La semana pasada, el sistema financiero de los Estados Unidos colapsó. Es necesario decir esto en forma clara y neta, porque muchos izquierdistas, al cabo de un prolongado período de domesticación política, ven esa posibilidad – si es que existe- , en un futuro distante. La prueba de este colapso fue la intervención excepcional del […]
La semana pasada, el sistema financiero de los Estados Unidos colapsó. Es necesario decir esto en forma clara y neta, porque muchos izquierdistas, al cabo de un prolongado período de domesticación política, ven esa posibilidad – si es que existe- , en un futuro distante. La prueba de este colapso fue la intervención excepcional del Estado norteamericano y la crisis política que ha desatado.
Las crisis del capital no operan en un vacío político, sino en el marco constituido del Estado. Los Estados se entrelazan con el movimiento de la economía a través de las finanzas públicas, las cuales forman parte de la reproducción social del capital. Esas finanzas públicas no tienen una existencia exterior a la economía capitalista: son el producto de ella por el sistema de impuestos, por el crédito público y por la centralización del proceso monetario.
Dislocación
De nuevo: la semana pasada este régimen colapsó. Quebró uno de los grandes bancos de inversión (Lehman Brothers), con una deuda de 600.000 millones de dólares; fue nacionalizada una aseguradora, con obligaciones por un billón de la misma moneda; fue liquidada otra banca, Merril Lynch, en beneficio de un competidor, Goldman Sachs, el cual fue socorrido enseguida por el Banco Central, que le aseguró su respaldo al reconvertirlo en un banco comercial. Diez días antes, el Estado había nacionalizado dos entidades bancarias semipúblicas, Fannie Mae y Freddie Mac, con deudas conjuntas de cerca de seis billones de dólares. El punto culminante de la crisis fue cuando quedó en evidencia la bancarrota de uno de los principales fondos que invierten en colocaciones de cortísimo plazo, amenazando un mercado de 3,5 billones de dólares. El régimen monetario se congeló: los capitales empezaron a abandonar todas las formas de inversiones para refugiarse en títulos del Tesoro norteamericano, el cual de esta forma llegó al record en un período no deflacionario: 0,25 por ciento de interés anual. En contraposición con esto, la tasa de préstamos entre bancos de primera línea subía a casi un 7 por ciento, una suerte de riesgo-bancario de 2.800 puntos (como en los peores momentos de la bancarrota de Argentina en 2001), aunque sin que se registraran operaciones relevantes, de las que todo el mundo rehuía. El sistema monetario estaba paralizado. La Reserva Federal, el banco central de los Estados Unidos, había perdido el control de la política monetaria, toda vez que su tasa de fondos federales, del 2 por ciento, no ejercía la menor influencia en el mercado. No solamente esto, sino que también ella veía cernirse la amenaza de la bancarrota, pues sus reservas habían caído a menos de la mitad a fuerza de absorber títulos incobrables de bancos en quiebra, a los cuales entregaba, a cambio, títulos del Tesoro norteamericano. El secretario del Tesoro tuvo que anunciar una re-capitalización de la Reserva Federal, mediante la emisión de títulos públicos. Cuarenta y ocho horas después la sacó directamente de circulación, al hacer conocer la intención del gobierno de comprar él, directamente, cualquier activo que le ofrecieran las entidades financieras, de cualquier tipo y carácter, por un mentiroso estimado de 700.000 millones de dólares. Lo que está en juego, sin embargo, supera ese monto por un múltiplo que nadie conoce.
Los papanatas nacionales y populares descorcharon las botellas para celebrar esta intervención estatal, quizá porque servía para avalarles la operación similar que ellos acaban de hacer con Aerolíneas (rescatar a Marsans y a los acreedores de AA) o, más atrás, el rescate de los bancos en el colapso de 2001. Saludaron al ‘neoliberal’ Paulson, el secretario de Bush, por su reconversión al ‘keynesianismo’. Pero la tradición del rescate bancario tiene varios siglos encima, no está asociada a ningún economista reciente, aunque cualquiera de ellos y el mismo Keynes hubieran defendido cualquier protección de la propiedad privada de los grandes banqueros. El llamado keynesianismo es una política de estímulo a la demanda en un período de recesión o depresión económica. No es eso lo que intentan hacer ahora los amigos de Bush.
