religioso funcione de X o Y manera; el contenido de su mente resulta irrelevante puesto que al fin y al cabo es la práctica lo que tiene efecto sobre la realidad.
Con el capitalismo ocurre algo similar, la gran mayoría somos escépticos y es raro encontrar a alguien que crea directamente en las fantasías de prosperidad y abundancia para todos (habría que ser bastante ingenuo para seguir creyendo en eso), sin embargo, somos incapaces siquiera de intentar imaginar algo distinto. Por el contrario, utilizamos todo tipo de dispositivos retóricos para justificar nuestra aceptación del status quo: no queda de otra, ni modo, es lo que hay, nadie hace nada, no va a cambiar, etc. Pero este aparente pesimismo no funciona en todo ámbito, sino que curiosamente va acompañado de un optimismo iluso en cuanto a las aspiraciones individuales de cada quien. Nos es más fácil imaginar que un niño del cantón más pobre y remoto es capaz de llegar a ser astronauta en la NASA si se lo propone (otro dispositivo retórico), que un serio cambio político o económico que vaya más allá de un simple aumento al salario mínimo, el cual ya de por si resulta un delirio en el imaginario de muchos. Es ahí donde la ideología se define no como una falsa conciencia como se ha indicado tradicionalmente desde el marxismo, sino más bien, como dice Zizek, aquello que regula entre lo visible y lo invisible, lo posible y lo imposible, lo deseable y lo no deseable, etc. Desde el punto de vista crudo de las cosas, no existe una razón para imaginar que las segundas propuestas, sobre el cambio socioeconómico, son menos posibles que la primera, sobre el niño astronauta; y sin embargo, así lo hacemos.
No obstante la forma en la que la ideología opera no es simplemente por medio de una serie de ideas a las que uno se aferra de manera obstinada por su supuesto sentido lógico. El capitalismo, como la religión, también tiene sus ritos cuyo apego hacia ellos proviene primordialmente de su función afectiva. Tal aspecto se expresa en los imperativos sociales de hoy en día, los cuales van orientados en la línea de «disfrutá tu vida al máximo» y cuya sensación correspondiente en primera instancia lo hace ver como algo lógico y sensato, algo a lo que NADIE independientemente de su discurso político podría negarse, pero que sin embargo, si se piensa un poco más allá, se vuelve una especie de obligación que constituye una de las nuevas formas de represión. En este sentido «disfrutar la vida» ya no es un derecho sino una obligación por la cual nos sentimos angustiados, ansiosos, e incluso culpables si no lo estamos haciendo. La culpa, en el sentido nietzcheano, es la base del orden moral, y es este orden moral el que dicta en gran medida la acción de los sujetos. El imperativo de «disfrutar la vida al máximo» o de «luchar por tu pasión a toda cosa» resulta entonces más importante que crear las condiciones sociales sobres las cuales sería más fácil obtener tales objetivos. Ello puesto que crear tales condiciones implica un compromiso político, y un compromiso político a su vez implica muchos momentos de frustración, y tal frustración no concuerda con el imperativo moral del capitalismo de «disfrutar tu vida al máximo». Por ende el compromiso político está descartado.
Sin embargo, la propuesta de Zizek no se trata tampoco de abandonarse al sufrimiento y a la frustración en el sentido romántico, sino más bien entender que simplemente, «está permitido NO disfrutar», al menos de cuando en cuando; entender que el proyecto de vida de una persona puede ir más allá de las simples categorías de placer/sufrimiento, puesto que la vida está compuesta de ambas, y empecinarse en la manutención obstinada de la primera es asegurar la obtención constante de la segunda. Luchar por la felicidad no es abandonarse al hedonismo presente, sea este el tradicional de opulencia y consumismo o el de la nueva ola bohemia y mochilera. Dichos grupos dicen diferenciarse pero en el fondo ambos buscan una satisfacción inalcanzable a través de distintos procedimientos pero siguiendo siempre el mismo imperativo social en detrimento del compromiso político y la acción colectiva.
Para entender la permisividad de muchos pueblos hoy en día hay que entender que debajo del optimismo y la motivación que se nos exige para nuestros proyectos personales existe una profunda resignación y pesimismo implícito, que nos dice que podemos lograr lo que sea mientras no perdamos el tiempo tratando de cambiar la presente estructura social por más corrupta que esta sea (no se puede, ya se intentó, siempre va a ser así, mejor haga la suya por su lado aunque su aspiración también sea ridícula).
Así, hoy en día el cinismo se ha vuelto la mejor forma de militancia. Nuevamente Zizek, haciendo alusión a Sloterdijk en la crítica de la razón cínica lo expresa de la siguiente manera, que la ideología, al igual que la religión, no funciona como algo en lo que se cree de manera directa, sino que precisamos de mecanismos retóricos para justificar nuestras acciones, en la forma de «yo sé bien que lo que estoy haciendo no es lo mejor, PERO igual lo hago». Para el caso, la ideología capitalista no funciona ya tanto con «yo creo en el libre mercado» sino más bien con un «yo sé bien que es una mierda, PERO igual me limito a jugar dentro de sus reglas». Sólo así se explica cómo el vicepresidente de una nación aparece involucrado en negocios con un líder criminal y no se le exija la renuncia; sólo así se puede explicar como la gran empresa privada evade millones de impuestos todos los años y no se les exija un pago, ni por parte de las instituciones competentes y mucho menos por parte de la población. Sólo así se puede explicar como un sistema que lleva siglos generando una tremenda desigualdad y degradación haya dejado de ser cuestionado en sus bases fundamentales. De esta manera caemos en el triste juego de que nadie cree (directamente) en el capitalismo y la democracia salvadoreña, pero actuamos como si lo hiciéramos -que al fin y al cabo es lo que cuenta, puesto que es lo que tiene efecto sobre la realidad.