El plan de lucha contra el fraude fiscal es un fracaso, y no lo digo sólo yo. Se ha convertido en un auténtico coladero que beneficia a las capas más altas de la sociedad -a las que no se investiga-, y en un exhaustivo control de las rentas del trabajo, minuciosamente supervisadas en un insólito […]
El plan de lucha contra el fraude fiscal es un fracaso, y no lo digo sólo yo. Se ha convertido en un auténtico coladero que beneficia a las capas más altas de la sociedad -a las que no se investiga-, y en un exhaustivo control de las rentas del trabajo, minuciosamente supervisadas en un insólito marcaje que nunca hubieran imaginado o soñado ni George Orwell, ni su omnipresente Ojo que todo lo ve -o veía-; o es que ¿va a ser que siempre ha visto sólo lo que le interesa?
El presidente de la Organización Profesional de Inspectores de Hacienda del Estado, José María Peláez, es quien lo ha dicho claro. El Plan anunciado por el ministro de Economía, Pedro Solbes, se ha convertido en una mera comprobación de lo declarado por las capas medias y bajas a través de las rentas del trabajo y sus nóminas más que transparentes, ya que los inspectores no tienen tiempo para investigar a las empresas que facturan más de seis millones de euros anuales. «Si haces operaciones de ingeniería financiera y sabes que no hay medios suficientes para que te comprueben, sabes también que el fraude se queda sin descubrir», argumenta Peláez. Porque, obviamente, el fraude se descubre investigando, y a los gobiernos también se les «descubre», en su caso, por sus prioridades, escondites y escaparates.
Por si no fuera suficiente, casi a la misma hora y día (oh! casualidad) que nos alegrábamos todos con los gays y lesbianas de España, porque ya se pueden casar con todas las bendiciones del Estado, sus señorías, también en el Congreso, aprobaban -casi de tapadillo entre tanta bandera multicolor- que las grandes fortunas, a través de las sociedades de inversión de capital variable (SICAV), dependan únicamente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), y no puedan ser controladas por las inspecciones de la Agencia Tributaria. Definitivamente, el Ojo de Orwell parece cada vez más ciego. De esta democrática manera, las sociedades de inversión seguirán tributando tranquilamente al 1%, en lugar de abonar el 35 % que les correspondería por el impuesto de sociedades, y a partir de ahora, además, sin el «incómodo control» de la Agencia Tributaria. A la bonita suma de 25.103 millones de euros asciende el patrimonio gestionado por las SICAV sólo el pasado año.
Y así, mientras los trabajadores luchamos agónicos contra las crueles zarpas de la hipoteca, nos endeudamos y transitamos el camino de la santa cruzada del fin de mes, mientras abonamos el 15%, el 20%, el 30%… de nuestros ingresos al Estado, y mientras nos cargan de impuestos indirectos -sin hacer distingos entre ricos y pobres, por eso de que el Ojo ya lo ve todo borroso-, los que tienen el pedazo de tarta más grande se refugian en la eterna bonanza de sus abrigos de piel y, con el beneplácito de nuestros gobernantes, se acogen a una artimaña legal para seguir abonando únicamente el 1% de sus rentas. Si no fuera de escándalo, sería de risa.
Pero eso sí, tenemos que estar contentos, tanto si somos heterosexuales, como gays o lesbianas, aunque seamos pobres, honrados y nos tomen el pelo a cada nueva declaración, siempre nos quedará el recurso de casarnos y compartir afanosos y felices lo que nos quede -si queda algo- después de pagar a Hacienda, porque -claro está- aunque unos participemos más que otros, no hay que olvidar nunca que «Hacienda somos todos».