Quiebra el plan de rescate
Si bien la Bolsas mundiales saludaron con euforia la intervención, el entusiasmo se disipó enseguida y ha desatado – como lo previmos en estas páginas la semana pasada- , una crisis de régimen político ¡al punto que Mac Cain ha decidido suspender la campaña electoral! En la edición anterior, entre números y cifras, advertimos la posibilidad de un adelanto de la transferencia del mando y el establecimiento de un régimen de emergencia. Para cualquiera es claro que el supuesto plan de Paulson está condenado al fracaso, y por eso enfrenta resistencias cada vez mayores en el Congreso de Estados Unidos. El editor del principal diario financiero del mundo, Martin Wolf del Financial Times, acaba de bajarle el pulgar: «El plan de Paulson no es la verdadera solución a la crisis» es el título de su último artículo, una condena que suena muy fuerte porque viene de alguien que hasta hace poco consideraba que «la única salida es la nacionalización». Antes de que ese plan vea la luz, entonces, es más probable que Paulson tenga que dejar el Tesoro. En ese caso se formará un gobierno interino, al menos en el campo financiero, que reunirá a los dos partidos dominantes; se formará una coalición y Bush quedará como un mascarón de proa. A los que ven el colapso en el futuro hay que advertirles que la sociedad norteamericana se encuentra conmovida hasta sus cimientos.
En realidad, la crisis financiera está lejos de haber agotado su curso. Hasta ahora todo ha girado en torno a los créditos hipotecarios y a la bicicleta financiera vinculada con esos créditos, que ha puesto en circulación valores ficticios varias veces superiores al movimiento de crédito que le dio origen. La toxicidad hipotecaria acabó con varios niveles de finanzas hasta llegar al colapso reciente. Pero el movimiento financiero no se limita al mercado hipotecario: también están todas las formas de crédito al consumo, las tarjetas de crédito, los créditos a las corporaciones, el mercado de acciones y su financiamiento y, en el tramo superior, la financiación de la compra, liquidación y reestructuración de empresas. En todos estos sectores la situación es de completa crisis, pero importa destacar al que afecta a las grandes corporaciones, pues se estima que los bancos tienen operaciones de transferencias de empresas sin completar, en Estados Unidos, por más de un billón de dólares. O sea que han adelantado el dinero para ello a cuenta de grupos financieros que podrían no proceder a completar el negocio en las nuevas circunstancias, ni podrían ser sustituidos por la colocación de títulos en los mercados públicos. Por eso, el Financial Times puede decir (24/9) que «el costo del rescate es imposible de de estimar», o sea que puede superar largamente los mencionados 700.000 millones de dólares.
Concurso de acreedores
El plan de rescate tiene particularidades que ponen de manifiesto la enorme crisis de conjunto que está atravesando el capital. Se trata de un proyecto de apenas dos hojas que equivale a un cheque en blanco para el secretario del Tesoro, que en el pasado reciente fue el mandamás de Goldman Sachs. No tiene un método de evaluación de los rescates, ni un método de responsabilidades políticas. Bastó que el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, confesara al Senado que la intención era comprar los títulos invendibles de quien lo solicite bastante por encima de su valor, para desatar una crisis parlamentaria. Ocurre que este diseño sirve también para capitales que no están en quiebra y que pueden utilizar esta posibilidad para reforzar sus negocios sacándose de encima la porción de sus activos que es incobrable. En este caso, el proyecto no serviría para parar quiebras sino como instrumento de una política de concentración financiera dictada desde el Tesoro norteamericano. El plan, sin embargo, no tiene ninguna previsión de rescate para las familias con deudas hipotecarias, alegando que podría beneficiar a las que no tienen dificultades en pagarlas. Sin una contrapartida para las familias endeudadas, el plan es políticamente inviable, en especial en un período electoral, pero además no serviría para poner fin al problema de origen: la incapacidad para pagar esas hipotecas.
