Esta vez, escribe Branko Milanovic, es el trabajo, y no el capital, el que va a globalizarse.
La globalización, tal como la conocíamos ‒hasta la pandemia‒ era asimétrica. El capital podía desplazarse sin apenas trabas, mientras que la clase trabajadora permanecía en general atrapada dentro del país en que vivía cada cual.
Esta mayor movilidad del capital, a diferencia de las décadas de posguerra, antes de iniciarse esta fase de la globalización, fue posible gracias a las mejoras de la tecnología bancaria y al establecimiento de unas reglas mucho más flexibles (cuentas de capital abiertas) para la transferencia de capitales al extranjero. Pero tal vez el factor más importante fue la expectativa de que cualquiera podía invertir en lugares muy lejanos sin correr un riesgo significativo de que sus activos fueran expropiados o nacionalizados.
La nueva globalización que emerge ahora también parece asimétrica, pero exactamente a la inversa de la anterior. El trabajo se tornará cada vez más global, mientras que los movimientos de capitales se verán fragmentados. ¿Cómo se ha producido esto?
Teletrabajo
La globalización del trabajo será posible gracias al teletrabajo. Mientras que la tecnología requerida ya existía antes de la pandemia, la covid-19 ha propiciado un cambio decisivo a favor de un uso más frecuente. Empresas y trabajadoras han descubierto que los trabajos que antes requerían supuestamente la presencia física podían llevarse a cabo desde casa, o por decirlo de otra manera, desde cualquier parte del mundo.
Esto hizo que mucha gente no solo se pusiera a trabajar desde casa, sino también a trasladarse a lugares diferentes y más baratos, aunque manteniendo el mismo salario que cobraban antes; pagando, por ejemplo, un alquiler mucho más bajo en San Antonio, Texas, pero percibiendo el salario de Nueva York. Es la primera vez en la historia en que ha sido posible implementar este desacoplamiento entre el trabajo y la presencia física del personal.
Sin embargo, esta tendencia no se ha detenido ante las fronteras de cada país, sino que las ha traspasado: no hay motivo para que una empresa siga empleando personal en EE UU por (digamos) 50 o 100 dólares la hora cuando el mismo trabajo puede realizarse en India u otro lugar por 10 o 20 dólares la hora. En efecto, el nuevo trabajador (indio) puede vivir mejor con un salario mucho más bajo que un trabajador estadounidense con el que cobraba hasta ahora, nominalmente más elevado, por el mero hecho porque en India los precios son más bajos.
Gracias a este arbitraje de precios diferentes, la clase capitalista estadounidense sale ganando gracias al pago de salarios más bajos en dólares, mientras que la clase trabajadora internacional mejora su posición gracias al aumento de su nivel de vida. Es un cambio en que todo el mundo sale ganando, excepto, claro está, la clase trabajadora de los países ricos.
Razones geopolíticas
La globalización del capital, por el contrario, evoluciona en sentido contrario. En su caso, las razones son geopolíticas, aunque hasta cierto punto también fiscales, dado que la implementación de un impuesto de sociedades global mínimo del 15 % hace que la elusión fiscal mediante la ingeniería contable resulte menos atractiva.
La geopolítica tiene que ver con las crecientes tensiones y conflictos entre EE UU por un lado y Rusia y China por otro. Independientemente del resultado del conflicto en torno a Ucrania (totalmente impredecible en el momento de escribir estas líneas), Rusia será objeto ‒no importa si la próxima semana o el año que viene‒ de amplias sanciones económicas y comerciales. Esto apartará básicamente un pedazo de la economía mundial de la globalización financiera.
Es cierto que Rusia no es un pedazo muy grande: su producto interior bruto equivale más o menos al 3 % del PIB mundial (en paridad de poder de compra), y sus exportaciones, a apenas más del 2 % del total mundial. Pero el mensaje es claro, especialmente si se contempla a la luz de otras sanciones similares impuestas por EE UU contra Irán, Venezuela, Cuba, Myanmar, Nicaragua, etc. Actualmente afectan de una manera u otra a más de 20 países.
