Tiempo ha que esa verdad de tiempos pasados en que el cliente era el rey (¡qui paga, mana!, en catalán), dejó de ser realidad de manera generalizada, que es como se utiliza en el comercio. Tienen los mercados sus vaivenes de período largo entre los mercados dominados por la oferta y los dominados por la demanda; en este último caso, el cliente puede sentir el aprecio de los comercios por su dinero. Se le atribuye entonces al cliente un poder (relativo) a causa de la competencia entre empresas que compitan, no así cuando la competencia es substituida por el monopolio, incluso cuando este se disimula y se le da la apariencia de tener a más de un competidor, presentando al oligopolio como una forma de competencia que no alcanza el extremo monopolista. Ciertamente, en los años de la década de1980 resurgió del frío el cliente como interés empresarial (acabados los Treinta Gloriosos, saturados ya los mercados había que conseguir clientes, incluso se pudo descubrir que era más barato conservar los que tenía la empresa que conseguir de nuevos). La reingeniería de los negocios puso al cliente en el centro en la década de los años 90 del pasado siglo (era época de regalitos de menor cuantía a los clientes y de ofrecerles un café cuando menos). El sector bancario también se apresuró a agasajar al cliente y facilitarle cuberterías, platos y ollas a mejor precio que en los comercios, al menos en España.
Por ceñirnos a nuestra experiencia más directa, nos referimos sólo a España. La banca española, desde hace muchos decenios, ha sido considerada como un mercado oligopolista, con los siete grandes reuniéndose antaño en torno a Banesto y su longevo presidente, llegando a acuerdos de interés común, que dejamos al gusto y profesión de los historiadores económicos el darnos razón de ello. Los procesos de concentración bancaria, nos han dejado un número de entidades bancarias más reducido, con dos grandes: Banco de Santander y BBVA, algún mediano, amenazado de absorción y algunos pequeños carentes de atractivo para los grandes dada su insignificancia comparativa. La atención al cliente se ha resentido duramente en los últimos años, pero aún: ha quedado maltrecha. Ha contribuido a ello favor innegable de las instituciones públicas, el Banco de España en primer lugar, con sus métodos delicuescentes que convierten las quejas en un proceso laborioso ajeno a la espontaneidad de los clientes en sus quejas.
El cliente común y corriente de un banco, que antaño operaba con cierta comodidad horaria (que obligó a que abrieran las agencias al menos una tarde a la semana, lo que permitió a muchos clientes trabajadores asalariados de otras empresas a poder operar sin haber de solicitar permisos no retribuidos de su horario laboral), y poder realizar sus operaciones de caja (ingresos y reintegros de dinero contante y sonante), ve ahora que, cada vez más y arguyendo los bancos la causa tecnológica, que su manera espontánea de acomodarse a los horarios comerciales de las oficinas se ha reducido de manera que los bancos puedan reducir la atención directa al público, incluso ahora el horario de caja, o sea, de poder ingresar o retirar el dinero propio que había depositado anteriormente en el banco, llevado al extremo de uno de los grandes bancos españoles a los que hay que solicitar cita previa para ello (habiendo de solicitarla por Internet o mediante un código QR, dicen, pero no presentándose en la oficina), anticipándole ya el banco que se pretende hacer desaparecer las cajas y que sólo pueda obtenerse en cajeros automáticos mediante tarjeta de débito, privándole del acto inmediato, que puede ser fruto de una necesidad urgente, de obtener efectivo sin necesidad de otro medio que identificarse y firmar.
Despojado del trato directo y humano en aquellas operaciones que el banco ve como un coste y no como un servicio (mueve a risa el pensar la expresión esa propia del marketing de “entregar valor al cliente”), obligando a cliente a someterse a ese dictado contrario a su comodidad, pues una vez autorizado por el Banco de España, se generalizará al resto del sector bancario y el cliente carecerá alternativa. Y ya es el colmo que se diga que se reduce el horario de caja en aras a la seguridad. Vamos, que si en lugar de cerrar la caja a las once, no la abren, la seguridad seguro que aumenta. De la adecuación de la delincuencia a los nuevos horarios (los ladrones pueden concentrar también sus atracos hasta la once de la mañana o modernizarse y hacerlos por vía digital o amenazando en el cajero a quien se ve obligado a extraer su dinero sin el amparo de un empleado del banco delante. En realidad, lo que se persigue es un aumento de los beneficios del sector bancario, con el beneplácito de quien debiera velar por los clientes frenando el apetito de ganancias de los bancos.
Que se pretenda además por el organismo público que el cliente, en tanto que ciudadano, aborrezca el uso del efectivo en sus transacciones, es harina de otro costal, siendo aquí el poder público el interesado en la fiscalización que ahoga al cliente. Sin efectivo, queda al albur del control de sus operaciones por ese poder, si bien pueden discriminar y no mirar los registros digitalizados cuando se trata de casos de corrupción de los políticos propios, que, con la alternancia que decimos democrática, al final son todos.
Dr. F. G. Jaén. Profesor Titular del Departamento de Economía y Empresa de la UVIC-UCC
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