Los círculos capitalistas se encuentran completamente confundidos acerca de esta crisis y además enfrentados por salidas antagónicas que tienen que ver con su diferencia de intereses y de posiciones. Cuando desecha el plan Paulson, el ya mencionado editor del Financial Times dice que no existe ninguna posibilidad de recuperar los precios de los títulos invendibles, que es lo que pretende el plan con su compra por parte del Estado, simplemente porque la deuda de los grupos financieros afectados ha llegado a tal magnitud que «es impagable». Lo que se sobreentiende aquí es algo más: que el intento de re-comprarla puede hundir financieramente varias veces al Estado. En este caso el plan Paulson conduce a una debacle cósmica. Sorprendentemente propone, sin embargo, como alternativa que los acreedores la usen para recapitalizar las empresas en estado de quiebra, o sea que se reconozca valor de capital a créditos que no tienen valor. Lo que debe entenderse, en realidad, es esto: el acreedor renuncia a recuperar su crédito (pierde su capital) hasta el valor resultante de la empresa o banco en quiebra. La sociedad capitalista debe entrar en un concurso de quiebra, con las convulsiones sociales y políticas correspondientes.
El Estado es parte del problema
¿Entonces qué dicen los economistas y banqueros que aprendieron de la debacle de los años ’30? ¿Cómo están funcionando ‘los instrumentos institucionales’ que habrían sido diseñados para prevenir, controlar o pilotear crisis de fondo? ¿Qué queda de la alegre fantasía ‘progre’ de que el capitalismo es un proceso de reciclaje? ¿Dónde está la ‘ley de hierro’ que dice que el capital está protegido de su extinción por el Estado? Todas esas ‘instituciones’ han servido para darle a la crisis una amplitud inigualable. Bancos, mercados de capitales, sistemas monetarios han servido para separar hasta proporciones o niveles desconocidos el valor de cambio de las mercancías producidas (y de toda actividad social en general) de su valor de uso social; al capital del trabajo; a la producción de la acumulación, para darle en definitiva esta dimensión colosal a la crisis. El Estado no es la solución del problema sino parte de él, y es por eso que el derrumbe actual es, ya mismo, potencialmente revolucionario.
Varios economistas han atribuido la incapacidad del Estado para intervenir en forma satisfactoria en la crisis en curso al enorme déficit fiscal generado por los gastos de guerra. La evaluación oficial del costo de la guerra de Irak, para Estados Unidos, es de cerca de 600.000 millones de dólares, pero otras fuentes multiplican esa cifra por cuatro. La crisis actual y la pretensión de Bush de conseguir un cheque en blanco para comprar valores invendibles por billones de dólares plantean una crisis decisiva para cualquier Estado: su capacidad de financiar una guerra. Es muy oportuna, por esto, la observación de un progresista norteamericano, que acaba de decir que «Paulson es a la estrategia financiera, lo que Rumsfeld (el ex secretario de Guerra que fracasó en Irak y en Afganistán) es a la estrategia militar». Sin embargo, no es cierto que asistamos a una declinación del ‘imperio americano’ en relación con otras potencias o naciones capitalistas: asistimos a una explosión de escala histórica de todas las contradicciones acumuladas del capital.