Como refleja esta lista, tales sanciones son extremadamente difíciles de revertir. Nadie puede comprar un habano cubano en EE UU. El embargo dura ya más de 60 años y, aparte de un modesto esfuerzo durante la presidencia de Barack Obama, nada ha cambiado. En efecto, el gobierno de Donald Trump revocó algunas decisiones anteriores e impuso un montón de nuevas sanciones. Lo mismo ocurre con Venezuela, Siria e Irán.
Sanciones que se eternizan
El hecho de que muchas de las sanciones estadounidenses se eternizan en el tiempo se ve claramente en el caso de la enmienda Jackson-Vanik, dirigida contra el comercio soviético en respuesta a la imposibilidad de la población judía de la URSS de emigrar a Israel. La enmienda se promulgó en 1974, cuando era muy difícil (por decirlo suavemente) emigrar de la URSS. Tras la liberalización que supuso el liderazgo reformista de Mijaíl Gorbachov en la década de 1980, seguida del colapso de la URSS, se calcula que emigraron de 2 a 3 millones de personas judías de la URSS o posteriormente de la Federación Rusa con destino a Israel u otros países.
No obstante, la enmienda permaneció en vigor, pasando a depender su aplicación o no de la verificación anual por parte del gobierno de EE UU de que Rusia no incumplía. Es difícil imaginar una situación más absurda. Finalmente, la enmienda Jackson-Vanik fue rescindida, aunque solo para ser reemplazada por la Ley Magnitsky, cuya finalidad es la misma, aunque no su justificación (la muerte en prisión de un abogado especializado en asuntos fiscales ‒de apellido Magnitsky‒ que investigaba un enorme fraude que implicaba supuestamente a autoridades tributarias de Rusia).
El reciente embargo por parte de EE UU de activos del gobierno afgano ‒destinando la mitad del importe a la compensación de las familias de víctimas de los atentados del 11 de Septiembre‒ marca la tendencia. Así, se especula con que en la próxima ronda de sanciones a Rusia serán congelados o expropiados los activos de oligarcas considerados próximos al presidente, Vladímir Putin. Toda empresa originaria de un país que en algún momento pueda ponerse en el punto de mira de Washington se lo pensará ahora dos veces antes de mantener sus activos en EE UU.
Esto se aplica muy especialmente a China. Bajo cualquier extrapolación razonable, si las relaciones entre China y EE UU llegan a dar otra vuelta de tuerca hacia peor, los activos de las empresas del Estado chino, así como los de individuos cercanos al Partido Comunista de China (que puede ser cualquier persona), correrían un serio peligro. China posee bonos del Tesoro de EE UU por valor de 1 billón de dólares, que podrían convertirse en otras tantas hojas de papel carentes de valor alguno.
La misma suerte podrían correr empresas ubicadas (digamos) en Nigeria (dada su relación problemática entre democracia y el ejército) o Etiopía (ya se le han impuesto sanciones a raíz de la guerra civil con las fuerzas autónomas de Tigré). La lista de posibles motivos para congelar activos es interminable: guerras civiles, tráfico de drogas, normas bancarias laxas, sistemas políticos diferentes, violaciones de derechos humanos, acusaciones de genocidio…
Politización drástica
Si un número suficiente de capitalistas llegan a la misma conclusión sobre la falta de seguridad de sus haberes, tratarán de aparcarlos en lugares en que es menos probable que interfieran decisiones políticas. Podría tratarse de Singapur, Bombay u otras plazas de Asia. Cabe imaginar el dilema de ricos hombres de negocios de Hong Kong cuyos bienes podrían ser expropiados por las autoridades chinas o, en caso de que lograran transferirlos a EE UU, por las autoridades estadounidenses del momento; expropiados por no ser suficientemente cercanos al Partido Comunista de China o… por ser demasiado cercanos.
Una politización drástica de la coerción financiera comportará inevitablemente la fragmentación de los movimientos de capitales. Mientras que en el pasado los oligarcas huían a EE UU y al Reino Unido, creyendo ‒aparentemente con razón‒ que independientemente del origen de su fortuna, esta sería bienvenida en Occidente, ahora puede que huyan a otros lugares. De este modo, crearían sin saberlo un mundo financiero más multipolar.
Texto original: Social Europe. Traducción: viento sur
Branko Milanovic es economista estadounidense de origen serbio, especializado en desarrollo y desigualdad.
Fuente: https://vientosur.info/el-comienzo-de-una-nueva-globalizacion/