La Unión Europea en una situación explosiva
Todo concepto correcto deja de ser tal cuando cruza ciertos límites. Es lo que ocurriría si la afirmación de que la crisis mundial tiene su centro en Estados Unidos supusiera que, por ejemplo, el capital financiero en la Unión Europea enfrenta una perspectiva de bancarrota mitigada o periférica a la norteamericana. En realidad, ocurre todo lo contrario, porque como lo clarifica muy bien un artículo del Financial Times (23/9), «los mayores bancos europeos no solamente son demasiado grandes para dejarlos caer sino también demasiado grandes para ser salvados». A diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, ningún Estado europeo tiene la capacidad financiera para hacerse cargo de ellos, ni la UE constituye un Estado supranacional, o sea con una capacidad de imponer contribuciones en gran escala o recurrir en esa misma medida al mercado de capitales.
Los autores de este interesante artículo señalan que el Deutsche Bank tiene obligaciones por dos billones de euros (2,8 billones de dólares) y un apalancamiento de 1 a 50, o sea que su capital es de apenas 40.000 millones de euros. La situación del Deutsche es, entonces, incluso peor que la de los norteamericanos Bear & Sterns, Lehamn Brothers o Fannie Mae, que fueron enviados a la quiebra o rescatados en forma precaria por el Tesoro de los Estados Unidos. Pero el problema europeo es que el monto del endeudamiento del Deutsche equivale al 80 por ciento de todo el PBI de Alemania, que es de 2,5 billones; o sea que su rescate está fuera del alcance de la señora Merkel. Algo similar ocurre con el inglés Barclay, cuyas obligaciones son de 1,3 billones de libras esterlinas (2,4 billones de dólares) y tiene un apalancamiento de 1 a 60, o sea que su capital es de solamente 20.000 millones de libras esterlinas. Pero, además, el endeudamiento del Barclays es igual a todo el PBI de Gran Bretaña, o sea que Gordon Brown estaría obligado a mirar el hundimiento del Barclays por TV. Son, precisamente, estas limitaciones insalvables (el déficit relativo de sus finanzas y de su crédito público) las que explican el ‘conservadurismo financiero’ de los Estados europeos y del Banco Central de Europa. En resumen, Europa depende de la capacidad de salvataje del Tesoro norteamericano. Fue lo que ocurrió, cuentan los articulistas, con la nacionalización de la aseguradora norteamericana AIG pues al evitar su quiebra se salvaron, al mismo tiempo, los seguros sobre operaciones financieras de la banca europea, por una suma de 300.000 millones de dólares.
¿Y entonces? La respuesta es obvia: lo único que puede hacer la UE es suplementar las operaciones de rescate que arma el Tesoro de Estados Unidos, con la expectativa de que la crisis no voltee a sus propios grandes bancos. Esto podría producirse de diversas maneras: una es seguir comprando los títulos que emita el Tesoro de Estados Unidos para salvar a empresas en quiebra; la otra es comprar en forma ilimitada los dólares que emita Estados Unidos cuando la que compre esos títulos del Tesoro sea la Reserva Federal. Estos dólares se filtran, ulteriormente, al mercado mundial por la vía del comercio (déficit de comercio exterior) o del movimiento de capitales (salida al exterior). En su límite, esta situación es insostenible: lleva a la devaluación del dólar (revaluación del euro) y al dislocamiento monetario internacional. De todos modos, alguno de estos grandes podría caer en el próximo período con independencia de lo que intente hacer Estados Unidos o, precisamente, por el fracaso de sus planes de rescate.
Como se puede ver, la perspectiva de la Unión Europea como tal es extremadamente precaria. Los Estados nacionales no tienen los medios financieros que requiere la situación, mientras la Comisión Europea no tiene los recursos estatales y políticos. Una salida sería la de otorgar a las instituciones supra-europeas capacidades financieras y presupuestarias extraordinarias, pero esto conlleva a liquidar los Estados nacionales y a construir uno de carácter continental, lo que no podría ocurrir sino al cabo de crisis extraordinarias y prolongadas y, probablemente, de una nueva guerra que encargue esa tarea a uno o dos Estados nacionales existentes contra los otros. La otra es la disolución de la UE y, en ambos casos, se llega a una situación de conflicto terminal con el imperialismo norteamericano, transformándose en una colonia yanqui o produciendo una nueva guerra mundial.